-Querido amigo, no es literatura hablar del cuerpo de Cristo. De hecho, que solo fuese literatura es lo que quisieran todos los herejes y todos los filósofos, desde Arrio a Mahoma, y desde Plotino a Hegel. Sin embargo, el cuerpo físico de Cristo estuvo colgado del madero, desfigurado de tal forma que no parecía humano, según la visión de Isaías, y según el horror que experimentaban todos al pie del Gólgota. El cuerpo de Cristo sufrió todo lo que está escrito y todo lo que no está escrito. Porque el cuerpo de Cristo es también la Iglesia, literalmente, verdaderamente. Un cuerpo alimentado con la sangre de Cristo, con la propia carne de Cristo, todos los días hasta el fin del mundo, gracias a la Eucaristía. Usted y yo y aquel y el camarero y todos los cristianos compartimos la misma sangre y no somos solo hermanos, sino hijos, y no solo hijos, sino miembros de un solo cuerpo.

Usted no puede entenderlo porque está a este lado del espejo y yo estoy en los dos a la vez y puedo ver lo que usted no ve: el velo es muy tenue, pero suficiente. Un grado menos y sería transparente y entonces usted lo vería a Él detrás de cada acontecimiento y usted moriría de ternura.

-Esto ya lo he leído –le digo al monje.

-Usted puede haberlo leído y ha leído la verdad, pero no lo ha visto y, por lo tanto, no llega a creerlo.

-Sí lo creo.

-Creer de verdad es vivir aquello que se cree. Experimentarlo.

-¿Vive usted su fe? Me dirá que sí. Y yo le diré que no. Todavía hay demasiado Paco falso en usted, como había demasiado Agustín falso en mí. Pablo solo fue Pablo cuando, por fin, se dio cuenta de que era Cristo quien vivía en él. Podríamos decir que en ese preciso instante nació San Pablo: la santidad es que la entrega a Él sea efectiva, real, vivida.

-¿No es cuestión de orgullo, entonces?

-No, eso es una máscara. Un chiste malo. Es más tranquilizador –y diabólico- decir que somos soberbios que admitir que no somos nada sin Él. Por lo menos, tendrá usted el consuelo de decir que es usted el soberbio, y ese “usted”, aunque sea calificado con un pecado terrible, le mantendrá en pie. No: usted no es nada. Admítalo. ¿No puede? Nadie puede, pero es la verdad. Recuerde a Pablo: “En Él somos, nos movemos y existimos”.  Convertimos nuestro yo en un carnaval piadoso de nuestros propios lamentos, como se convierte la Pasión de Cristo en un carnaval piadoso en las procesiones y se mata el dolor insoportable de la muerte del Amigo. Porque quien muere es Su Amigo. Póngalo, sí, con mayúsculas porque Jesús es su mejor amigo. Y Jesús es Dios. Dios es su mejor amigo. “Mi Padre os ama” dice el Hijo en San Juan. “Quien me ha visto a Mí, ha visto al Padre”.

-¿También en la Cruz? –pregunto horrorizado.

-Pues claro, querido amigo. ¿Quién cree usted que pende torturado del madero? La Segunda Persona de la Trinidad: un solo Dios verdadero y tres Personas distintas. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Zeus o Apolo o Alá no son “crucificables”, ¡qué escándalo! Por eso son falsos dioses. La Cruz oculta la humanidad y nos ofrece la más clara visión de la Divinidad: el Dios cuya paciencia es tan infinita como su Amor. Usted sabe que está escrito: “La paciencia de Dios es nuestra salvación”. Bien, como casi todo en el Viejo y en el Nuevo Testamento tiene una lectura verdadera y auténticamente literal. La paciencia de Dios… ¿Usted no cree a Cristo cuando le dice a Pedro que, si quiere, a una señal Suya, doce legiones de ángeles Le defenderían? Imagine el espacio exterior y los ejércitos celestiales dispuestos a fulminar a la humanidad a la primera orden de Cristo-Dios. ¿Qué poder tenía Pilato sobre Él si no se le hubiera dado de lo alto? Usted ha escrito que los humanos somos como hormigas: muy bien, no sabe hasta qué punto. ¿Qué poder podrían tener Pilato, el César o el presidente de los Estados Unidos sobre Cristo si no se les diese de lo alto?

