Josué 5, 9a. 10-12; 2 Corintios 5, 17-21; Lucas 15,1-3. 11-32
«Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado»
«Me conmueve la alegría del Padre. La alegría del hijo. Ya no habrá sombras ni oscuridad. Me gusta pensar en la casa, en ese hogar en el que pueda uno ser quién es sin miedo al rechazo»
Me duele la indiferencia ante el que sufre, ante el que nada tiene, ante el que busca. Me duele, es verdad, pero yo mismo soy indiferente tantas veces. Y no quiero que me dé igual que alguien se acerque o se aleje, que alguien quede herido y sufra, que alguien necesite apoyo y no lo encuentre. La indiferencia aumenta la desesperanza, el dolor, la soledad. No quiero que deje de importarme que alguien se vaya de casa decepcionado, porque no recibe de la vida lo que espera, lo que sueña. No podemos satisfacer todos los deseos, anhelos y expectativas, es verdad. Jesús tampoco lo hizo cuando pasó haciendo el bien entre los hombres. Pero Él nunca se mostró indiferente ante el dolor de los demás. Se detuvo, miró con misericordia, extendió la mano y bendijo, sanó las heridas. Decía el Papa Francisco: «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él (1 Co 12,26). Formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia. ¡Cuánto deseo que la Iglesia, nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia! También como individuos». La indiferencia es lo contrario de la misericordia. El otro día leía: «No es que no le preocupe el pecado, sino que, para Jesús, el pecado más grave y que mayor resistencia ofrece al reino de Dios consiste precisamente en causar sufrimiento o tolerarlo con indiferencia»[1]. Tolerar el mal con indiferencia. Causar dolor con nuestras imprudencias, con nuestros gestos, con nuestras palabras. ¿Soy consciente del dolor que causo a veces con mi desamor? No soy responsable de todo el dolor que ocurre a mi alrededor. No puedo satisfacer todas las necesidades de los hombres. Y gustar a todos, caer bien a todos, resolver todas las preguntas y dudas de los que me rodean. No puedo. El dolor permanece. Y yo no logro calmarlo. Pero no quiero ser indiferente aunque no pueda hacer nada. Siempre podré rezar. Eso siempre. ¡Qué dura es la indiferencia! Es ausencia de amor, de mirada, de mano extendida, de abrazo. Ausencia de palabras de ánimo y de acogida. No quiero ser indiferente aunque a veces me muestre indiferente. Me recuerda la descripción de Nouwen del cuadro de Rembrandt del hijo pródigo que leí hace unos días: «Las dos mujeres de pie a diferentes distancias detrás del padre, el hombre sentado con la mirada perdida en el vacío, y el otro alto, de pie, erguido, contemplando con mirada crítica el acontecimiento, todos ellos representan distintas formas de no compromiso. Vemos indiferencia, curiosidad, un soñar despierto, una observación atenta; alguno mira fijamente, otro contempla, otro observa sin fijar la mirada y otro simplemente mira. Cada una de estas posturas me es muy familiar. Todas ellas son formas de no comprometerse»[2]. Se fija en ciertas figuras distantes, que observan, son simples espectadores que no se comprometen con la vida, que no se involucran en lo que está ocurriendo. A veces corro el peligro de ser yo un mero espectador de la vida. El peligro de no crear intimidad, de no amar, de no darme. El otro día leí algo de la vida de Engelmar, un sacerdote misionero que murió en Dachau: «Salió de este mundo como había vivido en él. Con el corazón en la mano. Le llamaban el ángel de Dachau, porque así se comportó en medio de aquel infierno. Había dejado escrito: - El amor multiplica las fuerzas, inventa cosas, da libertad interior y alegría. El bien es inmortal y la victoria debe ser de Dios». Me impresionó su descripción. Un hombre que vivió con el corazón en la mano. Y se fue de este mundo de la misma manera. Muchas veces no lo hacemos así y sufrimos, nos perdemos. El corazón en la mano. Es un misterio. Me gustaría aprender a vivir así, amando. Entregándome a los hombres, involucrándome en sus vidas. A veces vivo sin poner el corazón en lo que hago. Acompaño a otros, pero no los amo, no les entrego el corazón. El P. Kentenich les dijo a los jóvenes con los que empezó en el año 1912 que ante todo les entregaba su corazón. Ponía en sus manos su corazón. Es la única forma de vivir, de educar, de acompañar. Pero a veces me refugio en una esquina, observo y pienso. No estoy en medio de la escena. No soy el que abraza ni el que es abrazado. No entrego el corazón. A veces corro el riesgo de ver pasar la vida ante mis ojos sin tomar partido. Pienso en una persona que salta de su asiento cada vez que es requerida su presencia, o siente que puede ayudar. Aunque nadie lo vea. Aunque a nadie le importe. Esta persona se involucra. No permanece al margen. Nunca ha sido espectadora de la vida. Ha sido protagonista de sus actos. Actos marcados por la vulnerabilidad de alguien que arriesga su vida por amor.
