Hechos de los apóstoles 5, 12-16; Apocalipsis, 9-1 la. 12-13. 17-19; Juan 20, 19-31
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente»
«No buscó aparecerse delante de multitudes. No. Sus encuentros son personales. Ocultos. Sencillos. Son encuentros de amor con nombre propio. Vuelve por amor a los que ama, a los que le aman»
Me gusta pensar en Jesús que se aparece en cuerpo y espíritu a los que ama. Me gusta recorrer los días de esta octava de Pascua siendo testigo de sus apariciones. Me gusta su forma de mirar, me gustan sus palabras y su manera de estar con aquellos a los que tanto ha amado. No hay reproches. No hay quejas. Jesús se acerca a los suyos y simplemente les dice que no teman, que tengan paz. Se queda con ellos, a su lado, caminando de nuevo con ellos. Come con ellos, comparte la vida de la forma más sencilla. Los mira con misericordia. Jesús ya fue el rostro misericordioso de Dios antes de la crucifixión. Y con mayor razón se muestra ahora como la puerta de la misericordia para todos los que se acercan a Él. Decía el Papa Francisco: «La misericordia es el primer atributo de Dios. Es el nombre de Dios. No hay situaciones de las que no podamos salir, no estamos condenados a hundirnos en arenas movedizas, en las que, cuanto más nos movemos, más nos hundimos. Jesús está allí, con la mano tendida, dispuesto a agarrarnos y a sacarnos fuera del barro, del pecado, también del abismo del mal en que hemos caído»[1]. Jesús vuelve a rescatar a sus discípulos de la desesperación, del miedo, de las dudas. Ellos habían amado a Jesús. Habían sido fieles durante esos tres años. Pero en el último momento habían fallado sus fuerzas. Tal vez confiaron demasiado en su propio valor, en sus capacidades. Y llegó la hora del terror y ellos temieron la muerte y huyeron. En esa noche de oscuridad se sintieron solos y abandonados. Aquel que podría haberse bajado de la cruz no lo hizo. El reproche del llamado mal ladrón seguro que quedó también grabado en sus almas. Ellos también habrían deseado ese desenlace milagroso. Un último gesto lleno de grandeza. Una huida en ese segundo final cuando todos daban por segura su muerte. Pero no fue así. No sucedió como ellos deseaban. Jesús murió. Y la pregunta quedaba grabada en su alma. ¿Qué harían ahora? El miedo. La soledad. La tristeza. La desesperación. ¡Cómo no estar tristes ahora que Jesús no estaba con ellos! Tenían miedo. ¡Cómo no temer si habían matado a su maestro! Los discípulos correrían la misma suerte. Y ellos no querían morir. En realidad nunca queremos morir. Sólo puede surgir ese pensamiento si la vida que llevamos es tan desesperante que vemos como un camino mejor la propia muerte. Pero ellos no querían la muerte. Y estaban escondidos. Tampoco creían del todo en la misericordia de Dios. No creían en ese amor sin reproches, en ese amor que volvería a buscarlos. Como esa persona que rezaba con estas palabras: «Querido Jesús, no creo tanto en tu misericordia. No te conozco del todo. Pienso a veces que ya no merezco llamarme hijo tuyo cuando caigo y te fallo. Me falta tal vez esa mirada pura de los niños. Derrocho por el camino la vida que me das. Me siento un hijo pródigo que se aleja de ti. Me siento como ese hijo que no conoce a su padre. No sé bien cómo es la misericordia. A veces yo tengo compasión. Pero me cuesta mirar la belleza que esconden las personas. No me alegro en el milagro que son. Cuando me han hecho daño. Cuando no son como yo quisiera. No miro con misericordia. Y me cuesta ser mirado así por ti. ¿Me miras así? Cuando peco, cuando caigo. Me siento tan lejos. No merezco llamarme hijo tuyo». Tal vez eran estos los mismos sentimientos de los discípulos esos días después del Calvario. Fueron tres días de noche. De traición. De muerte. De oscuridad. No habían amado tanto a Jesús como para permanecer fieles. Sólo Juan estuvo ese día al pie