¿A qué me refiero al hablar de la cadena del pecado? Lo primero es tener claro que el pecado es la negación de la Voluntad de Dios, anteponiendo nuestra voluntad humana. Lo interesante del pecado es que funciona como una cadena. Una cadena de metal con eslabones. Por una parte, la cadena nos esclaviza. Nos hace dependientes del engaño, las apariencias, la fuerza, la violencia y la mentira. Por otra parte, el pecado se reproduce pasando de una persona a otra. Cuando hacemos el mal a otra persona, el pecado intenta atar a esta persona con un nuevo eslabón de la cadena. Sólo si la gracia de Dios actúa en nosotros, rechazaremos unirnos a la cadena y perdonaremos de corazón el mal que nos han realizado. Para entender un poco más todo esto, podemos fijarnos en las tentaciones del Señor (Mt 4, 1-11). San Gregorio Magno nos habla de ello:
Hay otra cosa, que debemos considerar en la tentación del Señor: podía haber precipitado a su tentador al abismo, pero no hizo uso de su poder personal; se limitó a responder al diablo con los preceptos de la Escritura Santa. Lo hizo para darnos ejemplo de su paciencia, e invitarnos así a recurrir a la enseñanza más que a la venganza… ¡Ved qué paciencia tiene Dios, y cuál es nuestra impaciencia! Nos dejamos llevar por el furor tan pronto como la injusticia o la ofensa nos alcanzan… (San Gregorio Magno Homilías sobre el Evangelio, n° 16)
Pecar es actuar de forma contraria a la Voluntad de Dios. Dios desea que seamos libres y felices. El pecado nos esclaviza y nos destruye internamente. El pecado nace cuando Adán y Eva rompen la comunicación con Dios, cuando actúan al margen de su Voluntad. Pecando, la libertad se degrada hasta convertirse en una limitada capacidad de elegir condicionada por el egoísmo. Elegir que suele hacerse sin conocer ni aceptar las consecuencias de nuestros actos. El pecado nos lleva a buscar las apariencias antes que la Verdad.
El pecado también tiene una dimensión social, ya que nuestros actos no quedan recluidos en un daño personal, sino que se “contagian” de unos a otros. Una mentira da pie a que quien la recibe vuelva a mentir. Si causamos sufrimiento a un inocente, este inocente se sentirá justificado de actuar como nosotros hemos hecho con él. Es como una cadena en que cada eslabón es un pecado unido al previo y al posterior pecado.
Cristo, no intentó trasladar la tentación a otra persona, sino que actuó con santidad. Se “limitó a responder al diablo con los preceptos de la Escritura Santa”. La santidad es la única forma de parar la cadena del pecado que llega a nosotros. Cristo recurrió “a la enseñanza más que a la venganza”. La santidad conlleva nuestro sí comprometido para que Dios extienda su Gracia hasta nosotros y seamos capaces de romper la cadena del pecado en el momento de la tentación. El acto de parar el pecado conlleva sacrificio. Sacrificio que no es ora cosa que santidad (sacrum facere: actuar de forma sagrada). Sacrificio que se corresponde a la penitencia que deberíamos recordar y fortalecer en Cuaresma. Sacrificio que no busca dolor por el dolor. Lo que busca es nuestra conversión. Conversión que significa transformar, hacer distinto algo.
¿Y no has advertido en el Profeta: «Hablad en vuestro interior, y en vuestros lechos, compungíos. Ofreced sacrificios justos, y confiad en el Señor» ¿Dónde crees que se ofrece el sacrificio de justicia, sino en el templo de la mente y en lo interior del corazón? Y donde se ha de sacrificar, allí se ha de orar. Por lo cual no se necesita de locución, esto es, de palabras sonantes, cuando oramos… (San Agustín, Del Maestro, Cap. I)
San Agustín señala que el “sacrificio justo” es el que realiza en nuestra mente y en nuestro corazón. ¿Por qué habla de sacrificios justos? Porque nosotros, en nuestra ceguera de Dios, podemos llegar a realizar “sacrificios injustos”, que son simplemente, pecado. El sacrificio justo nos lleva a rechazar la tentación y detener la cadena del pecado. También habla de la oración como algo fundamental para acompañar este sacrificio justo y propiciar nuestra conversión: “donde se ha de sacrificar, allí se ha de orar”. Oración que es práctica directa de las virtudes cuaresmales:
Para de veras encontrar a Dios no es suficiente orar con el corazón y con las palabras, ni aprovecharse de ayudas ajenas. Esto hay que hacer, pero, además, esforzarse lo que pueda en la práctica de las virtudes. En efecto, aprecia más Dios una acción que haga la propia persona, que otras muchas que otras personas hagan en su favor (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, 3, 2)
¿Y la misericordia? ¿Dónde la hemos dejado? La misericordia es fundamental para vivir la Cuaresma. Misericordia que se hace limosna, donación de nosotros mismos y humilde aceptación de la Voluntad de Dios. Misericordia que nos permite compadecernos y vernos reflejados en quien nos hace daño. Quien es tentado y cae en pecado, sufre sus consecuencias hasta el punto de buscar alivio al dolor, trasladando del error a otra persona. ¿No es digna de misericordia y justicia esta persona? La misericordia nos lleva al perdón y el perdón es el mejor sacrificio justo que podemos realizar.
El problema es que nuestra misericordia humana siempre está falta de justicia y nuestra justicia humana, siempre necesita de más misericordia. Sólo Dios es capaz de dar ambas en la justa medida para que el pecado se detenga y la persona recobre su equilibrio. Quien es tentado, debería de buscar abrirse a la Gracia que transforma y equilibra nuestra naturaleza humana. Gracia que nos permite actuar con santidad y detener el empuje del pecado que desea transmitirse a través de nosotros. Esto necesita de sacrificio, que se hace penitencia y da lugar a nuestra conversión.
Antes de terminar este breve post cuaresmal, reflexionemos sobre la situación eclesial que vivimos. Necesitamos sacrifico: actuar de forma sagrada en todo lo que hagamos. Más incluso, cuando nos relacionamos con otros hermanos católicos. ¿Cuánta misericordia, perdón y humildad deberíamos de poner entre cada uno de nosotros y nuestros hermanos? ¿Qué nos pasa? ¿Por qué vivimos temerosos del “otro”? ¿Por qué preferimos guardar las distancias antes que acercarnos a quien está dolorido y escondido en una esquina de la Iglesia? ¿Tenemos recibir dolor? Sin duda vivimos atemorizados y esto hace imposible que conformemos verdaderas comunidades. A nadie le gusta que otra persona le utilice para descargar el dolor que lleva dentro. Pero ¿No es este el acto sublime de misericordia que todos necesitamos? Escuchar y ser escuchados, nos acerca, nos hace próximos, prójimos. Recordemos que el segundo mandamiento es amar al prójimo como a nosotros mismos (Mc 12:31), lo que implica un profundo comportamiento sagrado entre nosotros. Dios nos ayude a romper la cadena del pecado y ser libres para amar a Dios con con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas y con todo nuestro espíritu (Mc 12:31)