Lucas 19, 28-40; Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22, 14-23, 56

«La masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto»

«Entregar amor y recibir odio. Entregar paz y recibir guerra. Entregar la vida sirviendo y recibir la muerte. ¿Puede ser que alguien sea capaz de servir sólo por amor, sin esperar nada a cambio?»

El odio nos capacita para el mal. El amor nos hace más capaces para el bien. Cuando recibimos odio es muy difícil responder con amor. Sé que es posible para Dios porque Él lo puede todo. Pero es cierto que cuando recibimos amor es más fácil dar amor como respuesta. Cuando amamos es posible amar más cada vez, el corazón se ensancha, se hace más grande, tiene más cabida. Cuando odiamos el odio endurece el alma. Imposibilita para ver el bien en los demás. El odio hace mucho daño. Al que lo siente. Al que lo recibe. El odio es devastador. Nos saca de nuestra verdad. Nos hace peores de lo que somos. El otro día leía: «Hay una cierta satisfacción que procede del odio. Odias, odias, odias y piensas que te sientes mejor por odiar. Pero es una mentira. El odio destruye. Pero no el objeto de tu odio. Te destruye a ti mismo. El odio es una decisión personal»[1]. Cuando odiamos nos destruimos a nosotros mismos. No destruimos lo que odiamos. Ese sentimiento debería estar lejos del corazón. Pero no es tan sencillo. Hace unos días cuatro Misioneras de la Caridad fueron masacradas en Yemen junto con otras doce personas, entre colaboradores, ancianos y discapacitados atendidos en la «Mother Theresa’s Home». Me sorprende ver tanto odio. Mataban sólo a los cristianos o a los que los protegían. Estas misioneras no hacían nada especial, hacían lo de siempre. Servían con amor a los que nadie quería servir. Se entregaban por amor a los más abandonados. No esperaban nada a cambio. No querían dinero. No buscaban fama ni agradecimiento. Cada mañana, al comenzar su jornada, rezaban una oración sencilla: «Señor, enséñame a ser generosa. Enséñame a servirte como lo mereces; a dar y no calcular el costo; a luchar y no prestar atención a las heridas; a esforzarme y no buscar descanso; a trabajar y no pedir recompensa. A saber que hago tu voluntad». Me impresionan estas palabras pronunciadas justo antes de una muerte tan injusta. Rezaban para saber entregar su vida sirviendo. Querían vivir amando. Servir en el anonimato. Y en medio de su servicio se convirtieron en mártires por amor a Cristo. Serán recordadas por su amor sencillo. ¿Cuál es la raíz del odio que es capaz de provocar esta matanza sin sentido? Siempre me conmueve ver tanto odio. El Papa Francisco lo definía como un odio diabólico. Tanto odio, tanto mal, sólo lo puede provocar el demonio en el alma. A veces pienso que el mal se puede introducir en el corazón y llevarme a hacer lo que no deseo. ¿Cómo puedo llegar en ocasiones a sentir ira? ¿Cómo puede mi rabia nublar mi mirada hacia una persona? Es algo diabólico. A distinta escala a veces puedo sentirlo. Un sentimiento que me aleja de los hombres. Incluso puedo llegar a odiar al que amo. Me toca ser testigo tantas veces. Personas que se amaban y ahora se odian. Lo compartieron todo y ahora no pueden estar juntos un momento. El otro día leí sobre el origen de la llamada «mala sangre». Comienza con esos pensamientos negativos que tenemos en el corazón. Dicen los especialistas que la serotonina es la hormona que trae la paz y la felicidad. Está unida a algunas actitudes que comienzan con S: Serenidad, sencillez, silencio, sensibilidad, sonrisa. Y provoca actitudes con A: acogida, abrazo, acercamiento, amor, amistad. Las conductas que comienzan con R: resentimientos, rencor, rabia, reproche, rechazo, generan la hormona del stress, llamada cortisol. Cuando abunda, se despiertan actitudes que comienzan con D: depresión, desolación, desánimo, desaliento, dejadez, desesperación. Cuando nos llenamos de ira, de desesperanza, de tristeza por las circunstancias de la vida, escasea la serotonina. Decía Tagore: «Si tiene remedio, ¿de qué te quejas? Si no lo tiene, ¿de qué te quejas?». Hay que dejar de lado las críticas y pensamientos negativos. Nos llevan a la ira, al odio. Es importante quedarnos con lo positivo en todo lo que nos pasa. ¿Qué actitudes abundan más en mi vida? Es una buena pregunta. Cuando me preguntan de primeras pienso que no odio a nadie. Pero luego durante el día puedo llegar a tener actitudes muy cercanas al odio. Rabia, desprecio, manías. Todas ellas son expresión de una falta de amor y misericordia. Ese odio que me enfrenta a los hombres. Ese odio que me aísla y endurece. Me da miedo endurecerme y volverme rígido. Incapaz de ver lo bueno de la vida, de las cosas, de las personas. Siempre todo puede estar mucho mejor. Siempre puede llegar a estar mucho peor. ¿Por qué me quedo a veces en lo malo y no veo lo bueno en mi vida?