de la cruz. Poco sabemos del resto. Pedro lo negó tres veces, porque se arriesgó más que el resto tratando de seguir a Jesús. ¿Y los demás? El silencio es atronador. Un silencio que los acusa. No fueron capaces. Huyeron, se escondieron, lo vieron todo desde lejos. El miedo a la muerte es muy fuerte. No es fácil exigirle a un hombre el martirio. Morir por amor. Exponernos a morir por amor. Por salvar a alguien es posible arriesgar la propia vida. Pero si no era posible salvar a Jesús. ¿Qué sentido tendría estar cerca de su cruz esa noche poniendo en peligro la propia vida? En su corazón tendrían una mezcla de sentimientos. Culpa, arrepentimiento, justificación. ¿Qué podrían decirle a Jesús si de verdad se aparecía de nuevo delante de ellos? Habían fallado. Sólo María había permanecido fiel, junto a Juan. Ella era la única que anhelaba y confiaba de verdad. Era Ella la que más había sufrido. Y era la única que había creído antes de ver. Antes de tocar. Antes de abrazar de nuevo a su hijo y besar sus heridas llenas de luz. Los demás habían fallado. Habían tocado su debilidad. Habían visto flaquear sus fuerzas. El otro día leía la reflexión de un jesuita sobre su propio proceso de vida: «Hasta entonces nunca había tenido el valor de renunciar completamente a mí mismo. Siempre había límites que no cruzaba, pequeñas vallas que señalaban lo que, en mi fuero interno, sabía que era un punto sin retorno. Dios, en su providencia, había sido constante en su gracia: había estado brindándome siempre ocasiones para ese acto de fe y de confianza perfectas, animándome a soltar las riendas y a confiar sólo en Él. Y yo confiaba en Él, cooperaba con su gracia, pero solo hasta cierto punto. Hasta que mis fuerzas entraron definitivamente en bancarrota no me rendí»[2]. Él experimentó en su carne la debilidad. Confiaba en sus fuerzas, en sus capacidades, hasta que no pudo más. Y fue entonces, roto, vencido, cuando pudo confiar como nunca antes lo había hecho en el poder de Dios. Es la misma experiencia de los discípulos esos días de oscuridad. Lo habían perdido todo. Estaban rotos. No tenían defensa propia. Nada con lo que justificar su caída. Habían experimentado su debilidad y se habían rendido. Ahora sólo podían confiar totalmente en Dios.
La muerte de Jesús en la cruz acabó con todas las seguridades humanas de los discípulos. Habían fallado en el amor por ese miedo inconfesable a la muerte. Y ahora, temerosos, permanecían escondidos. No tenían paz en su corazón. No soltaban del todo las riendas ni siquiera en ese momento de tanta oscuridad en sus vidas. Hoy Jesús entra en el cenáculo y les da su paz: «Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros». No hay reproches. Sólo hay una mirada de misericordia, unas palabras de consuelo y esperanza. Les da su paz. ¿Cómo podían tener paz cuando habían perdido todas sus seguridades? ¿Cuando aquel que conducía sus vidas estaba muerto? Al principio seguir a Jesús fue un salto en el vacío para los discípulos. Lo dejaron todo y lo siguieron. Dejaron sus redes, su mesa de impuestos, su hogar, su familia, sus seguridades. Lo dejaron todo porque se supieron amados. Dejaron su comodidad y se adentraron en los misterios de una vida llena de milagros, de palabras eternas, de alegría y de sueños. Una vida sin seguridades humanas. Pero una vida segura en el corazón de Jesús. Con el tiempo su vida junto a Él se convirtió en rutina, en vida acomodada al lado de aquel hombre tan lleno de Dios, ante ese Mesías que hacía numerosos milagros. A su lado no era posible el miedo. Jesús podía hacerlo todo posible. Sus palabras desarmaban a los fariseos. Sus milagros despertaban la admiración y el seguimiento. Él podía lograr lo imposible. Es fácil entones llegar a instalarse en el seguimiento a Jesús. Ellos se instalaron. Tenían su seguridad puesta en Él. Y cuando uno se acomoda quiere hacer