Deberíamos transformar cada instante en un piropo. Por aquello de ser agradecidos y dejar constancia de nuestro gozo. Dar gracias a Dios por esta luz y estas palabras que tengo ahora entre las manos. Bendito seas. Darle gracias por la vida y su belleza, por todo lo que somos y tenemos. Bendito seas, bendito seas, bendito seas. Levantar el alma al cielo y mirar de frente esa claridad que se remansa en los trigales y en los crepúsculos de mayo. O en los ojos de los hijos. O en esa piel que sólo tú acaricias. Dios, ¡qué cosas pintas! Darle gracias por el aroma de nardo y flores silvestres de Su Madre. Por ese rostro de María y la armonía de sus gestos. Bendita sea la madre que te trajo al mundo. Y ofrecer un buen surtido de piropos a todas las demás madres. Gracias mamá por quererme y estar a mi lado y regalarme siempre libros. (Que conste: los padres no hacemos ascos a los piropos). Y despertarnos por la mañana y resucitar ese beso que quedó pendiente anoche, y en el mismo momento abrazar a nuestra mujer y decirle un sencillo “te quiero”.
Deberíamos transformar la vida en un piropo. Uno detrás de otro. Sería más fácil luego seguir la pista del cariño, y no perdernos en trivialidades, o en un desamor terrible. Es el amor que se anuda en unas pocas palabras. Es de lo que habla el corazón. ¡Mira que eres guapa! Eres el centro de mi vida. Sin ti me moriría. Y así. Parece que no tengan importancia, pero el alma vive de estas cosas. Es su música, y la felicidad que invocamos. E insisto: hasta Dios “necesita” de estos piropos. Conociéndole un poco, estoy seguro que sonríe y hace posible nuestra perseverancia en la alegría. Y enfoca nuestro ser de tal manera que de repente vemos la poesía sublime de los sauces (lo que se oculta entre la danza de sus ramas), y el agua hialina de los ríos bañada en su trasluz divino. Su gracia ejerce la omnipotencia; y perdona, y sana, y salva. Y recuerdo el comienzo del Salmo noveno: Te doy gracias, Señor, de todo corazón, / proclamando todas tus maravillas. Pues eso.
Esa debería ser nuestra vida, la síntesis de todo: agradecimiento y asombro. Que no otra cosa son los piropos. No debemos acostumbrarnos al prodigio que sentimos. Y callarnos como muertos. Debemos decirlo, hacer saber que somos más y que nos damos cuenta. Amar es también un acto de lenguaje.