Todos los días saltan en los medios personajes públicos que son vilipendiados por la incoherencia entre lo que predican y lo que viven. No hablo solo de los políticos, que parecen hoy como los muñecos de feria que todo el mundo se considera con derecho a apalear, sino de líderes sociales o religiosos, a los que parece obvio exigir un alto estándar de vida, precisamente por lo que significan.
Bien mirado este planteamiento debería servir para todo el mundo. Aquello de "estos son mis principios, si no le gustan puedo cambiarlos", que decía Groucho Marx, nos suele resultar desdeñable en los demás, pero -como en tantos otros temas- también conviene que hagamos examen de conciencia sobre lo que significan para nosotros mismos. ¿Podemos afirmar, con rotundidad, que somos coherentes con nuestros valores? ¿al menos, que intentamos serlo, que luchamos por serlo? Como muchos de mis contemporáneos, leí siendo joven el diario de Ana Frank, esa muchacha judía que es símbolo, ayer y hoy, de la tragedia de todo un pueblo. Era una adolescente que nos dejó el legado de sus inquietudes y aspiraciones, los mismos de tantos millones de personas en esa edad de su vida, pero teñidos con una fuerza interior enraizada en el sufrimiento de la persecución. En uno de sus apuntes indica: "Honestamente, yo no puedo imaginar como alguien puede decir: "soy débil" y permanecer así. Después de todo, si lo sabes, ¿por qué no luchar contra ello, por qué no intentar entrenar a tu carácter? La respuesta será: "Porque es mucho más fácil no hacerlo" Esta respuesta me descorazona. ¿Fácil? ¿Eso significa que una vida perezosa y mediocre es una vida fácil? No, eso no puede ser verdad, no debe ser verdad, que la gente puede ser tan fácilmente tentada por la flojera o por el dinero" (Diario de Ana Frank, 1944).
Ser coherente con nuestros planteamientos éticos es complicado, sin duda, pero es imprescindible para construir una integridad moral que soporte nuestra vida. "O vives como piensas o acabarás pensando como vives", conocido adagio que refleja una realidad cotidiana: es mucho más fácil justificarnos a nosotros mismos, indultarnos con una falsa comprensión, que no es otra cosa que una excusa de nuestra mediocridad. Es más fácil seguir el camino de todos, y no estoy hablando de grandes "delitos", sino de pequeñas concesiones de lo que en otro momento de nuestra vida -más idealista- habíamos estimado como incuestionable: desde ser deshonesto en las compras o los arreglos domésticos ("con factura o sin factura"), hasta mentiras para quedar bien, llegar tarde a clase o no preparársela adecuadamente, bajar libros o películas que no hemos comprado, o usar para fines personales materiales de la empresa. Mantener la convicción cuesta por sí mismo, y supone tantas veces enfrentarse al ambiente establecido, al despertar la conciencia de quienes prefieren mirar a otro lado. Solo las propias raíces, o la mirada amable de Dios si uno tiene la suerte de ser creyente, garantizan que esa integridad moral no acabe naufragando, tanto cuando uno es joven e idealista, como cuando uno es adulto y pragmático.
Bien mirado este planteamiento debería servir para todo el mundo. Aquello de "estos son mis principios, si no le gustan puedo cambiarlos", que decía Groucho Marx, nos suele resultar desdeñable en los demás, pero -como en tantos otros temas- también conviene que hagamos examen de conciencia sobre lo que significan para nosotros mismos. ¿Podemos afirmar, con rotundidad, que somos coherentes con nuestros valores? ¿al menos, que intentamos serlo, que luchamos por serlo? Como muchos de mis contemporáneos, leí siendo joven el diario de Ana Frank, esa muchacha judía que es símbolo, ayer y hoy, de la tragedia de todo un pueblo. Era una adolescente que nos dejó el legado de sus inquietudes y aspiraciones, los mismos de tantos millones de personas en esa edad de su vida, pero teñidos con una fuerza interior enraizada en el sufrimiento de la persecución. En uno de sus apuntes indica: "Honestamente, yo no puedo imaginar como alguien puede decir: "soy débil" y permanecer así. Después de todo, si lo sabes, ¿por qué no luchar contra ello, por qué no intentar entrenar a tu carácter? La respuesta será: "Porque es mucho más fácil no hacerlo" Esta respuesta me descorazona. ¿Fácil? ¿Eso significa que una vida perezosa y mediocre es una vida fácil? No, eso no puede ser verdad, no debe ser verdad, que la gente puede ser tan fácilmente tentada por la flojera o por el dinero" (Diario de Ana Frank, 1944).
Ser coherente con nuestros planteamientos éticos es complicado, sin duda, pero es imprescindible para construir una integridad moral que soporte nuestra vida. "O vives como piensas o acabarás pensando como vives", conocido adagio que refleja una realidad cotidiana: es mucho más fácil justificarnos a nosotros mismos, indultarnos con una falsa comprensión, que no es otra cosa que una excusa de nuestra mediocridad. Es más fácil seguir el camino de todos, y no estoy hablando de grandes "delitos", sino de pequeñas concesiones de lo que en otro momento de nuestra vida -más idealista- habíamos estimado como incuestionable: desde ser deshonesto en las compras o los arreglos domésticos ("con factura o sin factura"), hasta mentiras para quedar bien, llegar tarde a clase o no preparársela adecuadamente, bajar libros o películas que no hemos comprado, o usar para fines personales materiales de la empresa. Mantener la convicción cuesta por sí mismo, y supone tantas veces enfrentarse al ambiente establecido, al despertar la conciencia de quienes prefieren mirar a otro lado. Solo las propias raíces, o la mirada amable de Dios si uno tiene la suerte de ser creyente, garantizan que esa integridad moral no acabe naufragando, tanto cuando uno es joven e idealista, como cuando uno es adulto y pragmático.