el reino de Dios a su medida. Empiezan a preguntarse qué lugar ocuparía cada uno en su reino. Sueñan con cargos de influencia. Cuando medimos todo con categorías humanas, uno puede llegar incluso a alejarse de Dios, de sus planes. En ocasiones creo que yo también me aburgueso. Cuando empiezo a tejer mis propios planes y los tiño de un tinte divino. Pienso que Dios lo quiere así y sigo caminando en mi rutina. El otro día leía: « ¡Qué fácil nos resulta, en tiempos de bonanza, volvernos dependientes de nuestras rutinas, del orden establecido en nuestra existencia cotidiana, y dejarnos llevar! Empezamos a no dar valor a las cosas, a confiar en nosotros y en nuestros propios recursos, a ‘instalarnos’ en este mundo y a buscar en él nuestro punto de apoyo. En cierto modo perdemos de vista que, por debajo y detrás de todo eso, está Dios, que nos mantiene y nos sostiene. Continuamos adelante dando por hecho que el día de mañana será exactamente igual que el de hoy: un mañana cómodo en el mundo que nos hemos creado, un mañana seguro dentro del orden establecido en el que hemos aprendido a vivir, por imperfecto que sea; y no dedicamos ni un solo pensamiento a Dios»[3]. Los pensamientos se apegan al mundo. Ya no pienso como Dios, pienso como los hombres. Busco su voluntad en mis deseos. Tengo la confianza puesta en mis capacidades, en lo que sé hacer bien. He construido una vida cómoda de apóstol. En ella encuentro una paz aburguesada en la que nada temo, porque nada arriesgo. Tal vez es algo parecido a lo que vivían los discípulos en ese tiempo previo a la muerte de Jesús. Se habían acomodado. No imaginaban el final de todos sus sueños. Habían puesto su seguridad en Jesús. Ahora no querían volver a sentirse solos, sin pilares, sin rutinas sagradas. La muerte de Jesús trae la inseguridad. Todo se desploma a su alrededor de repente. Empiezan a temer porque súbitamente la vida se les escapa de su control. Ya no son ellos los que llevan las riendas. Ahora es Dios el que actúa. ¿Es posible vivir sin seguros? A veces nos encontramos así. Hemos construido un mundo seguro y nos da miedo lo que hay fuera de nuestras fronteras. Los discípulos lo perdieron todo aquella noche. Ahora, como náufragos, se aferraban a unos maderos rotos para no morir ahogados. Los maderos de aquel cenáculo que los protegía. Allí estaban seguros. Allí podían seguir esperando. El hombre busca siempre seguridades. Busca pilares sobre los que asentar su vida. No es posible vivir en una constante incertidumbre. El peligro es pasar esa tenue línea que nos separa del aburguesamiento. En ese momento pasamos de vivir seguros a vivir acomodados. De vivir en tensión a vivir aburguesados. Perdemos el deseo de la novedad, de la aventura, de lo desconocido. Nos aferramos a las riendas de la vida. Y en esa falsa seguridad, tampoco tenemos paz. Porque tememos perder lo que tanto nos ha costado conquistar. Dicen que amar nos vuelve más audaces y al mismo tiempo más temerosos. No queremos perder a quien amamos. El amor nos ata y nos lleva a darlo todo por la persona amada. Amar nos hace echar raíces y a la vez nos lleva a desear con más fuerza el cielo. Pero el miedo a perder nos puede volver inseguros. Los discípulos amaban a Jesús, amaban su vida con Él. Temían perderlo todo. Les asustaba el futuro. Dice el P. Kentenich: «No sé lo que me sucederá en el próximo instante; no, no lo sé, pero sí sé que ello será lo mejor para mí. Aunque yo fuese el que pudiese elegir, creo que no podría hacerlo tan bien como Dios»[4]. Es la paz de los santos que han conformado su vida con la de Dios y ya no temen. Aman y son libres. Echan raíces y vuelan. Confían. Han puesto su vida en manos de Dios y confían. Caminamos en la penumbra de esta vida. No sabemos realmente lo que sucederá en el próximo instante. No importa. Confiamos. Porque tenemos el corazón anclado en Cristo.