Puede ser que con el tiempo no me afecte tanto el mal de tantas personas que sufren. Me acostumbro al dolor. Tal vez a los médicos les pasa algo parecido al tratar tantos enfermos. La cantidad de personas que sufren hace que el dolor de todas ellas ya no nos parezca tan grave. Me da miedo acostumbrare al mal del mundo. No quiero vivir con indiferencia. Quiero amar con un amor que se involucre. Decía el P. Kentenich: «El Buen Pastor da su vida por sus ovejas. No se queda de brazos cruzados en la orilla de un mar azotado por la tempestad, ni se limita a contemplar indiferentemente las aguas rugientes, en la cual miles y miles de personas están expuestas al viento y las olas, luchando, desamparadas, por no perecer. Tampoco se contenta con arrojar desde lejos el salvavidas a quienes se están ahogando, sino que Él mismo se arroja al agua, arriesgando su vida, para salvar lo que se debe salvar»[3]. Creo que la misericordia es lo contrario de la indiferencia. Hace poco leí de nuevo a Nouwen y su deseo de no madurar. Él no quería ser el padre: «Toda tu vida has estado buscando amigos, suplicando afecto; has estado interesado en miles de cosas, has rogado que te apreciaran, que te quisieran, que te consideraran. Ha llegado la hora de reclamar tu verdadera vocación: ser un padre que puede acoger a sus hijos en casa sin pedirles explicaciones y sin pedirles nada a cambio»[4]. Él no quería asumir responsabilidades, ser maduro y afrontar la vida. Uno vive mejor como hijo pródigo: «La idea de ser como aquel anciano que no tenía nada que perder porque ya lo había perdido todo y sólo le quedaba dar, me abrumaba. Ha sido una lucha lenta y muy dura, y todavía a veces siento deseos de permanecer en el papel de hijo y no crecer nunca. Pero también he saboreado la inmensa alegría de los hijos que vuelven a casa, la alegría de imponerles las manos en un gesto de perdón y bendición. He empezado a conocer lo que significa ser un padre que no hace preguntas sino que lo único que quiere es acoger a sus hijos en casa»[5]. A veces me pasa igual. Me da miedo el papel del padre y no la vida más fácil del hijo. Me da miedo involucrarme en ese abrazo que cuesta toda una vida. Pero sé que no quiero vivir mi vida como un espectador sombrío, hierático, estático, demasiado frío. En el fondo del alma anhelo ser ese buen pastor que da su vida por los suyos y no se la guarda. Ese buen pastor que sale a buscar la oveja perdida, pierde el tiempo y se involucra. Ese buen pastor que no teme el rechazo ni la muerte, a quien no le asustan las heridas de esa lucha en la que da su amor a los que le buscan. Me gustaría no permanecer indiferente nunca ante los hombres. Sueño con vivir esa compasión que me acerque al dolor en lugar de alejarme. No quiero ser una de esas figuras frías del cuadro de Rembrandt. Esas figuras que no aman, no se mueven, no se lanzan a abrazar. Juzgan, analizan e interpretan desde lejos. Me han dado qué pensar esas figuras que no viven la vida, simplemente la observan. Me recuerdan a tantas personas que viven las vidas de los famosos a los que siguen por televisión, porque son vidas más fascinantes que las propias. No sé si mi vida es más o menos fascinante que otras vidas. Me importa poco. Lo que no quiero es ser toda mi vida un espectador que no juega, que no interviene, que no arriesga, que no ama, que no lleva su corazón en la mano. Un espectador ocupado de sus asuntos, demasiado ocupado como para prestar atención a otros. Hace poco tuve que contarles a niños de tres y cuatro años la parábola del buen samaritano. Lo intenté. Días después una madre me contó: «Mi hijo de cuatro años dice que aprendió una cosa. Que es más importante ayudar que trabajar. Y le dijo a ella: - Pero no pasa nada, mamá, tú trabajas en un hospital y ayudas». Algo quedó grabado en su corazón después de todo. Esos hombres con prisas, tan preocupados de sus cosas que no se podían detener a ayudar al hombre herido al borde del camino, no eran los buenos del cuento. Tenían muchas cosas que hacer y no podían perder su valioso tiempo. Me conmovió cómo ese niño se quedó con lo importante. La obsesión por el trabajo nos puede volver indiferentes ante todo lo que suponga perder el tiempo. No quiero ser indiferente ante el dolor. Indiferencia frente a misericordia. Quiero dar la vida en lugar de guardarla por miedo a perderla. Hay muchos heridos al borde del camino. Muchas necesidades y no doy abasto. Pero puedo permanecer quieto, juzgando la realidad de lejos, sin involucrarme. Me da miedo ser una de esas figuras del cuadro en las que ni yo mismo me había detenido antes. Esas figuras estáticas, calladas, apagadas. Tan apagadas que casi se confunden con el fondo del cuadro.
