Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado á los hombres: más la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada a los hombres. Y cualquiera que hablare contra el Hijo del hombre, le será perdonado: más cualquiera que hablare contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo, ni en el venidero. Haced el árbol bueno, y su fruto bueno, ó haced el árbol corrompido, y su fruto dañado; porque por el fruto es conocido el árbol. (Mt 12, 31-33)
Dios tiende la mano para que nosotros, con humildad y haciendo propósito de enmienda, seamos perdonados. Dios quiere vernos esperanzados para que no nos cueste arrepentirnos y cambiar de vida. Pero ¿Qué sucede con quien peca contra el Espíritu Santo? ¿Qué pasa con quien no es capaz de arrepentirse y cree en la complicidad de Dios con su vida de pecado? Cristo no deja espacio para esperar que Dios sea indiferente a nuestra indiferencia. Dios respeta nuestra indiferencia y espera hasta el último segundo de vida. Después, simplemente acepta, con tristeza, nuestra voluntad de vivir de espaldas a Él. Nuestra conversión no puede esperar a mañana, porque no sabemos la hora en que Dios nos llamará.
¿Y qué, si tu fin llega antes de mañana? Con razón te alegras de que Dios te ha prometido el perdón de tus iniquidades una vez convertido; pero nadie te ha prometido el día de mañana. O si tal vez te lo prometió el astrólogo, es cosa muy distinta a Dios. Muchos astrólogos se engañaron, pues muchas veces se prometieron ganancias y hallaron pérdidas. Así, pues, también a causa de estos que esperan perversamente, sale el padre de familia. Del mismo modo que salió hasta aquellos que sin razón habían perdido la esperanza y desesperándose habían perecido y los recuperó a la esperanza; así sale también hacia estos que con su perversa esperanza quieren perecer, y les dice a través de otro libro: No tardes en convertirte al Señor.
A aquéllos les había dicho: En cualquier día que un hombre se convierta de su camino pésimo, olvidaré todas sus iniquidades, y les quitó la desesperación por la que habían entregado su alma a la perdición, al no esperar absolutamente ningún perdón. Del mismo modo se acerca a estos que quieren perecer a base de esperanza y dilación; y les habla y les increpa: No tardes en convertirte al Señor ni lo difieras de un día para otro. (San Agustín. Sermón LXXXVII, 11)
Es imprescindible ser consciente de la necesidad de arrepentimiento para que la Gracia de Dios nos trasforme. Esto lo podemos ver en diversos ejemplos en las Sagradas Escrituras. Por ejemplo cuando Dios da una segunda oportunidad al Pueblo de Israel y les hace vagar 40 años en el desierto. Dios esperaba el arrepentimiento antes de conducirles hasta la Tierra Prometida. Por desgracia somos duros de corazón y es necesario que padezcamos de forma que nos demos cuenta de que nuestros errores tienen consecuencias. Entonces ¿Dónde se siente el amor de Dios? En el tiempo que dio a su Pueblo para arrepentirse. ¿Y la misericordia de Dios? ¿Cuándo la sintieron los israelitas? Tras cuarenta años de vagar por el desierto, arrepentido, cuando solicita perdón a Dios.
Siempre hay quienes ofrecen bienes sin tener que pasar por el arrepentimiento. Estos son los “astrólogos” de los que habla San Agustín. Nos dicen lo que queremos escuchar y nos llenar el corazón de falsas esperanzas, esperanzas sin sentido. Hay que tener cuidado, porque ofrecen perdón sin arrepentimiento, salvación sin conversión, bienes sin esfuerzo. Son los creadores de Becerros de Oro. Son los creadores de dioses a la medida del ser humano. Dioses que no esperan al Hijo Pródigo con paciencia, sino que, aparentemente, nos dan todo sin esperar un verdadero dolor de corazón.
Dios nos ama y por eso sabe esperar con paciencia que nos acerquemos a Él. Desea que actuemos como el Publicano (Lucas 18:914) que se queda detrás y reconoce sus pecados. Aunque Dios ama también al Fariseo que se gloriaba se ser tan perfecto y de la complicidad de Dios, no cabe duda. Por eso siempre esperará a que hinque su rodilla en el suelo y busque el perdón, lleno de dolor, por su soberbia. Lo esperará hasta la última décima de segundo de su vida, porque Dios sabe esperar.