Con la muerte de Jesús llegó la persecución. Y con la persecución se hizo más fuerte el miedo a perder la vida. Sin Jesús todo se hizo demasiado difícil y pesado. De repente la vida pesa y el cuerpo se resiente. ¿Cómo seguir caminando si Él ya no está a nuestro lado? ¿Cómo lograr la paz cuando Jesús se ha ido? El alma pesa. No sé cómo reaccionaría yo si de repente perdiera mis seguridades. No sé cómo sufriría el desprecio y el rechazo. El fracaso más absoluto, la soledad hiriente, el abandono despiadado. A veces uno como sacerdote encuentra reconocimiento y aceptación. Me cuesta pensar en el rechazo por el hecho de ser sacerdote. ¡Hay tantos mártires hoy que mueren por el hecho de ser cristianos! ¿Cómo seguir siendo fiel en medio de la tormenta? Pensar en la soledad sin Jesús y en un futuro incierto produce angustia. Cuando mi nombre puede quedar marcado para siempre porque yo estuve con Él, yo fui de los suyos. Porque reconocen mi voz, ya que tengo su mismo acento. Descubren en mis gestos su misma forma de vida. Ven en mis palabras las suyas y reconocen en mis maneras su forma de ser. Y me persiguen como a Pedro. ¿No negaría yo a Jesús como lo hizo él aquella noche? Surgen entonces las dudas y los miedos. Y yo quiero hacerlo todo bien. Quiero ser fiel a Jesús y hacer siempre su voluntad. Me atrae demasiado lo inmaculado, lo perfecto. Quizás porque es tan lejano a mi pecado que despierta mi curiosidad. Vanidad de vanidades. No soy inmaculado y me esfuerzo por serlo. Y aplaudo pequeñas conquistas labradas con esfuerzo. Pongo mi seguridad en mis capacidades, en mis fuerzas. Olvido a Dios. Y miro a mi alrededor desde mi atalaya. ¡Con qué facilidad yo estigmatizo a otros, los juzgo y los condeno! La mancha en el mantel blanco de los hombres destaca demasiado. Los que no fueron fieles y traicionaron a Jesús. Me acabo creyendo que tengo que hacerlo todo bien para que Dios me quiera. Es sólo vanidad. No acabo de creer en esa misericordia gratuita. Busco que me paguen por mis logros y me admiren por mis conquistas. Mi corazón se aferra desesperado a todo lo que brilla, a lo que no desluce, a lo que no tiene ni una sola mancha. Se aferra torpemente a lo perfecto, a lo que no tiene defecto alguno. ¡Cuánto me pesan mis pecados, mis caídas, mis errores! ¡Cuánto me pesa la mancha en mi historial! La huella que queda grabada en el alma para siempre. Me siento tan pobre al mirar las manchas de mi vida. Las heridas que siguen doliendo en lo más profundo. Tiemblo al contemplar mi propia debilidad. Como los discípulos en el cenáculo. Como Tomás al volver Jesús al octavo día y poder tocar sus heridas. No he sido tan fiel como soñaba. He caído. Y esa experiencia grita en mi interior. No acabo de creer en la misericordia de Jesús que se aparece en mi vida para recordarme cuánto me quiere. Me lo dice de nuevo. Me lo recuerda para que no me olvide nunca. Y me da su espíritu y su paz. Me gusta esa afirmación: «Cuando reconozcamos que somos pecadores, sabremos que Jesús vino por nosotros»[5]. Quiero reconocerme pecador. Sólo así comprenderé que Jesús vino por mí, porque me quería. Vino porque me amaba. Porque deseaba estar conmigo.
En este tiempo de Pascua Jesús resucitado vuelve con los discípulos. Ya no vive con ellos como cuando iban por los caminos, cuando pescaban, cuando dormían juntos al raso. Pero sale a su encuentro. No se ha ido. Me cuesta tanto pensar que se vaya. Hago mías las palabras de una persona que rezaba: «Por favor, no te vayas del todo, quédate conmigo para siempre. Quédate en los caminos de mi vida. Quédate en mi pesca. En mi huida. En mi miedo. Quédate porque sin ti no puedo hacer nada». Quiero también yo retenerlo. Como esos discípulos de Emaús: «Quédate con nosotros, la tarde está cayendo». Pienso en la alegría de los discípulos de esos días en que Jesús va a buscarlos una y otra vez. Me cuesta pensar que se vaya otra vez y para siempre. Pienso en su alegría. En cada encuentro. Se han sentido perdonados. Amados más que antes. Más que nunca. Esa experiencia ha llegado con la resurrección. Antes no hacía falta porque todo lo compartían con Él. Ahora Jesús les regala esa experiencia de encontrarse de nuevo. Va a buscarlos. Se encuentra con cada uno. Jesús vuelve por amor. Pienso que ese es el gran regalo de estos días de Pascua. No se aparece para demostrar que era verdad que era Dios, que era verdad que iba a resucitar, que nadie podría acabar con Él para siempre. No buscó aparecerse delante de multitudes. No. Sus encuentros son personales. Ocultos. Sencillos. Son encuentros de amor con nombre propio. Vuelve