Hay una tentación grabada en el alma que vuelve siempre a mi cabeza. El miedo a no estar a la altura esperada, a no lograr lo que deseo, a no cumplir lo prometido. Le pone voz una persona que rezaba así: «Me da miedo la vida. Me da miedo no estar a la altura, defraudar, escandalizar. Tengo grabada en el corazón esa santidad de perfección que creo que Tú me pides. Me alejo de ti cuando caigo y lo hago mal. Y no me creo con derecho a nada». Es verdad, me siento parecido a ese hijo pródigo que se aleja y se pierde en la vida. Me veo así cuando no estoy a la altura y no creo en la misericordia de Dios. Creo con la cabeza, no creo con el corazón. Esa tentación es la que me turba. Ese miedo a defraudar. A no alcanzar las metas soñadas, los planes trazados. A no valer. A no ser fiel. ¡Qué fácil no ser fieles a nuestros sueños! ¡Qué fácil dejar de lado las promesas marcadas! El otro día una persona me dijo algo muy verdadero: «Siempre hablamos de adulterio cuando una persona se va con otra y es infiel a su cónyuge. Pero adulterio es más que eso, es ignorar a la persona a la que uno ama buscando otras cosas en las que poner el corazón y vivir una vida paralela. No importa que no haya otra persona, pueden ser sólo cosas, hobbies y aficiones. Pero es el mismo corazón adúltero». Me dejó pensando esta afirmación. Es muy verdadera. Somos adúlteros cuando nuestro corazón no es fiel al amor primero, a la opción dada para toda la vida. Somos infieles en el amor cuando lo descuidamos y perdemos el tiempo allí donde no habíamos pensado estar nunca. Creo que Dios puede trabajar mi corazón para hacerlo más suyo. Sé también que me seguirá abrazando en medio de mi barro y no se asustará de mis flaquezas. No se sorprenderá al verme caer. Me querrá igual cuando yo huya de Él y no lo quiera. Cuando sea hijo ausente. Hijo ingrato. Sé que me besará cuando yo me aparte de su camino. Lo sé con la cabeza, es verdad, pero tantas veces lo niego con mi corazón. No conozco de verdad su misericordia. Sólo tengo una imagen falsa de la santidad y una imagen falsa de la verdadera paternidad. Ese hijo que no responde al concepto de hijo esperado. Ese hijo fracasado que vuelve a casa. Ese hijo lleno de sueños incumplidos. Ese anhelo de felicidad roto en mil pedazos. Es duro defraudar en la vida. No estar a la altura. El hijo pródigo representa ese fracaso de la forma más burda: «Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad». Gasta la fortuna y fracasa. No tiene nada que comer. Experimenta la soledad y el abandono. Pero ese punto de su vida no puede ser el final. Ante los fracasos podemos perder la esperanza y pensar que ya nada tiene solución. A veces pensamos que la vida iba a ser de una determinada manera. Elegimos un camino. Optamos pensando que era el plan de Dios. Nos hacemos ilusiones e imaginamos un futuro perfecto con amores perfectos. Soñamos con una vida grande y plena. Pero luego no es así y la vida nos decepciona. Fracasamos. Pasamos hambre cuando el trabajo que imaginamos no resulta. Sentimos la soledad cuando el amor por el que luchamos desaparece. Tocamos el suelo después de haber estado a punto de tocar el cielo. Lo imaginado no se hace real. ¿Qué hacemos? Decía el Papa Benedicto XVI: «No existen fracasos irremediables. Agobiado pero no aplastado; derribado pero no aniquilado. Justamente, cuando muchas veces está la tentación de decir: ya no puedo más, ¿cómo es posible que no estemos aplastados, agotados de fatiga? He aquí nuestro secreto: en todo momento encomendamos todo a Cristo y a su Madre en el Santuario: las dificultades de los otros, las nuestras, todo lo que nos agrede». No hay fracasos irremediables. No ocurren tragedias que no tengan una solución. A veces lo que pensamos como camino de felicidad en nuestra vida se trunca. Una enfermedad, una muerte, un accidente. El hijo que cree que se va a comer el mundo y comienza a ser tentado por las algarrobas de los cerdos.