Vuelve mi corazón a pensar en la muerte de estas misioneras y se entristece. Ellas servían por amor y encontraron la muerte. Servían a cualquiera sin importar su religión. Daban amor y recibieron odio por respuesta. ¿Cómo se puede entender esa contradicción? Entregar amor y recibir odio. Entregar paz y recibir guerra. Entregar la vida sirviendo y recibir la muerte. ¿Puede ser que alguien sea capaz de servir sólo por amor, sin esperar nada a cambio? Sí. Hay personas que están dispuestas a ayudar a los más necesitados sin recibir dinero a cambio. Sólo por amor a Dios. La caridad es un don en el alma. Tal vez nuestra intención no sea totalmente pura, porque siempre, cuando amamos, recibimos algo a cambio. El amor de los niños o ancianos a los que cuidamos. El amor de aquel al que ayudamos sin exigirle nada. Seguro que un poco de esperanza se nos pega en el alma cuando sembramos esperanza. Puede que el amor se nos quede prendido en las manos cuando amamos. Y aunque no recibamos nada, no importa, nos sentimos bien, realizados, plenos. El otro día leía: «Siento que mi vida se hace más rica cuando doy, se hace más sana cuando me dedico al enfermo, y cubro mi propia desnudez cuando visto al desnudo. Nuestro obrar tiene siempre una repercusión en nosotros mismos. Las obras de misericordia también nos hacen bien»[2]. Hemos nacido para el amor, para amar y ser amados. Y amando nos sentimos en la senda correcta. Amamos y recibimos algo que nos llena el corazón. Hay más alegría en dar que en recibir. Eso lo sé. Pero amar y recibir la muerte a cambio parece absurdo, un sinsentido. ¿Lo puede querer Dios? ¿No desea Dios mi vida, que siga amando y sirviendo? El otro día leía algo sobre la voluntad de Dios: «El alma sencilla que ofrece cada mañana todas sus oraciones, sus obras, sus alegrías y sufrimientos del día y actúa aceptando cualquier situación diaria como enviada por Dios sin cuestionársela y respondiendo amorosamente a ella, ha entendido con una fe casi de niño la profunda verdad acerca de la voluntad divina. Predecir cuál será la voluntad de Dios, argumentar cómo debería ser, es al mismo tiempo una estupidez humana y la más sutil de las tentaciones. La verdad pura y simple es que su voluntad consiste en lo que Él desea enviarnos a través de las circunstancias, los lugares, las personas y los problemas diarios»[3]. Me enorgullece recordar a estas monjas que hacían la voluntad de Dios. Su vida era sencilla sirviendo. Su muerte permanece oculta. Hacían de su servicio la voluntad de Dios. Entendían que en su entrega se encontraba la santidad. Hacer lo que Dios me pide es el camino. Ellas no pretendían vivir haciendo algo heroico digno de ser recordado. Murieron cuando servían. Porque vivieron haciendo algo muy normal. Servían ocultas dándole valor a los pequeños gestos de cada día. Porque ahí se hacía realidad la voluntad de Dios en sus vidas. Y al morir, de golpe, se hicieron visibles para los hombres. Dejaron de ser rostros anónimos, para ser rostros conocidos. Es verdad que los medios de comunicación las han ignorado tanto ahora que han muerto, como antes cuando servían. No importa. No era el sentido de su entrega ser conocidas. Ese silencio forma parte de su mismo estilo de vida, de su servicio. Siempre quisieron ser anónimas, también en la muerte. Sólo eran unas monjas que vivían la vida de Jesús en su carne. Amaron como Él. Murieron como Él. Amaron a Jesús en los pobres. Hicieron su voluntad sin hacer nada fuera de lo común. Tal vez no es noticia ese amor como tampoco lo fue la muerte de Jesús en la cruz. Tampoco fue relevante en el Calvario. Uno más de los muchos crucificados. Como estas monjas son unas más de tantos muertos por la barbarie, víctimas del odio. Podían no haber muerto. Podían haber seguido viviendo. Bastaba en realidad con no haber sido cristianas en ese momento. Pero ellas eran cristianas. Me duele el corazón al pensar en su entrega y me alegra pensar en su ofrenda. Pensar en su amor que da vida. Yo quiero vivir así. Yo quisiera morir así. Entregando la vida. Sin esperar nada a cambio de mi ofrenda. Ellas murieron en silencio, siendo misericordiosas. Y yo a veces hago tanto ruido cuando pretendo ser misericordioso. Ellas murieron sin grandes gestos, sin grandes declaraciones. Yo no soy capaz de vivir mi amor oculto. Ese servicio silencioso es como el de María. Me conmueve. Un silencio blanco y azul. Lleno de miradas y gestos silenciosos. Un silencio que muerde la vida. Un silencio que abraza y consuela. Un silencio sagrado lleno de Dios.

