«Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor.»
Queridos hermanos, hoy celebramos el Domingo XXXI del Tiempo Ordinario, y la Iglesia nos presenta una enseñanza central de nuestra fe. En el libro del Deuteronomio, encontramos el “Shemá”, la oración que es el núcleo de la fe del pueblo de Israel. “Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es único. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y serás feliz”. Este mandamiento nos llama a entregarnos totalmente a Dios, a amarlo sin reservas, porque Él desea lo mejor para nosotros. Si nos dejamos llevar y conducir por Él, Dios nos guiará a la unidad con Él, una unión que transforma toda nuestra vida.
Por eso, respondemos con el Salmo 17: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, mi alcázar, mi libertador”. Dios es nuestra fuerza, nuestro baluarte, nuestro salvador. Nos da la victoria y nos sostiene con su misericordia. Al reflexionar sobre este amor, reconocemos la grandeza del Dios al que seguimos: es un Dios que está siempre a nuestro lado, dispuesto a ser nuestro refugio y salvación. Él es quien nos rescata y nos da sentido, y nos llama a vivir en comunión con Él, abandonando nuestras preocupaciones para confiar en su amor y su poder.
La segunda lectura profundiza en este mensaje. El autor de la Carta a los Hebreos nos recuerda que Jesús es nuestro sumo sacerdote, el Santo, el Inocente, sin mancha, exaltado sobre toda la creación. Jesús es el don más grande que Dios nos ha dado, y Él no solo nos ofrece algo material o pasajero, sino que se ofrece a sí mismo en sacrificio por nosotros. Su entrega es total, y con ella nos muestra que el verdadero camino hacia Dios pasa por una entrega de nosotros mismos, con nuestras virtudes y también con nuestras debilidades y pecados. Jesús nos invita a hacer esta ofrenda, a ponernos en manos del Padre para vivir en la plenitud de su amor.
En el Evangelio según San Marcos, escuchamos cómo un escriba se acerca a Jesús con una pregunta fundamental: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”. Y Jesús le responde retomando el “Shemá”: “El primero es: ‘Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu ser’. El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que estos”.
Estos dos mandamientos resumen toda la ley y los profetas, y nos muestran el camino hacia la vida plena. Amar a Dios con todo nuestro ser significa ponerlo en el centro de nuestra vida, mientras que amar al prójimo como a nosotros mismos significa reconocer en cada persona la presencia de Dios y tratarla con la misma dignidad y respeto con que nos tratamos a nosotros mismos. El escriba, al escuchar esta respuesta, comprende su profundidad y la importancia de vivir en esta actitud de amor. Jesús, al ver su sensatez y discernimiento, le dice: “No estás lejos del Reino de Dios”.
Este mensaje de amor es un cambio radical para el pueblo de Israel, que había vivido según los 613 preceptos de la ley, tratando de cumplir con ellos para alcanzar la felicidad. Jesús simplifica esta compleja lista de mandamientos en dos, resaltando que el amor es la esencia de la ley. Así, como decía San Agustín, “Ama y haz lo que quieras”, pues quien ama de verdad no busca el mal ni para sí ni para los demás. Amar a Dios y al prójimo transforma nuestra vida y nos libera de la preocupación por los detalles, ya que todo se orienta al bien cuando amamos con sinceridad.
Este llamado a vivir en el amor no es solo una invitación individual, sino una propuesta para nuestras familias y nuestras comunidades. Dios desea que en nuestras relaciones vivamos este amor pleno, de modo que seamos “una sola carne” con quienes compartimos la vida, tal como lo somos con Jesús. Este amor se convierte en la base de nuestras familias y de nuestras relaciones, y nos une en una comunión profunda que se refleja en cada aspecto de nuestra vida.
Pidamos a Dios que este espíritu de amor habite en nosotros y en nuestros hogares, que nos permita construir familias y comunidades unidas en el amor a Él y al prójimo. Que esta alegría y esta paz se extiendan a nuestros hijos, a nuestras familias y a todos nuestros seres queridos, para que todos vivamos como una sola carne con Cristo y en Cristo.
Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre todos nosotros. Amén.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao