Espigando entre las cartas del autor de este legado he encontrado una que nos habla de su primera Semana Santa en el Seminario. El venía de un pueblo sencillo, en donde el párroco hacía los Oficios lo mejor que podía, con muy buena voluntad, pero pobres en cuanto a solemnidad. Tampoco es de extrañar, ya que el auge adquirido por la Liturgia en nuestros días es debido a la influencia positiva del Concilio Vaticano II y la mejor formación del clero y de los fieles. Y el entonces seminarista, con profunda admiración nos cuenta lo siguiente:
He vivido mi primera Semana Santa en comunidad, en el Seminario. ¡Qué distinto a lo que yo estaba acostumbrado en mi pueblo! El pobre párroco lo hacía lo mejor que sabía, pero ¡qué diferencia! Todos con nuestros ornamentos litúrgicos, cantando un bellísimo gregoriano, celebrantes desempeñando su oficio santo con mucha unción, adornos, luces, fervor… Realmente sentía la presencia de Dios como nunca. Ha sido la mejor Semana Santa que había vivido hasta ahora. Se palpaba la presencia de Dios en la Palabra, en la oración, y sobre todo en la Eucaristía. Y pensé: así me gustaría a mí celebrar la Semana Santa cuando sea sacerdote.
Este párrafo de la carta me ha traído a mí memoria algo muy parecido. Recuerdo como si fuera hoy mi primera Semana Santa de seminarista. Exactamente como la describe nuestro amigo. Comprendo que éramos muchos para poder preparar las cosas a conciencia. La mayoría formábamos el coro que habría de cantar, y que nos salía bastante bien. Nunca había yo estado tan cerca del Señor en los días de su Pasión, Muerte y Resurrección. La Pascua en una comunidad orante se vive mejor. También solíamos ir a la Catedral para ayudar en las ceremonias. Era grandioso, deslumbrante para los que veníamos de pueblos sencillos. Y pensé que debería ser siempre así, aun en con la pobreza de medios. Lo que importa son los corazones, el amor a Dios y al prójimo.
La Semana Santa es la semana de la Cruz por excelencia. Salta a primer plano el sacrifico de Cristo, y cuando uno se pone delante de El en serio, las cosas cambian. Traigo aquí una de las muchas reflexiones del Papa emérito Benedicto XVI: Cuando tocamos la Cruz, más aún, cuando la levamos, tocamos el misterio de Dios, el misterio de Jesucristo: el misterio de que Dios ha amado tanto al mundo, a nosotros, que entregó a su Hijo único por nosotros. Toquemos el misterio maravilloso del amor de Dios, la única verdad realmente redentora. Pero hagamos nuestra también la ley fundamental, la norma constitutiva de nuestra vida, es decir, el hecho que sin el “sí” a la Cruz, sin caminar día tras día en comunión con Cristo, no se puede lograr la vida. Cuanto más renunciamos a algo por amor de la gran verdad y el gran amor –por amor de la verdad y el amor de Dios-, tanto más grande y rica se hace la vida. Quien quiere guardar su vida para sí mismo, la pierde. Quien da su vida.-cotidianamente, en los pequeños gestos que forman parte de la gran decisión-, la encuentra. Esta es la verdad exigente…
Y esto que nos dice Benedicto XVI, que es la verdad de siempre, se comprende perfectamente cuando uno da un paso adelante y dice: -Señor, aquí estoy porque me has llamado. Ante la Cruz no podemos quedarnos indiferentes. No podemos regatear a Cristo un SI cuando El lo ha dado todo. Estamos en momentos cruciales de la historia. Y a los cristianos, y muy especialmente a los sacerdotes, se nos pide mucha sinceridad y autenticidad en lo que decimos y hacemos. Y cuando se da esta realidad siempre hay corazones que se emocionan y dicen: -¡esto es lo mío!
El día del Seminario vino a mi parroquia un seminarista para dar su testimonio. Se trata de un hombre adulto de 39 años que, dejando su profesión de abogado y sus proyectos en el mundo de la judicatura, ha ingresado en el Seminario porque quiere ser sacerdote. Se le veía feliz, sin tener ningún inconveniente en convivir con jóvenes a los que doblaba la edad. Son personas que se han encontrado con Cristo en la mitad de su vida y le han dicho que puede contar con ellos. Así se vive la Semana Santa, siendo cirineos y siguiendo a Cristo de cerca. El autor de la carta que comentamos así lo vivió, y para el aquella Semana Santa fue la mejor de su vida, la primera que vivía con toda el alma.