Los ramos visten de luz el camino este domingo. De luz y de alegría. Jesús entra montado en un pollino: «Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos. Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos. La masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo: - ¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto». Me cuesta entender esta escena. Jesús acaba de hacer algunos milagros. Se acerca a Jerusalén. Quiere entrar subido en un pollino. La gente lo ve y le aclama con ramos y con sus mantos. La Semana Santa empieza siempre con esta entrada festiva. Todos nos alegramos con los ramos en las manos. Esta fue su última Pascua. Fue la última vez y quiso entrar de una forma diferente. La gente se alegra hoy al ver a Jesús, su rey, montado en un pollino. Se cumple lo que decía Zacarías 9,9: «Regocíjate hija de Sion. He aquí, tu rey viene a ti, justo y dotado de salvación, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de asna». La profecía se hace realidad en su carne. Con su entrada triunfal parece que viene a devolver la libertad a un pueblo cautivo. Como si se tratara de un nuevo emperador que llegara con sus tropas a conquistar la nueva tierra vencida. Me impresiona este momento de fiesta al comienzo de su muerte. Este instante de alegría desbordante, de pasión ante la vida de un hombre que está a punto de morir. ¿Qué habría en el corazón de Jesús ese mismo día? ¿Qué sentimientos? ¿Qué miedos? Me gustaría asomarme a su alma a las puertas de Jerusalén. Caminar a su lado, colocando mi manto a sus pies. Me gustaría escuchar sus silencios y notar el latido de su corazón expectante. ¿Cuál era el querer de Dios ese día en que tantos lo aclamaban? ¿Qué pensarían sus discípulos felices de verlo caminar aclamado por las masas y cumpliendo las Escrituras? Tal vez en ese momento estarían vencidos sus miedos. Se animarían al pensar que todos lo seguían, lo querían y nadie se atrevería a hacerle daño. ¿Por qué había que temer? Jesús iba a imponer su reino de verdad y justicia, de libertad y de amor. Nadie podría detener sus pasos. Era tanta la alegría que los miedos quedaban ocultos.

