Estos universitarios enviaron después una carta al diario ABC para explicar los sucesos, declarando que su labor en el barrio era benéfica y apolítica, pero también que la fuerza pública que andaba por el lugar asistió pasivamente a las agresiones. Aquellos comunistas se habían adueñado de la calle y estaban dispuestos a imponer el terror por todos los medios a su alcance.
Así se las gastaban esos individuos infestados con la ideología comunista que simplifica la realidad social dividiendo entre los ricos, o el capital, y los pobres o los trabajadores explotados. Afloraba con naturalidad la lucha de clases y el odio a la religión con maneras tan poco democráticas como la descrita, con quienes sólo querían confortar a familias y sembrar algo de paz en el barrio. Ayer y hoy no resulta difícil justificar las agresiones físicas o verbales propias de delincuentes insociables. Después vino lo que vino.
Porque está en el núcleo del marxismo la división de la sociedad en clases, siendo ellos los que traen el cambio y el progreso, con la utopía de una sociedad sin desigualdades, y enfrente el capitalismo o como quieran etiquetarlo. Es un proceso elemental pero tristemente eficaz de despersonalizar el proceso, pues de este modo la conciencia se autotranquilliza viendo sólo a un enemigo, al que se puede agredir.
Un aliado necesario es la manipulación del lenguaje, algo propio de los totalitarismos, que piensan por los demás y dicen lo que hay que hacer. Hablaban de sociedad sin clases, educación popular, amor libre, o alienación religiosa. Con el paso del tiempo el camaleón cambia de color pero no de piel. Porque en el fondo sí hay dos clases de personas: quienes creemos en la libertad y la respetamos, y la de los enemigos de la libertad para conquistar el poder. Por eso el mundo ha sufrido los gulags, los campos de concentración, los genocidios, los populismos con la farsa de los nuevos derechos sociales.