Todo está ya a punto para la publicación de la exhortación apostólica postsinodal sobre la familia. Ya ha sido anunciado que, oficialmente, se firmará el día 19, solemnidad de San José, y que a partir de ahí comenzarán las traducciones. No tardarán mucho en aparecer las primeras filtraciones que, como suele suceder, se referirán a los asuntos más polémicos que se trataron en el Sínodo, singularmente la cuestión de la comunión de los divorciados vueltos a casar. De hecho, algunas filtraciones ya han aparecido, sobre quién ha sido la pluma principal en la redacción del documento y sobre el elevado número de enmiendas que Doctrina de la fe habría presentado a esta redacción, sin que se sepa de momento cuáles de ellas han sido admitidas.

Mientras tanto, y para calentar motores, el cardenal Müller, prefecto de Doctrina de la Fe y defensor de oficio de la ortodoxia de la Iglesia, ha hecho unas interesantes declaraciones a un periódico alemán, en las que deja claro que el acceso a la Eucaristía deberá seguir vetado a los divorciados vueltos a casar que no vivan “como hermano y hermana”. Interesante la objeción del periodista ante esta respuesta, diciéndole que, según otro cardenal alemán, presidente del Episcopado de ese país y miembro del grupo más selecto de asesores del Papa, eso es imposible. Müller, con una cierta sorna, responde a la objeción diciendo que curiosamente eso es lo que los apóstoles le dijeron a Jesús cuando el Señor prohibió el divorcio y Él les contestó que con la gracia de Dios era posible vivir castamente.

Es posible que ahí esté el meollo del problema, su punto clave. En la fe en la gracia de Dios. No sólo en la fe en su misericordia, sino también en la fe en su gracia, en su fuerza, en su poder para hacer que el hombre pueda ir más allá de sus límites si colabora con Dios. Cuando nos planteamos un objetivo, incluso los que tenemos fe, hacemos nuestros cálculos contando con los ingredientes humanos o naturales que tenemos, pero muy pocas veces introducimos a Dios por medio. Lo primero que habría que preguntarse es “¿qué quiere Dios?” y en cambio lo que nos preguntamos es “¿qué soy capaz de hacer?”. Actuamos, de hecho, como ateos, que no tienen en cuenta a Dios en la realidad cotidiana de su vida porque no creen en Él.

La historia cristiana comenzó con un acto de fe en la gracia de Dios. El ángel le dijo a María que “para Dios no hay nada imposible” y Ella dio su “sí” a la Encarnación. María se fio de Dios, no de su propia fuerza o de la lógica humana que le decía que una mujer no podía quedar embarazada sin concurso de un hombre. Se fio de Dios y nació el Redentor. Tuvo fe y Dios pudo actuar. Ahí, a ese origen de todo, es a donde debemos volver una y otra vez. Si no tenemos fe en que Dios puede ayudar a un hombre y a una mujer que viven juntos y se aman a mantener la castidad, ¿cómo vamos a tenerla en que Dios puede ayudar a un sacerdote -o a un obispo- a vivir castamente en un mundo tan erotizado como el nuestro, acuciados además por la soledad? ¿O cómo vamos a tenerla en que unos esposos pueden rechazar la posibilidad de matar a su hijo concebido pero aún no nacido, en un contexto tan proclive al aborto? ¿O en que se puede vivir sin corromperse en sociedades donde la corrupción está a la orden del día? Sin fe en la gracia, sin el auxilio de la gracia, no sólo no se puede vivir la castidad entre dos divorciados vueltos a casar que quieren comulgar, sino que resulta imposible hacer el bien y rechazar cualquier tipo de mal. ¿Y sin fe en la gracia, se tiene verdadera fe católica? ¿Y sin verdadera fe católica, se puede comulgar?