Gerardo Diego no es sólo un grandísimo poeta. También fue músico –pianista– y crítico musical. Se ha escrito que "toda su obra poética está cimentada en la música" y lo demuestra la antología temática que con el título Poemas musicales publicó en 2012 el musicólogo Antonio Gallego.

Dos volúmenes recientes –fruto del trabajo de Ramón Sánchez Ochoa y Elena Diego Marín, hija del poeta– recogen un gran número de contribuciones suyas que abarcan seis décadas de reflexión en torno a la música, la poesía y la palabra.

En 1972 escribió un artículo titulado "El ocio y la música". De él recojo algunos fragmentos, que me parecen enormemente sugerentes y profundos, acerca de la música, el silencio, el misterio y la eternidad.








¿Cómo, dónde nace la música? (...) La música nace originalmente del caos. Inmediatamente del silencio. Porque el silencio es ya música, es el alma de la música, así como su cuerpo es el sonido. (...) La música comenzó como todas las cosas –gran perogrullada– por no existir. Y en el sitio donde iba a nacer y a vivir y a dormir y a "ociar" la música, lo que había era el caos. Y el caos, en caminos o equivalencias acústicas, es el ruido. Por eso, la mano de Dios, que crea la música como todas las otras cosas, empieza por borar el caos, por borrar con él el ruido, y en su hueco surge, ¿qué surge?, ¿la música? No, todavía no o no del todo, lo que surge es el silencio.

Fue en un principio el ruido. Los rayos y las piedras
no hallaban sus aristas de eficaz geometría.
Era el agua un problema de sólida maraña
y el caos bostezaba su gañido de espanto.

Y dijo Dios: "No quiero". Qué tremenda palabra.
La piedad de los cielos, consolando, negando.
Y del lecho vacío de la nada sin lengua,
adulto, esbelto, príncipe, se edificó el silencio.

El silencio es el padre de la niña armonía.
Él la engendra y la cría de sus puras entrañas.
Aplicad el oído a la piel de la música.
Detrás de la sonata late el silencio cósmico.


La música brota del silencio. El silencio es inherente a la música. Donde él está, ella duerme, y, por tanto, existe. Ay, si los músicos que padecemos se acordaran de que el silencio existe. Cuántas veces lo olvidan, lo desconocen y, cuando no tienen más remedio que contar con él, cercenan su espacio y su tiempo. Todo gran músico, toda gran música, es reino del silencio. Nace del silencio y después de recorrer su órbita crada, majestuosa, fatal, viene a acostarse en el lecho del silencio. El estado normal de la música es el silencio (...).



La música es tan música cuando canta como cuando calla. Cuando duerme como cuando despierta. Silencio y son, son su sombra y su luz. Cuando callas, tan bella, ¿en qué nieve te duermes? Cuántas veces pienso en la música callada, en la música creada por el ocio, por la contemplación humana, por la adoración ante el misterio, y pienso en su enorme tesoro, en su cuerpo sepultado e inmortal, que está ahora, en este instante, ociándose, contemplándose en su virtualidad.



La música es virtualidad. El ocio es virtualidad y, por lo mismo, lo más próximo a la sustancia misma de la virtud. Luego se les llama a los despertadores, a los que se aproximan a su dormición y la tocan levemente para no asustarla, la tañen, la despiertan, la realizan. Y a esos despertadores se les llama virtuosos. Virtuosos en contacto con la suma virtud del ocio musical creador. Los verdaderos músicos no son los despertadores, son los anteriores, los anteriores a ella, a cada determinada o indeterminada música. Son los determinadores, los que la conciben o se dejan concebir por ella (¿te debemos la vida, oh madre derramada?), los ociantes supremos, a los que los demás debemos tan inmensa gratitud por haber hecho posible que todos y cada uno nos sintamos ilusoriamente creados y creadores, padres e hijos del ocio espiritual.



Ese misterio de la música dormida, esperando, siempre esperando, es sobrecogedor, es inmensurable. Desde el momento que la música queda escrita por el creador de ella, y aún antes, desde que queda concebida en su profética memoria, inscrita en su frente, en su silencio mental, ya existe, ya es para siempre, siempre, siempre, como la eternidad en labios de los ascéticos y de los místicos. La música es casi la eternidad. Y la verdad es que, dentro de nuestra peregrinación humana, no podemos concebir aproximadamente a la eternidad sino bajo especie de música. Porque la música, por ser ocio, lo contrario de negocio, por ser son y silencio en abrazo unidísimo, es lo que despierta o duerme, pero no puede morir, es eterno. El Tempo la protege del tiempo. El tiempo no existe ya para la música. Porque ella –ya lo dije– es la abolición del tiempo en el seno del Tempo. La música es la simultaneidad de lo sucesivo, gracias a su inscripción en órbita que no tiene fin ni principio precisamente porque tiene principio y fin. Y ¿qué hace la hija del ocio en su nieve de sueño? Estar, ser, esperar, esperarnos. (...) Aunque nadie la escuche. Aunque la sepulten todos los olvidos. Aunque nadie se acerque a despertarla. Y nosotros la sentimos siempre ya en cuerpo y alma, ya sólo en espíritu, como la llaga que nos consuela, que nos besa en la llaga, como un batir de alas felices recordando, volviendo.
 
Gerardo Diego, Prosa musical. II. Pensamiento musical, Editorial Pre-textos, Valencia 2015, pp. 20-23.



Juan Miguel Prim Goicoechea, sacerdote
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