Desde los primeros días del pontificado del Papa Francisco, el tema de las mujeres en la vida de la Iglesia, del genio femenino, ampliamente reflexionado por Juan Pablo II (cf. Carta a las mujeres, 29 de junio 1995), ha estado presente como un punto en desarrollo, pues es necesario profundizar y construir una visión más completa de sus aportes, que no las deje “tras bambalinas”, sino reconociendo un liderazgo significativo, evitando dos errores al abordar dicha cuestión. El primero, tiene que ver con el igualitarismo que niega las diferencias entre hombre y mujer, diluyendo la identidad y riqueza de ambos, al punto de que ya no sean reconocibles en su capacidad de complementarse. El segundo, tiene que ver con un cierto nominalismo o funciones de organigrama, intentando imponer la ordenación sacerdotal de mujeres, como si el sacerdocio fuera equivalente a una carrera y, con ello, quedara resuelto su aporte concreto y original. Por lo tanto, la identidad de la mujer en la vida de la Iglesia, debe ser elaborada a partir de su esencia. La verdadera respuesta o novedad supone que las mujeres, acompañadas por el magisterio de la Iglesia, descubran e identifiquen qué aporte trae consigo el genio femenino y, por ende, en qué áreas pueden desempeñarse siendo ellas mismas; es decir, evitando masculinizarse. De alguna manera, impulsar que sean protagonistas de su propio proceso de identificación, dándoles el uso de la voz desde una perspectiva humana, filosófica y teológica.

Cuando se aborda una cuestión tan compleja, es bueno recurrir a la historia, buscando algún antecedente que sirva para aclarar los puntos, abriendo puertas dentro de la línea del Evangelio; es decir, renunciando a todo condicionamiento ideológico o lectura radical. La Iglesia Católica en México, guarda el que posiblemente sea el caso más completo que, a su vez, permita releer el aporte de las mujeres al asumir y dar a conocer el proyecto que trae consigo la fe en el aquí y el ahora. Se trata de vida y obra de la Venerable Concepción Cabrera de Armida (18621937), quien logró ir más allá de lo que siempre se había hecho, pasando de un catolicismo pasivo, que participa de vez en cuando, a un catolicismo activo, que escucha a los obispos, aprende y, desde ahí, comparte, incide, participa, critica constructivamente, etcétera. Una mujer profundamente identificada con la Iglesia, capaz de haberse dejado guiar por sacerdotes excepcionales, gente de altura, coherentes y bien preparados -como los Venerables Mons. Ramón Ibarra y González (18531917), P. Félix de Jesús Rougier (18591938), el Siervo de Dios Mons. Luis María Martínez (18811956), entre otros- pero que no dejaba de decir lo que pensaba, lo que sentía y, cuando había que intervenir, lo hacía con una mezcla de carácter, audacia y humildad, haciéndose escuchar, pues no iba a título personal, como quien quiere llamar la atención, sino a partir de la experiencia de Dios, de la fe que se volvió su motor en la intención detrás de cada acto o vínculo institucional que emprendía en la Santa Sede o en el marco del episcopado mexicano. Cuando reflexionaba y tenía claro que algo significaba la diferencia entre aplicar el Evangelio o quedarse en la indiferencia, estaba dispuesta a dirigirse hasta al mismísimo papa, como, de hecho, lo hizo cuando, en el año de 1913, tuvo audiencia con San Pío X para solicitar la fundación de los Misioneros del Espíritu Santo. Fue una reformadora obediente que no se dejó condicionar por el ambiente social que relegaba a la mujer. En este contexto, la obediencia, no significa sumisión o ceguera, sino que todo lo que llevó a cabo fue dentro de los parámetros del Evangelio. Es decir, asumió su papel en la Iglesia desde la pertenencia y nunca a partir del choque.

Un dato muy importante es que todos los que fueron sus directores espirituales, aprendieron de ella, pues era una formadora de facto. Por ejemplo, Mons. Martínez, cuando reflexionaba sobre la gracia de la “encarnación mística” que le fue dada, la entendía como derivada de la que, en 1906, recibió Concepción Cabrera de Armida. Se hizo, al mismo tiempo, maestro y alumno, padre e hijo espiritual. Cada uno desde su vocación concreta. En la diversidad, lograron avanzar y, desde ahí, ayudar a otros en el mismo camino.

De Concepción Cabrera de Armida, impacta su vida mística envuelta en algo tan humano y normal como el día a día en casa o al pendiente de la empresa familiar. A medida que profundizaba más en su relación con Dios, se simplificaba, siendo muy humana al reír o gastarles alguna broma a sus amigos. ¿Cuál fue su aporte en la Iglesia? Podríamos mencionar al menos cinco:

1. Fue ella misma. No necesitó de algún grado, documento o teoría ajena para inspirar la fundación de las Obras de la Cruz.

2. Sabía hacerse escuchar, apelando a Dios. Es decir, no pedía cosas para ella, en el sentido de buscar algún beneficio a costa de la credibilidad que iba ganando, sino en favor de la Iglesia.

3. Rompió formas y conservó el fondo, la verdad cristiana. En alguna ocasión, dio charlas espirituales en la entonces hacienda de Jesús María. ¿Enseñando sobre Dios cuando pocas mujeres lo hacían? Tal cual. Innovó, escribió, pero conservó la chispa del Evangelio. Nunca lo redujo o alteró.

4. Incidió en la Iglesia y en la sociedad. ¿De qué manera? Proponiendo, vinculando, generando unidad y una visión realista del estado de las cosas en medio de la persecución religiosa, acrecentada por la “Ley Calles” (1926).

5. Supo persuadir con la transparencia de sus palabras.


Evidentemente, no le faltaron obstáculos, pero supo mantenerse en lo dicho y, desde ahí, vincular a muchos hombres y mujeres. Estamos hablando de un liderazgo propositivo. Hacia oración, consultaba y actuaba. Gracias a sus acciones, por ejemplo, se facilitó a los laicos el poder comulgar diariamente, cuando anteriormente era un punto o aspecto reservado. ¿Qué movió al cambio? Su coherencia. Ahora bien, no estaba obsesionada por erradicar tradiciones, sino trabajar en una hermenéutica de la continuidad que ha dado sus frutos en pleno siglo XXI. Necesitamos estudiarla a nivel, digamos, corporativo, en el sentido de identificar las claves que Dios dejó en su vida para replantear temas pendientes, entendiéndolas dentro del sentir de la Iglesia, como ella siempre lo hizo. Sin duda, la Venerable Concepción Cabrera de Armida, sirve como modelo e inspiración para dar nuevas respuestas.