Jesuitas en campaña
José Ángel Delgado Iribarren, de la Compañía de Jesús, que en 1956 publica una obra muy interesante titulada Jesuitas en campaña[1], narra de esta forma novelada el momento histórico en el que el siervo de Dios Fernando de Huidobro decide regresar a España:
«Las noticias se fueron corriendo por campos y fronteras como el eco de un estampido. Así llegan al Château de Marneffe (Bélgica), donde vive un grupo de estudiantes jesuitas desterrados por el Gobierno de Azaña.
En la ordenación del 30 y 31 de julio no hubo la animación de otros años. Sólo asistió una familia de Navarra y el padre de un ordenado que venía de París. Aquella consagración en el destierro, y mientras la patria sangraba, hacía presagiar heroísmos muy próximos por el reinado de Cristo.
Por cartas, radio y prensa seguían las vicisitudes del Alzamiento, que ya había tomado la forma de contienda civil. Un gran mapa en la pared con las clásicas banderitas reproducía a grandes rasgos la línea del frente que comenzaba a dividir a las dos Españas.
Simultáneamente brotó la idea de atender a los soldados en el frente en el padre Juan de la Cruz Martínez y también en el padre Fernando de Huidobro, pero por inspiración de Dios, independiente. El padre Fernando concibió el pensamiento mientras descansaba de un curso en la Universidad de Friburgo y hacía diez días de Ejercicios en el colegio de Saint-Blassien. En ellos hizo verdadera elección, según las normas que da san Ignacio, y escogió más pobreza con Cristo pobre, y oprobios y trabajos por su amor, que ninguno de sus contrarios».
El padre Huidobro quiso entenderse directamente con el padre general, Wlodimir Ledochowski, enviándole una carta[2] en latín, de la que copiamos varios párrafos:
“Fundadamente creemos que la guerra de España será larga, y yo pienso ser conforme a nuestra tradición y espíritu de la Compañía de Jesús, el irme a España, no para coger el fusil, sino para ejercitar nuestros peculiares ministerios: oír confesiones de los soldados que salen a combatir; consolar y esforzar los ánimos; servir a las heridos en los hospitales o en los campos de batalla; recoger a los niños que tal vez se hayan quedado abandonados; mover las gentes, tras la victoria, a la misericordia y la caridad cristiana...
Me mueve a pedir esto el considerar que nuestra Compañía se mostró siempre de las primeras en acudir a tales peligros de guerra, peste y hambre. Los jesuitas que están en España se mostrarán, indudablemente, dignos de nuestros mayores. Pero no faltará trabajo para los demás que acudamos. Y mostraremos a la vez nuestro amor al pueblo, si desde el destierro en que nos encontramos volvemos a la patria cuando arrecia el peligro.
Por lo que a mí toca, preferiría ser enviado allí donde los comunistas todavía dominan; a Madrid, por ejemplo, o a Santander, mi región, y trabajar por que las almas se conviertan. Si no abiertamente como sacerdote, al menos en la Cruz Roja, con obras de caridad, y aun ofreciendo mi sangre por los heridos.
Salud no me falta; y sobrellevo los trabajos corporales más duros, que me fatigan menos aún que los del estudio.
Luego de haber hecho oración, juzgué un deber proponer estos mis deseos. Pero me someto, en absoluto, a la obediencia, que es para mí la voluntad de Dios. Y si ésta es que permanezca en Bélgica, ofreceré este sacrificio, ciertamente, no pequeño, al Corazón de Jesús, por España”
Debió de gustar mucho esta carta al padre general, quien al poco tiempo enviaba otra a los provinciales de España, siguiendo casi el mismo orden y desarrollo de ideas.
Acabada la cena del 25 de agosto en Les Avins, se presentó el padre Huidobro en la recreación de los estudiantes para despedirse. Cuando terminó de abrazarlos uno a uno, se volvió a ellos y les dijo:
“-¡Adiós, y oren, oren mucho para que haya una gran efusión del Espíritu Santo..., que venga el Espíritu Santo y nos arrebate!”.
Namur-París-Hendaya. La bandera bicolor en un extremo del puente internacional indica que para ellos dos[3] se ha terminado el destierro; pero la patria que encuentran no es la que dejaron. Está rota, convulsa, con la faz cruzada de trincheras, ennegrecida por la trilita. La visión de Navarra estremeció el alma sensible y joven del padre Huidobro.
[1] José Ángel Delgado Iribarren, Jesuitas en campaña, páginas 163-165. Ediciones Studium (Madrid, 1956). En la contraportada puede leerse: “Jesuitas en campaña nos presenta un aspecto nuevo de esa eterna guerra de la que tanto se escribe y, sobre todo, se habla. Es la guerra vesánica, devastadora y cruel que circula por toda la historia como una mancha fatídica de corrosivo, pero vista bajo el ángulo paradójico y bello de la caridad cristiana. Este es un libro de héroes y combatientes que no tienen otro afán que el de implantar el amor mutuo en los corazones. He aquí un grupo nutridísimo y variado de sacerdotes, pertenecientes a la misma Orden religiosa, que, en la mayor negrura de la desolación y el odio, se ha lanzado al campo de batalla con el crucifijo en las manos para absolver, bendecir e iluminar a los que caían. Tan cerca de ellos, que muchas veces les alcanzó la muerte. Este libro es una página de gloria y heroico apostolado de la Compañía de Jesús en el ministerio castrense. Algunos capítulos parecen escritos con sangre de sus hijos: de esos hijos que engendrara el capitán Ignacio de Loyola por medio de sus Constituciones. De las galeras pesadas que cruzan el “Mare Nostrum”, hasta el gigantesco portaviones que se inmola entre columnas de nafta ardiendo, asistimos a la gran cruzada por la paz en Cristo que en todos los tiempos y lugares han querido llevar a término los capellanes militares de la Compañía de Jesús. Es impresionante el encadenamiento de fechas en esta síntesis histórica. No tanto porque descubrimos el fenómeno de la guerra como una fatal constante, sino, sobre todo, porque vemos en ella cómo los religiosos de una Orden fundada en los años del Renacimiento han conservado indemne el tesoro de su tradición religiosa. Los jesuitas son militares. Lo prueba su manera de ser, inspirada por un soldado converso; lo prueban sus Constituciones; y, sobre todo, su manera implacable de vivir y morir en las horas más tremendas que registra la Historia”.
[2] Rafael VALDÉS, Fernando Huidobro, intelectual y héroe (Madrid, 1965). El padre Valdés, en las páginas 360-361, cita estos últimos párrafos de la carta.
[3] Se refiere al padre anteriormente citado. Así lo precisa es su obra el padre Valdés: “No dejó de serle bien providencial este retraso, que le deparó de compañero de viaje al padre Juan de la Cruz Martínez, antiguo discípulo suyo; los dos, los primeros jesuitas que habían de morir, como capellanes, en el frente” (pág. 363).