Me gusta la imagen de ese regreso a casa. Es algo mágico. Me conmueve la alegría del Padre. La alegría del hijo. Un encuentro de luz. En este domingo de la alegría es el evangelio más pascual. Es el regreso a la casa definitiva de Dios. Cuando ya no habrá sombras ni oscuridad. Me gusta pensar en la casa, en ese hogar en el que uno puede ser quién es sin miedo al rechazo. Es lo que desea el hijo en su corazón: «Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: - Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros». El hijo decide volver a casa porque tiene hambre. Y espera lo más lógico, no volver a ser tratado como hijo, sino como jornalero. Quiere un hogar donde poder vivir y no pasar hambre. A veces me encuentro con personas levantándose después de un fracaso. Ya no le piden mucho a la vida. Se lo pidieron antes del fracaso, antes de la pérdida. Ahora se contentan con cualquier cosa, con cualquier sucedáneo de felicidad. Han soñado lo imposible y lo han tocado en su carne cuando no se hizo realidad. Estuvieron dispuestos a dar la vida, a comerse el mundo y se acaban conformando con cualquier cosa, con cualquier amor. Me entristece ver al hijo a punto de comer la comida de los cerdos. Puede llegar a olvidarse de su casa paterna. A veces en mi vida me he sentido lejos de Dios, como el hijo pródigo. Me he ido por otro camino. Y he vivido como si no lo conociese. Añoro entonces cuando me sentía cuidado, cuando me sentía hijo. Cuando me sentía protegido. Y me siento solo en la vida. Dios está lejos. Me siento perdido, sin raíces. Y cuando me va mal, quiero volver a Él. A pedirle ayuda. A suplicarle que me vuelva a abrazar. Y me siento pequeño como el hijo pródigo. Pobre. Indigno. Sin Él no soy feliz. Sin Dios no tiene sentido ningún camino. Por eso lo escojo de nuevo. Quiero vivir en la casa de mi padre. No me conformo con las algarrobas de los cerdos. No quiero estar lejos. Vuelvo a escoger lo que antes tenía pero sintiéndolo mío. No conozco a Dios. Creo que no me va a acoger. Que me va pedir condiciones. Que me va a medir y a probar. Jesús me habla de mi Padre. De ese Dios que me espera cada día buscándome en el horizonte. Triste porque no me sentí a gusto ni pleno a su lado. Porque no pudo forzar mi corazón y hacerme feliz. Cada día pronuncia mi nombre. Y piensa en mí. En mi camino de vuelta. Siempre pienso que Dios espera y sale a mi encuentro. Me aguarda. Respeta mis tiempos. No deja ni un solo instante de salir a esperarme. De nombrarme. De desearme. Porque tiene miedo de que no sea feliz. Solo por eso. Pero cuando ve que vuelvo, desde lejos, sale corriendo y se tira a mis pies, y me abraza. Para que en seguida me sienta amado. Sin condiciones. Sin tiempo de prueba. Una persona rezaba: «Tú luz entra desde lo imposible, rompe el muro donde no hay hueco y llega hasta el rincón más escondido y oscuro. Lo que yo dejo oscuro Tú lo iluminas y lo quieres. Tú lo señalas, lo levantas, lo eliges. Lo pequeño del corazón y de mi vida, lo quieres. Yo soy ciega. Mi ventana está hecha, pero es de noche. No llega la luz a todos mis secretos. Sólo Tú, Señor, descubres tesoros en mi desván oscuro y olvidado. ¿Tú me eliges, Señor? Si yo me siento elegida, vuelo como las águilas, donde Tú me lleves, alto, más alto. Aunque me pese mi carga, mis preocupaciones, mis enredos cotidianos. Seré liviana junto a ti. Sólo con tu luz, que para mí es imposible. Viene cuando no la espero y rompe donde no hay hueco ni ventana. Tú todo lo puedes, Señor». Me gusta