Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres. Porque el que va libremente hacia Jerusalén es el mismo que por nosotros, los hombres, bajó del cielo, para levantar consigo a los que yacíamos en lo más profundo y colocarnos, como dice la Escritura, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido (cf Ef 1,21). Y viene, no como quien busca su gloria por medio de la fastuosidad y de la pompa. No porfiará, dice, no gritará, no voceará por las calles, sino que será manso y humilde, y se presentará sin espectacularidad alguna.
Aleluya, pues, corramos a una con quien se apresura a su pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso, ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos, con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros.
Alegrémonos, pues, porque se nos ha presentado mansamente el que es manso y que asciende sobre el ocaso de nuestra ínfima vileza, para venir hasta nosotros y convivir con nosotros, de modo que pueda, por su parte, llevarnos hasta la familiaridad con él. (San Andrés de Creta. Homilía para el Domingo de Ramos)
Detrás de nuestras celebraciones tradicionales, bendición de olivos y palmas, inicio de las procesiones, hay un aspecto que solemos olvidar: el seguimiento de Cristo. Seguir a Cristo no es sencillo. Puede ser que empecemos formando parte de la muchedumbre que se agolpaba para verlo entrar en Jerusalén montado en un burro blanco. Podemos ser de los curiosos que lo vitoreaban sin saber realmente qué estaban haciendo. Pero tras un tiempo podemos vernos perseguidos y dispersados por los poderes terrenales, tal como sucedió en el Monte de los Olivos en Jueves Santo. Entonces las dudas que teníamos dentro se adueñaran de nosotros. Podemos escondernos o incluso negar a Cristo, como hizo San Pedro. Si nuestro valor es realmente fuerte, a lo mejor acompañamos a San Juan y a la Virgen, hasta los pies de la Cruz. Allí sentiremos que nos invade la desesperanza y nos aplastará el peso de los pecados del mundo. Tras la muerte de Cristo, desapareceremos queriendo olvidar todo lo que ha acontecido. Entre tanta desesperación y oscuridad, difícilmente escucharemos las voces de las mujeres que vienen a anunciar que el cuerpo de Cristo no está. Seguramente hayamos puesto nuestra desesperanza a los pies del mundo.
La Semana Santa no sólo habla de Cristo, habla de nosotros y del camino que Cristo ha trazado. Tendremos que esperar al final, cuando la desesperación parezca adueñarse de nosotros, para darnos cuenta que La Luz vence a la Cruz y a la misma muerte.