La crítica fácil al liberalismo parte de una mixtificación y mezcolanza de conceptos, así como de un enredo entre los diferentes planos discursivos que urge clarificar previamente para constatar cómo el Evangelio, la Buena Nueva, se inserta de un modo transversal en todas y cada una de las realizaciones humanas teóricas y prácticas. Y en este sentido, nada hay más equívoco que el uso distorsionado que se hace de la palabra libertad.
Ya Montesquieu advertía en el “Espíritu de la leyes” que “...no hay palabra que admita más variadas significaciones ni que haya producido más diversas impresiones en la mente humana que la de libertad.”. Stuart Mill, por su parte, arranca su Ensayo sobre la libertad afirmando que “El objeto de este ensayo no se refiere al libre albedrío, que se suele oponer impropiamente a la denominada doctrina de la necesidad filosófica, sino a la libertad social o civil, es decir, a la naturaleza y límites del poder que legítimamente puede ejercer la sociedad sobre el individuo...”
Abraham Lincoln afirmaba por su parte que “...todos nos pronunciamos por la libertad, pero cuando usamos la misma palabra no le damos idéntico significado... existen dos cosas no solamente diferentes sino incompatibles, que designamos con el término libertad”, y Hayek, finalmente, se ve obligado a delimitar su objeto de estudio en “Los fundamentos de la libertad” haciendo varias distinciones previas, entre las que destacan su delimitación de la libertad interior como distinta de la libertad civil de la que se ocupa en su estudio: “Otro significado diferente de libertad es el de “libertad interior o metafísica”... a cuya consecución se oponen las emociones temporales, la debilidad moral o la debilidad intelectual”. Y precisamente éste último es el significado evangélico de la palabra libertad.
“La Verdad os hará libres”. No es posible la verdadera libertad interior sin una referencia permanente a la Verdad de Dios, del hombre, del mundo y, en última instancia, de uno mismo. Si el sujeto individual no se reconoce como lo que es, si las sociedades y los pueblos no se reconocen como lo que son, la libertad es imposible. Ahora bien, esta libertad fundamental se complementa necesariamente con la libertad entendida en su sentido civil, es decir, como el estado de cosas en el que se imponen una serie de límites a la acción coactiva del poder.
Dicha limitación es imprescindible e ineludible en un orden social en el que se pretenda garantizar el ejercicio de la libertad fundamental, la libertad interior, que se expresa a través de lo que hoy se denomina “libertad de conciencia”. Y esos límites a la acción coactiva del poder, bien se ejerza desde instituciones como el Estado o bien se ejerza desde la propia sociedad sobre cada uno de sus miembros, comienzan inevitablemente por fijar y establecer unos derechos y libertades individuales que no pueden ser violados en ningún caso. A su vez, estos derechos y libertades, si pretenden de hecho ser “universales”, no pueden por menos que tener como referencia la dignidad intríseca de todo ser humano, que procede necesariamente de un reconocimiento de la verdad del hombre.
Hecha esta distinción, los principios en los que se funda el liberalismo político constituyen sin duda el marco más estable y digno para el desarrollo de las sociedades, al fijar entre otras cosas la igualdad ante la ley, procedente de la igualdad en dignidad de todos las personas, principio que debería generar un estado de cosas libre de arbitrariedades y violaciones de las libertades individuales, y que aparece subrayado en situaciones como las que hoy se viven en España, precisamente porque es vulnerado e incumplido por los poderes públicos.
El principio de soberanía nacional permite la no imposición de alguna forma de gobierno no deseada por los ciudadanos, si bien su desarrollo se ha visto subvertido y falsificado por la aparición progresiva de los partidos políticos como cuerpos intermedios que han secuestrado esa soberanía. Finalmente, el principio de separación de poderes permite el control de la acción de cada uno de ellos por los otros dos, mientras que cuando se vulnera ese principio, como ocurre hoy en España, se tiende a la totalización del poder en manos de los mismos degenerando la protección de los derechos y libertades fundamentales.
La confusión más generalizada se produce, pues, entre los que mezclan el liberalismo político con el libre albedrío, expresión muy difusa y cuestionada hoy en día sobre todo desde el ámbito de las neurociencias y las actuales corrientes de psicología congitiva, que procede de una teoría del conocimiento iniciada con Descartes y afirmada a partir de Locke y sobre todo, David Hume. La creencia en el libre albedrío como fuente de verdad se bate hoy en retroceso en todos los ámbitos, por lo que la crítica al mismo resulta obsoleta. Y se hace más necesario que nunca salir de la ignorancia y enfrentarse a la nueva amenaza que procede de esos ámbitos, pues aparecen como portadores de una verdad absoluta también, no del relativismo epistemológico y moral. Hoy en día hay entornos que siguen luchando con lo que no son sino fantasmas del pasado.
Como se comprueba también en otra confusión acrítica, la que tiende a mezclar e identificar liberalismo con capitalismo salvaje. Y aquí entramos en el ámbito de la praxis, que es donde la doctrina social de la Iglesia se ha pronunciado de modo contundente condenando precisamente las prácticas que provocan la explotación del hombre por el hombre, y que se refieren a comportamientos individuales, no a sistemas teóricos. El texto que quizás más a las claras lo pone de manifiesto se encuentra en la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis de Juan Pablo II:
“La Doctrina Social de la Iglesia no es, pues, una tercera vía entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana. Por lo tanto, no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la teología, y especialmente de la teología moral.
La enseñanza y difusión de esa doctrina forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Y como se trata de una doctrina que debe orientar la conducta de las personas, tiene como consecuencia el compromiso por la justicia según la función, vocación y circunstancias de cada uno.”
Deja bien claro Juan Pablo II que la Doctrina Social de la Iglesia en tanto que no es ideología y sí teología moral, implica a las personas individuales y debe orientar su conducta, profesen éstas el liberalismo, el socialismo, sean gobernantes, gobernados o sean de piel blanca, negra o amarilla. Deja bien claro también que la Doctrina Social de la Iglesia ni es una ideología ni siquiera una posible alternativa a las que hoy existen, sino que está más allá de ellas y más acá también, pues se dirige a orientar la conducta de las personas individualmente consideradas. Es mucho más sencillo que lo que el gazpacho conceptual de ciertos entornos pretende dar a entender: el cristiano debe conducirse de acuerdo a esa doctrina; si no lo hace, se excluye voluntariamente del cristianismo, pero en un caso o en otro, siempre según la función, vocación y circunstancias de cada uno, es decir, dentro de los sistemas, instituciones, marcos ideológicos y realidades sociales en las que vive.
La confusión intencionada o no entre lo que corresponde al terreno de la individualidad y la conciencia de cada uno y lo que pertenece al ámbito institucional, político, estructural e ideológico, es lo que hace que en ciertos ámbitos se confunda también la Doctrina Social de la Iglesia, y aún el mismo Evangelio, con una ideología, y que desde esos mismos ámbitos se condene inquisitorialmente a todos los que nos limitamos a vivir nuestra fe como cristianos en el mundo sin ser del mundo simplemente por no pasar por el aro de sus estructuras humanas, ideológicas y políticas particulares.