por amor a los que ama, a los que le aman. Pienso que ese es mi Dios, al que yo adoro, al que amo, al que necesito. El Dios que vuelve por mí. Que no se preocupa tanto de mis resultados, de darme una lección, de corregirme. Sino que vuelve sólo por mí. Porque me ama. Como a María Magdalena. Como a Pedro en el lago. Como a los dos discípulos de Emaús. Como a los once escondidos en el Cenáculo. Como a Tomás que no estaba la primera vez y vuelve a los ocho días. Jesús llega. Se muestra. Me imagino la alegría de Jesús de poder alegrar a los suyos. Su emoción, tan humana, tan de Dios, por poder calmar su corazón y su turbación. Pienso tantas veces en mi misión en la vida, en mi camino. Y Jesús en estos días me muestra el propio sentido de mi vida. Lo importante es la persona. Y ya está. Eso basta. El amor sin condiciones. Me gustaría pedirle que siguiera tocando con sus pies humanos mi camino. Y siguiera acariciando con sus manos a los heridos, a mí en mi herida. Que sus ojos siguieran calmando tantas almas agobiadas. Me encantan estos días de Pascua en que Jesús está vivo en la tierra. Es Él, siempre Él, el que va a buscar a los que ama. No son los apóstoles. Es Jesús siempre, el que llega donde están ellos. Y sencillamente, comparte su vida de nuevo. El pan. Los peces. El camino. Es el mismo Jesús. El mismo por el que lo dejaron todo. El mismo que perdonó al mundo desde la cruz. El mismo con el que cenaron la última noche. El mismo que les lavó los pies. No es otro desencarnado y lejano. Lo reconocen en sus gestos de amor. Les muestra sus heridas y ellos las tocan. Come con ellos su misma comida. Les da su aliento de vida para que puedan ellos dar la vida de Dios. Creo que los apóstoles no conocieron a Jesús de verdad hasta estos días de pascua. Jesús los amó a cada uno. Pedro conoció a Jesús en el lago cuando le preguntó si lo amaba. Tres veces. Tomás lo conoció cuando vino a su llamada y se dejó tocar. Habían vivido con Él cada día durante tres años. Habían visto milagros, curaciones. Habían soñado juntos y habían tocado su compasión y su misericordia. Pero al encontrarse con Él resucitado, conocieron de verdad su alma.
Me conmueve el encuentro de Jesús con los suyos cuando ellos estaban escondidos: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». Jesús entra en sus vidas estando las puertas cerradas. Entra traspasando las puertas cerradas. Sabe que tienen miedo. Entra en sus vidas. No llama, no espera. No aguarda a que ellos quieran estar con Él. Aparece de repente. Imagino la alegría y la sorpresa. El temor y el asombro de aquellos hombres. Estaban escondidos. Tendrían remordimientos por su cobardía. Habían huido. Habían dejado solo a Jesús. Pero Jesús no quería que ellos hubieran muerto con Él ese mismo día. Ya tendrían tiempo para dar la vida por Él. Lo que tenía que hacer ese día tenía que hacerlo solo. No hay reproches en su corazón. Jesús les trae la paz. Es como el encuentro del padre con el hijo pródigo. No recrimina nada. No les recuerda lo que no hicieron. Les da su paz. Simplemente les da la paz: «Les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros». Y les enseña las heridas de su pasión. Para que crean. Para que no duden. No para que aumente su odio contra los que lo hicieron. A veces nosotros, cuando mostramos a otro las heridas, aumenta el odio contra los que las causaron. Pensamos en nuestra herida y aumenta el dolor. El de la herida. El de la mano que la causó. ¡Cuántas veces al recordar un suceso doloroso en nuestro pasado revivimos el mismo dolor, la misma rabia, el mismo odio! Volvemos a sentir lo mismo, no importa que hayan pasado muchos años. El recuerdo sigue vivo en el alma al ser recordado. La herida se vuelve a abrir. Con ella vuelve el dolor. No acabamos de perdonar al que nos hirió. No acabamos de perdonarnos a nosotros mismos cuando la herida tiene que ver con nuestras debilidades y caídas. El corazón vuelve a sufrir como entonces. Jesús no quiere hoy que vuelva la rabia al corazón de los que le aman. No quiere que hablen con odio de los judíos que lo prendieron aquella noche. No quiere que mencionen el nombre de Judas si no es para perdonarlo. No quiere oír hablar de Caifás, ni de Pilatos, ni de Herodes. No quiere que recuerden con rabia en el corazón los latigazos de aquella noche. No quiere hablarles de la angustia que vivió en la cisterna durante muchas horas. Tampoco quiere hablar de Getsemaní, de su soledad, del sueño de aquellos a los que amaba. A veces hacemos eso con nuestras heridas. Volvemos a ellas. Hablamos de lo que pasó. Nos alteramos