Jesús hoy se deja hacer: «Le ayudaron a montar». Lo montan en un pollino. Jesús es llevado hoy de la misma forma como luego será llevado a la cruz. En el éxito y en el fracaso. En la vida y en la muerte. En la luz y en la oscuridad. Miro el corazón de Jesús este día. ¿Qué sentiría al comenzar esta Semana Santa? Llega a Jerusalén. Ha sido un largo camino. Un camino lleno de incertidumbres. Entra. ¡Cuántos recuerdos se agolparían en su mente al recorrer en el pollino las calles de Jerusalén! Lo guían. Él no marca el camino. Como cuando iba al templo llevado por sus padres. Lo mismo que después cuando atraviese la ciudad rumbo al Calvario. No decide ahora Él. Se deja llevar. Pienso en cuánto me cuesta a mí que otros decidan por mí, que marquen mi camino, que me lleven donde no he decidido ir. Es fuerte el orgullo. Jesús se humilla de nuevo subido en un pollino y guiado por esas calles de Jerusalén. Me impresiona la humildad de Jesús. Jesús atraviesa la puerta de su ciudad. Se llama puerta dorada. No es precisamente la puerta de la misericordia. Pero pienso que al pasar hoy por ella, al obedecer y dejarse llevar, al ser dócil a su destino, está entrando hondo en la puerta del corazón de su Padre, que lo abraza y lo sostiene. Se deja hacer, y Dios, su Padre, hace. Cava hondo. Lo abraza. Lo cuida. Lo moldea. ¡Cuánto nos duele obedecer y dejar que nos lleven donde no queremos ir! Jesús llevado en un pollino. Jesús llevado con la cruz en el Calvario. En la humildad de su obediencia me siento muy cerca de Jesús. Tal vez su fracaso humano me recuerda que yo también estoy hecho de barro y caigo. Su fracaso me acerca a Él y a todos los momentos de desaliento de mi vida, a todos mis proyectos frustrados. Cuando no sale todo como yo quería y sólo me queda obedecer. Cuando no decido yo. Cuando no soy yo el que lleva las riendas de mi vida. Jesús se deja llevar en ese fracaso que Él no había deseado. Ha entregado la vida. Ha servido con amor a todos. Se ha entregado hasta el final. Pero no le han comprendido ni han tomado sus palabras en sus vidas. No han acogido tanto amor. No han comprendido que su vida era una ofrenda de amor del Padre. Lo han rechazado porque su vida era molesta. La vida del justo incomoda al injusto. La vida del que ama incomoda al que odia. Su fracaso es el fracaso del amor rechazado. Se deja guiar. Ahora se deja conducir donde no quiere ir. Lo aclaman y alaban pero Jesús ve más allá, ve más hondo. Sabe lo que está ocurriendo. Tiene la certeza de su fracaso. Pienso en lo que a mí me costaría sentir que todo aquello a lo que he dedicado mi vida no da el fruto que yo esperaba. Cuando no me acogen. Es verdad que el fruto de una entrega se mide en el eco silencioso que ha tenido en el corazón de personas, y no en números. Y es verdad que su amor había quedado impreso a fuego en muchos corazones. Había intentado sanar a muchos. ¡Cuántas veces habría orado por los suyos, a los que amaba! ¡Cuántas personas habría curado con sus manos, con sus palabras! Quedan muchas personas a las que curar, muchos a los que salvar. Hay muchas heridas todavía que consolar y aliviar. ¿Por qué se deja llevar ahora? ¿Por qué no toma su vida en sus manos y decide y actúa? Me gustaría gritarle a Jesús que hoy se volviera, que no entrara, que no se dejara llevar. Que detuviera la fiesta. Sé que Jesús no busca la muerte, no la quiere, pero siente en su corazón que esa Pascua tiene que pasarla en Jerusalén, con los suyos. No quiere dejar de hacer nada de lo que hacía siempre esos días de fiesta. Obedece. Se deja hacer. Confía. Cree contra toda esperanza. Se abandona en los brazos de su Padre. Decía el P. Kentenich: «El heroísmo de la infancia espiritual o bien, la genialidad de la ingenuidad. Necesitamos una extraordinaria genialidad para madurar interiormente y sortear las dificultades que se nos presenten. Sólo un salto mortal en los brazos de Dios nos podrá salvar»[4]. Igual que hizo toda su vida desde que nació en Belén, vuelve a confiar. Siempre se dejó hacer. El hijo obediente hasta la cruz. Me impresiona su docilidad y su heroísmo. Un salto mortal en brazos de Dios.

Me conmueven hoy las palabras de Jesús: «Encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. El Señor lo necesita». Un borrico al que nadie ha montado. Un pollino que Jesús necesita para entrar. Pienso en mi vida. Quiero ser yo ese borrico en este día que lleve a Jesús. Él me necesita. Sabe cómo soy. Un pobre borrico al que nadie ha montado. Terco, obstinado. No me dejo montar, es verdad. Jesús no ha podido montarme, guiarme, porque no le dejo. Me ofusco con mi pecado y me bloqueo con mis límites. Me empeño en seguir mi camino y no soy dócil. Pero hoy Jesús cree en mí y manda que me llamen. A mí. Me elige, me busca. Sabe cómo soy y piensa en mí. Le hago falta. Me impresiona pensar que Jesús pueda necesitarme. Pero es verdad. El Papa Francisco decía: «Jesús hace milagros también con nuestro pecado, con lo que somos, con nuestra nada, con nuestra miseria»[5]. Hace milagros con mi vida. Con mi pobreza. Con mi barro. Siempre me conmueve. «Tan sólo debemos ser honestos con nosotros mismos, no lamernos las heridas. Pedir la gracia de reconocernos pecadores, responsables de ese mal. Jesús nos espera, nos precede, nos tiende la mano, tiene paciencia con nosotros. Dios es fiel»[6]. Me gusta pensar que Dios me manda a buscar. Quiere estar conmigo. Conoce mi pecado. Ha visto mi debilidad y me ama. Yo soy ese borrico en el que quiere ir. Conoce mis límites y me elige. Sabe cómo soy y me quiere. Quiere entrar montado sobre mí por la puerta dorada de muchos corazones. Por esa puerta santa por la que sólo puedo entrar si lo llevo a Él sobre mi espalda, en mi corazón, en mis palabras. Eso me da esperanza. Si estoy a su lado, todo es diferente.