-Es ridículo, sí.

-No sabe usted, tampoco, cuánto. Diabólicamente ridículo. Por tanto, cómicamente ridículo. Ríase del diablo, lo cual, por cierto, es lo que más puede molestar a ese soberbio inteligente y miserable. Miserable porque se empeña en convencernos de que nos guardemos la vida, que nos la garanticemos, que la conservemos. ¿La muerte? Oh, la aleja de nosotros gracias a la “salud pública” que inventaron sus secuaces de la Revolución Francesa: enfermos y muertos lejos de la vista de los humanos, mortales también. Que no piensen en lo único que puede hacerles libres: la verdad, o sea, la muerte, la certeza indudable. Bien, esta sociedad diabólica quiere solo una cosa: que no entreguemos la vida. Y quien no entrega su vida, no se entregará en la muerte. Pataleará, temerá, desesperará, huirá en vano y se rendirá finalmente en una mueca macabra y cobarde. Las misioneras asesinadas en Yemen ya habían entregado su vida muchos años antes. Se la habían entregado a Dios, a Cristo, al hombre Cristo, a quien cuidamos en los enfermos, en los pobres, en los abandonados, en los emigrantes, en los presos. La vida de las misioneras ya no era suya. Por tanto, los terroristas no les han quitado nada: ya lo habían dado.

-Entregar la vida…

-Sí, amigo mío, es lo que le falta a usted. Todavía tiene demasiado miedo a la muerte, a pesar de sus bravatas, tan típicas de la mayoría de los españoles, que se enfrentan a la muerte por no hacer el ridículo. Lo cual está muy bien, pero es poco cristiano. Por eso, cuando un español se entrega a Cristo vale por muchos centenares de tipos de otros países. Y por eso el demonio se ceba con nosotros. Sí, ya sé que usted ha escrito sobre esto, pero se lo quiero recordar porque tiene usted la manía de escribir, o predicar, y no dar ejemplo.

-Tiene razón.

-Más de lo que cree. Usted, y tantos, huyen de la cruz. El cuerpo de Cristo, la Iglesia, sigue en la Pasión. Siguen los insultos, las burlas, las torturas, los golpes, los crímenes, la condena a la soledad.

-¿La soledad?

-La soledad no fue el menor de los padecimientos de Cristo, y no será el menor de cada cristiano. Usted se llama “cristiano” y si quiere hacer honor a ese nombre tendrá que ser crucificado, posiblemente sin pena ni gloria, y en soledad. Una soledad terrible la de Cristo: ni sus discípulos, ni sus amigos, ni sus admiradores, ni aquellos que se beneficiaron de sus milagros. Nadie a su lado. Ni su Santa Madre, que no estaba al pie de la Cruz, porque solo había sitio en la cima para los soldados, sino más lejos, en la base del montículo. Una lejanía que aumentaba hasta el paroxismo el dolor lacerante de ambos.

-¿Usted lo sabe?

-Yo lo sé porque Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. Y esto es literalmente verdad en su cuerpo que es la Iglesia Católica. Es un Misterio. Y ante el Misterio, calle, caiga de rodillas y adore.

-La Pasión, en verdad, deja sin habla.

-La Pasión no deja hablar. Es el silencio. Es el silencio de Dios. Es el clamoroso silencio de un Dios que solo está escondido para aquellos que lo buscan solo con la cabeza y no con el corazón.

El monje se alejó del jardín que circundaba el monasterio y desapareció tras unos pinos. No me atreví a seguirle porque no quería saber si había desaparecido. El monje vino a prepararme para la Semana Santa. Y yo se lo cuento a ustedes. Eso es todo.