hablando mal de los causantes de nuestro dolor. Nos encendemos con odio contra los que actuaron con malicia. Pero no fue así hoy, en el cenáculo. Jesús no les enseña sus heridas para hablar mal de otros, para que el odio aumente. No. Quiere que tengan paz. Y es imposible tener paz cuando volvemos a recordar con rabia lo que ha ocurrido. ¡Están tan heridos! No pueden hablar del día anterior, no pueden mencionar lo que ha pasado, sin sentir odio, rabia, impotencia. Contra los causantes, contra ellos mismos. Jesús les muestras sus heridas al mismo tiempo que les da su paz. Sus heridas son causa de paz. ¿Cómo es eso posible? Que mis heridas lleguen a ser un día fuente de paz para mi vida, para la vida de los otros. Mis propias heridas fuente de vida. Mis heridas redimidas, salvadas. Mis heridas llenas de luz y esperanza. Me conmueve. ¡Qué lejos estoy yo de mirar así mis heridas! En cuanto las toco se abren y supuran. En cuanto pienso en ellas vuelven los mismos sentimientos de rabia y rencor. ¿Cómo se puede olvidar ese odio? Heridas redimidas. Heridas perdonadas. Me emociona pensar en esas heridas de Jesús. Leía el otro día: «El Dios misericordioso hace a los seres humanos entrar en sí mismos, en su corazón, en sus entrañas. Jesús se abre a los seres humanos en su vulnerable condición humana. Se deja herir para curar las heridas de todos ellos»[6]. Sus heridas me salvan. En sus heridas mis propias heridas son curadas. Escribía Benedetti: «Tengo que amarte amor, tengo que amarte, aunque esta herida duela como dos, aunque te busque y no te encuentre y aunque la noche pase y yo te tenga y no». Quiero aprender a amar a Dios, a los hombres, desde mi herida. Amar siendo amado. Amar sin rencor ni odio. Amar sosteniendo el dolor de mis heridas. Jesús lavó sus pies unos días antes de su muerte. Hoy, les enseña sus propias heridas y sana las heridas de su corazón. Decía el Papa Francisco: «El Señor nos lava y purifica de todo lo que se ha acumulado en nuestros pies por seguirlo. Y esto es sagrado. No permite que quede manchado. Así como las heridas de guerra Él las besa, la suciedad del trabajo Él la lava». En la última cena les lavó los pies manchados. En este día de Gloria les sana las heridas abiertas. Trae su paz, trae el perdón.
Pero Tomás, uno de los doce, no estaba aquel día con todos: «Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: - Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: - Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Hoy Tomás duda de Jesús. No lo conoce de verdad. Duda de su amor. Tiene celos, envidia, rabia. ¿Por qué se apareció justo cuando él no estaba? La respuesta era evidente. Jesús no le amaba tanto como amaba al resto. Tomás no creía en su misericordia. No creía en su amor de predilección. Duda y desafía a sus hermanos. Se aísla. Se siente tratado injustamente. Es ese yo que todos tenemos dentro. Ese yo que nos hace sentirnos heridos, menospreciados, atacados, despreciados, ofendidos. Nos damos tanta importancia. Nos creemos tan valiosos. Y entonces, cuando no nos respetan ni tratan como creemos merecer, nos sentimos heridos. ¡Qué grande era la herida de Tomás! Más grande que la herida en el costado de Jesús. Una herida de amor. Como la nuestra. Todos tenemos esa misma herida. Y todos, como Tomás, queremos que Jesús nos toque. Queremos que venga por nosotros, por amor a nosotros y nos toque, y calme el dolor. «Luego dijo a Tomás: - Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: - ¡Señor Mío y Dios Mío!». Hoy Tomás conoció el amor de Dios. Conoció su ternura y su perdón. Jesús volvió por él, sólo por él, porque conocía muy bien su herida. Su sentimiento de exclusión, de envidia, de comparación. Tomás no se había alegrado de que Jesús estuviera vivo. Es curioso, ¡cómo somos los hombres! Lo único que deseaban en su corazón era que Jesús estuviera vivo. Y cuando ocurre, Tomás no se alegra, porque sólo piensa que él no estaba. Y por ese motivo no cree. Pero el amor de Dios es infinito. Y Jesús vuelve ese octavo día sólo por él, que había dudado. No hay mayor amor que ese amor humilde y sencillo de Jesús. Vuelve sólo por amor a Tomás. Jesús hizo lo que Tomás le pidió. No le importó someterse a su absurda petición. Tomás necesitaba tocar su herida. Y Jesús se dejó tocar por amor. Tomás reconoció entonces a Jesús. Su herida, su pecado, su envidia, sus resentimientos, fueron el camino que Jesús recorrió para abrir su corazón, para sanar su alma. Sólo Dios ama así. Sólo Dios puede convertir mi duda en luz, mi pecado en puerta abierta de misericordia. Sólo Él puede hacerlo.