Jesús no interrumpe la fiesta. No dice que esa alegría de antes de la pasión no tenga sentido. Lo alaban. Lo reciben con mantos, con palmas, con alabanzas y bendiciones. Jesús se deja. No se rebela. Acepta este derroche de cariño y no se incomoda. Hay que disfrutar este momento de gloria antes de la pasión. Sólo unos días después Jesús morirá solo. Los que hoy están con Él, huyen pronto, se esconden. Los que hoy lo aclaman, luego no lo defienden. ¿Era posible defenderlo? No lo sé. Así es el corazón humano. ¿Acaso no soy yo así, que me acerco o me alejo según me convenga? Hoy alabo a Dios por su grandeza y mañana puedo negarme a estar cerca de su amor cuando se tuerzan los caminos. Hoy Jesús recibe la alabanza de los sencillos, de los que sueñan, de los que creen. El otro día una frase me dio qué pensar: «No dejes nunca de creer». Yo a veces dudo, desconfío, pierdo la esperanza. Hoy es el día de los que creen en los imposibles. Jesús no detiene ese brote de esperanza. No interrumpe a los que lo aclaman. Esa alegría parece fuera de lugar, pero no lo está. Jesús la acepta. Es un gesto de cariño inmenso. El agradecimiento de tantos a los que había dado una esperanza y los había hecho más capaces de creer. Decía el Padre Cantalamessa: «Sólo los enamorados de Jesús pueden anunciarlo con profunda convicción». Ese día la entrada en Jerusalén estaba llena de corazones enamorados. ¡Cuántas personas ese día darían gracias a Jesús porque habían sido curados, salvados, mirados, sostenidos, abrazados! ¡Cuántos intocables habían sido tocados por Él y hoy lo aclaman! Es bonita esa explosión de alegría al verle llegar. Me gusta bendecir a Dios. Alabar su nombre. ¡Cuántas veces en mi oración sólo le pido cosas! Me gusta alabar a Dios. Sin pretender nada más. Sólo por amor, por agradecimiento. Alabarlo gratis, sin pedirle nada. Como Jesús lo hace conmigo. Me salva a cambio de nada, viene a mí a cambio de nada. Quiero darle gracias por mi vida, por su presencia en ella. Darle gracias porque siempre puedo volver a Él cuando pierdo la esperanza. Esas muestras de amor seguro que le dieron fuerzas a Jesús. Tal vez fue necesario este momento de alegría para poder vivir después la pasión. Jesús se sintió amado, respetado, querido. Era verdaderamente rey, pero no era rey de este mundo. Era un rey distinto. Cabalgaba en un pobre pollino. Sin ejército, sin el poder de la fuerza de hombres y soldados. Hoy se siente arropado por los suyos, por los pobres, por los despreciados. Y después, pocos días más tarde, vivirá la soledad más absoluta. Es el siervo de Dios. El rey herido. Su amor entregado. Su vida a punto de concluir. Los últimos pasos montado en un pollino. Me gustaría alabar a Dios en mi vida. Por mi historia. Por esa herida que para Él es bella, aunque yo la esconda porque me asusta, me duele. Quiero decirle a Jesús que Él ha sido mi camino. Que desde que me encontré con Él mi vida tiene otro color. Otro sentido. Quiero decirle que es mi Señor. Mi Dios. El centro y la roca de todo lo que hago y sueño. Que es mi montaña. Mi hogar. Mi vida. Mi pozo. ¿Qué palabras de alabanza le digo a Jesús hoy? ¿Qué es Él para mí? Jesús lo acoge todo con alegría. Lo guarda dentro de su corazón. Quizás le ayude más adelante, unas horas después, en el silencio y en los golpes. La tierra alaba a Dios. El cielo contiene el aliento. Una persona rezaba: «Te quiero Jesús. Te quiero aunque no sepa hacerlo. Aunque me olvide y sea inconstante. Enséñame tu mansedumbre. Tu obediencia. Tu forma de hacer las cosas unida a tu Padre. No huyes. No te vuelves. Sólo aceptas». Hoy Jesús disfruta al recibir amor, al ser querido. En su corazón hay preguntas y miedos. Anhelos de darse más e incertidumbre ante el dolor. Me gustaría en ese momento protegerle y caminar a su lado. Me gustaría darle fuerzas en sus miedos.

