En el Evangelio de hoy domingo tenemos un maravilloso ejemplo de cómo estas cuatro palabras tienen tanto sentido en el siglo I como veinte siglos después. Una mujer ha sido atrapada cuando cometía adulterio. Algún listo se le tuvo que ocurrir poner en aprietos a Cristo con un ejemplo tan claro y evidente de un pecado y de la condena asignada: la lapidación. Lo que no sabían es que Cristo sabe dar respuesta a todo lo que le preguntemos.
Según el evangelio, ésta es la razón por la que el Señor, cuando le presentaron aquella mujer sorprendida en adulterio, mientras los judíos, de acuerdo con la ley, querían lapidarla, él, en cambio, dispuesto a perdonarle su pecado, quería sólo que no pecase más en adelante; por eso dijo a quienes querían lapidarla al ser ellos de piedra: Quien entre vosotros esté sin pecado, arroje sobre ella la primera piedra. Y, luego de decir esto, inclinó la cabeza y comenzó a escribir en la tierra con el dedo. Ellos entretanto, examinando sus conciencias, se alejaron uno a uno, comenzando por el mayor hasta el menor, y quedó la mujer sola. Levantando el Señor su cabeza, le dice: ¿Cómo, mujer? ¿Nadie te ha condenado? Y ella respondió: Nadie, Señor. Y el Señor: Tampoco yo voy a condenarte; vete y no peques en adelante. ¿Qué significó este perdón? La gracia. ¿Y aquella dureza? La ley dada en piedras. He aquí la razón por la que el Señor escribía con el dedo, pero ya en la tierra, de la que podía recoger fruto. Nada que se siembre en la piedra germinará, porque no puede echar raíces. El dedo de Dios una y otra vez; con el dedo de Dios fue escrita la ley; el dedo de Dios es el Espíritu Santo. (San Agustín. Sermón 272B, 5)
Es maravillosa la frase con que San Agustín remata el texto que he compartido con usted: “Nada que se siembre en la piedra germinará, porque no puede echar raíces”. Si tenemos un árbol torcido y enfermo ¿Qué sentido tiene derribarlo y hacer leña de su tronco? No sería mejor podarlo, guiarlo y curar su enfermedad. El pecado llama al pecado, dando lugar a una cadena continua de sufrimiento. Quien sufre espera encontrar alivio traspasando el pecado a quien tiene delante. Eso fue justamente lo que intentaron hacer quienes condujeron a la adultera. Quisieron trasladar el pecado a Cristo. Querían que Él cargara con las consecuencias de generar más dolor y sufrimiento. Pero Cristo sobrepasa las mezquindades humanas y no se dejó liar. No todo lío es bueno.
Qué era necesario para que la cadena del pecado se interrumpiera: la santidad. ¿Qué pasos hay que dar? Lo primero que hizo Cristo fue pulsar el botón de la reflexión que nos lleva al arrepentimiento: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Sabiamente indujo el arrepentimiento en quienes estaban listos para asesinar a la mujer. Les hizo pensar ¿Quién soy yo para condenar, si no soy mucho mejor que esta mujer? Por ello todos fueron desapareciendo poco a poco. El pecado desapareció porque Cristo se compadeció de todos. La Gracia de Dios hizo que los corazones de los captores se apaciguaran y comprendieran que el juicio certero nos lleva al arrepentimiento, no a causar más daño.
Cuando nadie quedó, fue el turno de la adultera. La misericordia de Dios alcanza a quienes sufren, siempre que se den cuenta de sus pecados y se arrepientan. Es curioso que le comentara en voz alta “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?”. Esto le llamaríamos hoy en día “meter el dedo en el ojo”, pero con sabiduría. Cristo quería que la mujer reconociera su pecado y que sintiera que se le ofrecía la misericordia. La mujer indicó que ninguno de sus acusadores había quedado allí, por lo que Cristo y sólo Cristo, tenía potestad para decir lo que diría a continuación: “Yo tampoco te condeno. Vete, no peques más en adelante”. El juicio era correcto, había pecado y había sido acusada justamente. Pero la misericordia de Dios no la condenaba. Dios no destruye el árbol que todavía puede dar frutos. Dios cura y espera, con amor infinito, que dejemos de pecar, que dejemos de sufrir.