Abro los ojos. Es una maravilla poder abrir los ojos. Y extiendo un brazo fuera de las sábanas. Las sábanas huelen a papá, como dicen mis hijos, aunque yo no lo noto. La sábanas están suaves por el uso: no son de seda pero lo parece. Las sábanas son suaves y blancas y me gustan porque son amigas del pudor y la modestia. Hay gente que no tiene sábanas para dormir. Es una maravilla tener sábanas para dormir. Es muy de agradecer que uno despierte arropado por sábanas tan blancas y que, según mis hijos, huelen tan bien. Y también es muy de agradecer ver los rayos del primer sol filtrándose por las rendijas de la persiana. Son haces de luz que pintan ángeles rectilíneos en la pared y que a veces desaparecen porque se ha movido un árbol en el jardín y ha tapado el sol un poco, como con timidez. Los árboles son tímidos y no hablan mucho, pero son altos –la mayoría- y fuertes y pacientes y se toman la vida con mucha calma. El airecillo matinal los mueve, y se dejan mecer, y entonces borran por un momento las luces de la pared, los angelitos rectilíneos. Y hay como un baile de luces pequeñas y sombras sutiles y lo acompaso con la mano. Y todo esto lo aprendí de Josep María Espinàs, que es un escritor fino y silencioso que habla de las cosas más importantes del mundo, que son las pequeñas, y de los ángeles de luz matinal en la pared del dormitorio. Me gustaría ser como el señor Espinàs y fumar en pipa y comer chocolate y mirar la vida con los ojos de la inocencia de su hijito deficiente: toda carencia es una manifestación del amor –y esto lo dijo André Frossard, que era ateo y luego no lo fue-, cuando llevaban a su hijo a la cámara de gas y él lo vió por última vez por el ventanuco de su celda en el campo de Dachau. Pero no le dió mucha importancia porque sabía que el mal es efímero como la nada, y aún menos que la nada, y no hay que hablar mucho de él, porque adquiere entonces una entidad de la que carece.
Me incorporo en el borde de la cama y contemplo a la Vírgen del Perpetuo Socorro en la mesilla, donde está siempre. Iba a escribir que me sonríe, porque en alguna ocasión la he visto sonreír, pero creo que ahora son imaginaciones mías. La Virgencita era de mi suegro, todo un caballero que murió como había vivido: sin molestar, con la tristeza del que se va y la paz del que espera. Mi suegro era un caballero de los que ya no quedan, de los que mantenía modales exquisitos, aristocráticos, en la mesa aunque comiera solo. Mi mujer observaba a su padre desde detrás de la puerta del comedor y lo veía allí, tan educadísimo, como si estuviera en una recepción de la embajada o de un ministerio. Pero estaba solo y eso lo hacía porque todo en la vida hay que hacerlo bien, aunque no te vea nadie y nadie te de las gracias y nadie te felicite. Nadie te va a felicitar por comer con educación y urbanidad porque es el deber de todo caballero, aunque tengo para mí que lo difícil es hacerlo: buscamos el aplauso y nos dejamos llevar por vientos tenebrosos y cantos de sirena, como los árboles, pero los árboles, claro, no se mueven y nosotros sí. Nos movemos hacia adentro, y hacemos crecer –como un árbol de cementerio, como un ciprés- nuestro orgullo sobre la tierra de nuestra propia muerte. Vengo a decir que los árboles son sufridos, porque no se mueven, y nosotros no lo somos, porque nos movemos demasiado.
Todo esto tiene poco que ver con los angelitos rectilíneos de luz matinal en la pared del dormitorio. Tiene poco que ver porque nadie puede controlar del todo aquello que piensa o que imagina. Ya dijo una santa que la imaginación es la loca de la casa. Bueno, entonces yo saludo a la Virgencita del Perpetuo Socorro, aunque Ella no sonría, y me levanto despacio y sin hacer ruido porque mi mujer sigue dormida y es muy pronto, es muy de mañana como se dice en mi tierra, y no estoy seguro de que esté muy bien dicho, pero dice lo que tiene que decir. Calzo en silencio las alpargatas y abro la puerta del cuarto. Me fijo en un cuadrito que lleva el título de “Alto en la persecución”. Es un cuadrito de mi abuelo, que era guardia civil. El cuadrito pinta a unos guardias civiles a caballo, a las puertas de un viejo caserón, con sus capotes bajo la lluvia. Es un cuadrito que me produce una melancolía que me lleva a la infancia y a la casa de mi abuelo y a los filetes rusos que me daba mi abuela y al “come, hijo, que en tu casa comes poco y tus padres te matan de hambre”. Porque la abuela pensaba que mis padres me alimentaban mal y poco. Las abuelas son así. El cuadrito estaba en el comedor de la casa de mi abuelo y yo lo miraba un poco triste –por la lluvia- cuando me comía sin ganas el tercer filete ruso. Y ahora el cuadrito está en mi cuarto. Es posible que hayan pasado cien años desde que alguien lo pintara –mi abuelo nació en 1889- y los guardias civiles siguen allí bajo la lluvia porque han hecho un alto eterno en la persecución. Eso está bien: todos acabaremos en un alto eterno. Y sería mejor que nos fuésemos parando de tanto en tanto, porque solo perseguimos quimeras de éxito y oscuras vanaglorias y el fantasma de Mammón y Moloch, y son fantasmas peligrosos porque nos obsesionan. No hay que perseguir casi nada y hay que hacer altos en la persecución para no perder el camino, lluvioso y triste casi siempre.
Pero hoy ha salido el sol. Y lo tenemos que agradecer y maravillarnos, y esto es lo que hago. Y salgo al jardín.
Todavía no hace calor. Saludo al señor cedro del Líbano, alto como un gigante bonachón, y él mueve algunas ramas muy despacio y yo sé que me da los buenos días. El señor cedro del Líbano era un niño muy pequeño hace sesenta años, tan pequeño como yo. La cuestión es que el señor cedro conserva la inocencia y yo, no. Las arrugas en el tronco y en las ramas del buen cedro son aquellas que deja la sabiduría y la paciencia y la esperanza y la fortaleza. El señor cedro ha visto muchos soles y muchas lunas y muchas tormentas y muchas nieves y muchos vientos. Uno de aquellos vientos que vienen de la montaña mágica –son vientos endiablados que huyen de los monjes de Montserrat- derribó hace unos años a un hermano del señor cedro y dejo un hueco en el jardín, donde ahora crecen a veces unos tomates –pero, claro, no es lo mismo-, y dejó un hueco en el tronco del señor cedro y, en días de viento, creo que el señor cedro llora o solloza a poquitos.