cómo esa oración habla de la luz de ese encuentro con Dios que me abraza y no me pide nada. Ese abrazo, esa ternura, esa alegría del encuentro. Es la única luz capaz de sanar mi herida abierta. De consolar mi sentimiento de culpa. Mi Padre se ha olvidado de mi pecado. Solo desea celebrar una fiesta. Parece un premio. ¿Cómo puede haber un amor así? Ese amor es el único para el que estamos hechos. Yo no sé amar así. Pero mi alma está hecha para ese amor. Eso lo reconozco. Creo que sólo conocemos a Dios de verdad cuando volvemos heridos, pecadores, pequeños, vacíos, y Él nos recibe en un abrazo lleno de ternura. Ese abrazo de Dios que nos dice solamente: «Ya estás en casa, por fin». Ese abrazo me rescata de mi oscuridad y me lleva a la luz de su amor. ¡Qué alegría!
El abrazo del Padre me abre la puerta de la vida y, al mismo tiempo, me confunde a veces. Al contemplar esta parábola, al ver el cuadro de Rembrandt, o al escribir o predicar sobre este abrazo me entran dudas. Por un lado está claro. Yo quiero ese abrazo. Yo quiero ser acogido así por mi padre cuando vuelva a casa. Yo quiero un Dios así, derramado sobre mi indigencia. Quiero un beso de padre a hijo. Quiero que me ponga el anillo y me coloque sandalias nuevas. Quiero una fiesta y un cordero cebado. Definitivamente, lo quiero. Es la mirada de ese padre la que me conmueve siempre de nuevo por dentro. Una mirada que aguarda la llegada del hijo ausente. Una mirada llena de lágrimas, desgastada por la espera. Una mirada que abarca el infinito tratando de encontrar ese amor de hijo. Una mirada loca que no se conforma con la pérdida. Me emociona pensar en esos ojos horadando el horizonte. Reteniendo las últimas luces del atardecer. Amaneciendo con el sol cada mañana. Esa espera infinita. Esa espera sin tregua. ¿Quién es capaz de amar tanto como para esperar así? ¿Quién es capaz de creer tanto en un regreso imposible? Me conmueve el padre que me busca, que me espera. Me impresiona que no se canse de mis rebeldías y vuelva cada mañana al comienzo del camino que yo dejé hace tiempo. Esa fidelidad me duele en las entrañas. Yo no soy así. Yo no espero de esa forma. Me conformo con las pérdidas, me acostumbro a las ausencias. Pero al mismo tiempo me confunde ese abrazo que no recrimina, no exige, no denuncia. No hace justicia, no pide cuentas, no exige cambios. Me turba ese abrazo sin preguntas, que lo perdona todo. Ese abrazo de hoy me deja sin palabras. ¿Es posible perdonar de esa forma? ¿No es injusto perdonar así? ¡Qué difícil pedir perdón y perdonar! ¡Qué bendición ser siempre perdonados! Decía el Papa Francisco: «Es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse». Hoy cuesta tanto hablar de perdón. Cuesta tanto perdonar al que nos ofende. Perdonar al que nos hiere. Perdonar sin castigo. Recibir perdón y perdonar. ¡Qué difícil aprender a perdonarnos a nosotros mismos! El otro día leía: «Cuando Jesús se vuelve misericordiosamente a nosotros, pasamos a estar íntegros y sanos, experimentamos paz interior. Entonces llegamos a comportarnos misericordiosamente con nosotros mismos, en lugar de hacernos blanco de nuestra propia rabia»[6]. El padre de la parábola se vuelve y perdona al hijo que regresa. «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo». A ese hijo que no se acaba de perdonar a sí mismo del todo. El perdón es un misterio, es una gracia que tanto nos cuesta encontrar. El abrazo del padre sana el corazón herido del hijo que regresa. Su elección sana mi herida profunda