Pienso en María al comenzar esta Semana Santa. ¿Qué pensaría María ese domingo en el que tantos aclaman a su hijo? Seguramente estaría turbada en su corazón. María conocía a Jesús, conocía su alma. Al ver a Jesús en medio de los ramos, de los mantos, de la fiesta, se conmovería. ¿Qué miedos albergaba su alma? Su mirada buscaría a Jesús entre la gente. Pero Ella estaría oculta, detrás de la muchedumbre, como hacen las madres. Cuando todos se vayan sí dará un paso al frente para estar a su lado y sostenerle. Cuando ya los otros se hayan ido. Cuando ya nadie lo aclame ni le preste un paño como Verónica para limpiar su rostro. Cuando no haya un cirineo ayudándole bajo el madero. Entonces María se pondrá en camino y la espada atravesará su corazón. Siempre me conmueve el viernes de dolores. Cuando me detengo con dolor delante de la imagen de María atravesada por una espada. El dolor de la separación. El dolor de la pérdida. María sola al pie de la cruz. Sola con Jesús. María con el alma rota. ¡Cuánto dolor de Madre al ver muerto a su Hijo! ¡Cuánto dolor al tocar su sufrimiento! Pienso en María en esos días. En las noches de Betania. En los días por las calles de Jerusalén. Miro a María en la última cena. Y luego la veo sufrir al saber la noticia de su apresamiento. Se lo han llevado. No se ha defendido. Lo han traicionado. ¡Qué sabor tan amargo tiene la traición! Uno de ellos. Seguramente muy amado por Ella. Porque sería un hombre herido, frágil, y María se conmovería al verlo tan débil. ¡Qué duro saber de ese beso traidor! Ese beso con el que sellaba el amor de un amigo. Un amigo que le entregaba por unas pocas monedas. ¡Cuánto dolor de Madre! Se puso en camino en medio de la noche. Estaría con otras mujeres cerca del lugar donde fue encarcelado. Lo seguiría de lejos. Buscaría su mirada. Querría saber cómo estaba en lo más hondo de su alma. Temía tanto por Él. ¡Cuántas conversaciones habrían tenido los días previos! La Madre y el Hijo. Los dos solos en Betania. Los dos solos en cualquier lugar. Descansando. Rezando. Sólo Ella podría intuir la hondura de su agonía en Getsemaní. Sólo Ella podría comprender el dolor de un camino que nunca hubiera elegido. Jesús hacía la voluntad de su Padre. El odio de aquellos que querían matarlo no era lo que Jesús había buscado cuando pasaba entre los hombres haciendo el bien. ¿Qué mal había hecho con sus milagros? María acompañaba a Jesús en este camino de cruz. Dios no quería el mal de Jesús. Pero el hombre llevaba el mal en el corazón. El odio puede acabar con el bien. El odio puede sembrar la muerte. Y María ya le había dado el sí al camino trazado por Dios. Ya lo había entregado todo un día en Nazaret. Ahora sólo repetía ese sí tantas veces pronunciado. Volvía a arrodillarse ante su Padre. Volvía a decir que sí: «Hágase en mí». Y de nuevo en la cruz se hizo carne la esperanza. Del costado abierto de Jesús brotó de nuevo la vida. Y María estaba allí arrodillada repitiendo su sí. Este año, el viernes santo coincide con el día de la Anunciación. Los dos síes unidos. Mi sí transforma mi vida. Cuando digo que sí, cuando beso mi viacrucis. No puedo acabar con el mal. Pero sí puedo cambiar yo mismo. Cuando amo: «Un hombre que ama, que por último ha puesto su amor en el corazón de Dios, participa de la inmensa riqueza del amor de Dios. Si hay algo que no empobrece, es amar, es regalar la calidez del corazón»[7]. No puedo cambiar todo el mundo. Ni acabar con el mal. Pero puedo decir que sí como María y cambiar yo. Lograr que de mis manos brote una vida nueva. Amar toda la vida con toda el alma.