Pienso que puedo tener muchas vivencias religiosas en mi vida. Momentos sagrados de luz y de paz. Pero lo único que de verdad me cambia el corazón es la experiencia personal de mi encuentro con Jesús. Saber que me ama personalmente. Me busca a mí. Sale a mi encuentro y lo deja todo, sólo por mí. ¡Tenemos tantas heridas! Y son de falta de amor. Esa experiencia del amor personal, del amor con nombre, del amor sin condiciones, del amor de Dios que sale a buscarme. Ese amor que rompe muros, es lo único que puede sanar mi corazón. La señal del amor de Jesús hacia los suyos fue su humanidad, su cuerpo. Fueron sus gestos. Para demostrar que es Él no hace un milagro, sino que come con ellos, parte el pan en su misma mesa y les muestra sus heridas. Me conmueve ese amor tan humano, tan de Dios. Es su señal de amor más grande. Dios hecho hombre. Dios muerto por nosotros. No hay mayor poder, no hay mayor signo de su divinidad. El amor roto, el amor que caminó a nuestro lado, sigue vivo, sigue junto a nosotros. De esos encuentros de Pascua vivirían los apóstoles toda su vida. Porque se sintieron amados personalmente. Pienso que esa es mi misión en la vida. Amar como Jesús. Reflejar su amor. Amar uno a uno, cuerpo a cuerpo como dirá el Papa Francisco. Le pido a Jesús que me muestre sus heridas. Que me enseñe a dejar mis planes, mis prisas, por una sola persona. A recorrer caminos para acompañar sólo a uno. Que no me importen los números, los datos, los frutos. Que me ayude a volver una y mil veces sólo por uno. Tengo miedo. No sé bien qué será de mi vida en el futuro. Nunca lo sabemos. Ahora Jesús ya no está todo el día a nuestro lado como hizo con los discípulos. Pero sí está vivo en mi corazón. Ese es el milagro de la resurrección. En el pan, en el vino, en mi alma. Cristo vive en mí. Y sigue mirando, caminando, amando, curando, consolando, en mí. Quiero vivir estos días de Pascua cerca de Él. Pedirle que no se vaya. Que salga a mi encuentro cada día. Le muestro mis heridas. Creo que el amor es capaz de romper cualquier muro, me lo ha mostrado Jesús. Él puede entrar por las puertas cerradas. Llama a mi puerta, espera, entra. Creo en su amor por encima de mi pecado. Como dice una canción: «El que no mira mis faltas, sino mi fidelidad. El que hace roca en mi debilidad». Pasa por alto de mi traición, de mi negación, de mi eterna duda. Me llena de alegría saber que va a mi lado y nunca se separa de mí. Y que volverá siempre a buscarme. Porque yo no sé ir a Él. Igual que los apóstoles esos días. Jesús vuelve por mí, por mi amor herido. Me deja tocar sus heridas. Sus heridas en los hombres. Sus heridas en mi propio corazón. Quiero aprender a vivir con heridas. Sin lamentarme por ellas, sin quejarme noche y día. Caminar herido y no pensar en mí, sino en aquellos que van conmigo, a los que acompaño, también heridos. Le pido a Dios esa altura para mirar la vida. Hoy Jesús me deja ver sus heridas llenas de luz, de esperanza. Me deja tocarlas como a Tomás. Y yo me conmuevo al pensar en su amor. En ese amor que sana mis propias heridas. Quiero vivir en esa luz de la Pascua todos los días de mi vida. Vivir con la paz que hoy me da. Vivir sabiéndome amado por Él.