A veces me siento cerca y a veces me siento lejos del Señor. A veces me acerco y otras veces me alejo y me olvido de Dios. Así llego a la semana santa de mi año. La semana más sagrada. Cerca y lejos. Me da miedo no vivirla bien. Quiero acercarme. Le doy gracias a Jesús porque ha hecho milagros en mi vida y ha llenado de luz mi oscuridad. Como esas gentes sencillas extendiendo sus mantos a su paso. Me lleno de palabras y promesas que no cumplo. Admiro a los que son diferentes de la masa y no se dejan llevar por las corrientes. Hoy en Jerusalén la muchedumbre alaba a Jesús. El jueves santo otra muchedumbre pedirá su crucifixión. Gritos de alabanza un día. Gritos de muerte otro día. Me conmueve la persona que es capaz de señalarse como distinto en medio de todos, y no se deja llevar por la opinión común. José de Arimatea. Nicodemo. Verónica. María. Juan. Y otros que no conocemos que lucharon y no se dejaron. Yo no sé dónde estaría esa Semana Santa. Tal vez no comprendería mucho. A lo mejor me daría miedo definirme. No lo sé. Me cuestan las masas, los grupos que se dejan llevar. Pero no sé si me pondría delante y me diferenciaría del resto. No acabo de descubrirlo. ¿Dónde me veo yo esos días? Hoy, sencillamente, quiero alabar a Dios. Es domingo de ramos. No quiero pedirle nada. Sólo darle gracias por tanto. Tan pocas veces lo hago. Jesús hoy entra por la puerta dorada de mi corazón, por la puerta sagrada de mi vida. Estos días me gustaría vivirlos cerca de Él. A veces la Semana Santa no es la semana más sagrada del año. Es una pena. Me gustaría que lo fuera. Jesús está en mis cruces. Me gustaría estar yo estos días al pie de la suya. Al pie de la cruz de los otros. Me gustaría besar sus pies heridos, besarlos igual que cuando hoyaban los caminos sanando. Me gustaría besar sus manos traspasadas igual que cuando bendecían, partían, acariciaban. Hoy levanto mis manos y doy gracias. Gracias por todos los milagros que ha hecho en mi vida y que ni siquiera sé ver. Gracias porque está a mi lado aun cuando yo no lo encuentro. Gracias porque lo cambia todo. No quiero estar un día lejos y otro cerca. Quiero estar siempre a su lado. Me gustaría ser como Jesús. Que acoge la fiesta y la cruz con el mismo corazón abierto de hijo. Que ama siempre. En el dolor y en la alegría. Que cree siempre. No deja de creer nunca en mí, en lo que puedo llegar a ser si me dejo hacer. Le pido hoy que me enseñe el camino que llega a Jerusalén, al monte de los olivos, al monte Gólgota, al cielo. Quiero que sea mi propio camino. A veces en la vida necesito experiencias nuevas. Busco vivir cosas fuertes que me ayuden a creer y a confiar. Me olvido de su amor fiel, cotidiano. Ese amor sencillo de cada día. El otro día leía: «No creo que el hombre esté hecho para la cantidad, sino para la calidad. Las experiencias, si vive uno para coleccionarlas, nos zarandean, nos ofrecen horizontes utópicos, nos emborrachan y confunden»[8]. A veces en la vida espiritual busco grandes experiencias. Busco encontrar a Dios en momentos únicos. Y me cuesta tocarlo en la rutina, en la costumbre, en lo común. En el silencio de la noche. En los días todos iguales. Quiero aprender esta Semana Santa a vivir lo cotidiano como lo más sagrado. Haciendo de mi vida una alabanza. Cada día. Quiero buscar a Jesús y darle gracias. No necesito grandes experiencias. Sólo necesito vivir momentos de encuentro de calidad en los que pueda descansar en sus brazos.



[1] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in

[2] Anselm Grün, Entrañas de misericordia

[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

[4] J. Kentenich, Pedagogía de los ideales

[5] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia

[6] Papa Francisco, el nombre de Dios es misericordia

[7] J. Kentenich, Kentenich Reader I

[8] Pablo D´Ors, Biografía del silencio