y me pone en camino hacia el hermano. Con mucha frecuenta me encuentro con corazones enfermos, rotos, heridos. Corazones que no saben por qué sufren, por qué viven con rencor. No se conocen. No se entienden a sí mismos. No se aceptan en su vulnerabilidad, no se quieren en lo más hondo. Tal vez no han vivido nunca ese abrazo de perdón. A mí mismo me cuesta también quererlos, volverme como el padre y abrazarlos. Y sé que eso ayudaría, sanaría. Sólo cuando soy perdonado me hago más capaz de acoger y perdonar a otros. Sólo perdonándome a mí mismo puedo perdonar al que me hiere. ¡Cuánto cuesta el perdón! ¡Cuánto cuesta ese abrazo que todo lo borra! ¡Qué mala memoria tiene Dios! Es verdad que el perdón no tiene que ver con el olvido. El Padre no olvidará nunca la herencia repartida y malgastada. No olvidará la lejanía y la ausencia. No olvidará tantas mañanas saliendo temprano a la puerta de la casa a esperar a su hijo. Esos recuerdos son su historia santa. No los olvida, pero recordarlos ya no le producen dolor, no aumentan el rencor. El perdón lo transforma todo. ¡Qué importante aprender a perdonar!
Al mirar el abrazo del padre y del hijo me pregunto: ¿No es acaso injusto este abrazo del padre a su hijo infiel? Me siento tan identificado con el hijo mayor siempre fiel en casa: «Mira, en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos». Es el hijo fiel. ¿Acaso no importa lo que hagamos? ¿Es Dios tan injusto que trata igual al fiel que al infiel? ¿La misericordia no deja abierta la puerta para aquel que no quiere hacer nada y sólo quiere vivir su vida? Es lo que le parece al hijo mayor que había servido con afán durante años sin obtener nada. Al hijo mayor le parecía insuficiente la compañía del Padre. Pero creía en su justicia hasta ese día del abrazo. Él había actuado bien, merecía premio. El otro hijo lo había hecho mal, merecía un castigo. Decía el P. Kentenich: «El amor del Padre es un amor justo. Lo es y debe seguir siéndolo. Pero la nueva imagen de Padre ha de desplazar el acento en la dirección del amor paternal misericordioso. Amor justo. ¿Qué presupone? Mérito y fuerte empeño por obtener méritos. Sigue teniendo su razón de ser. Tenemos que hacer algo. Esforzarnos, trabajar, sacrificarnos hasta el máximo. Pero no darle importancia a lo que hemos realizado. Se trata de desplazar el acento. Aún cuando nos claven en la cruz. No le demos importancia a lo que dice nuestro yo. Tampoco a nuestros pecados. A nuestros tropiezos. No dar importancia a lo que aportamos. Pero todo eso no significa que no debamos hacer nada. Al contrario. Hay que hacerlo todo. Pero una vez realizado, no le demos tanta importancia. Queremos ser pobres hijos del padre. Pobres hijos del rey que viven de su precariedad. Pobres pecadores, pero dignos de misericordia en razón de su amor infinitamente misericordioso. Confiamos heroicamente en ese amor»[7]. Me gusta esta reflexión. Hacerlo todo sin darle importancia. Como si no fuera grande lo que hacemos. Como si el acento no estuviera tanto en lo que yo puedo dar y hacer sino en el amor de Dios. No darnos más importancia que la que tenemos por el hecho de ser hijos de Dios, siervos inútiles, pobres pecadores. No poner el acento en nuestros méritos. No caer en la vanidad, en el orgullo. No creer que merecemos el amor. Pero eso sí, amar siempre, amar hasta que duela. En toda circunstancia. Cuando nos resulta y cuando fracasamos. Sin darnos importancia por la entrega y el esfuerzo realizado. Como ese siervo que hace lo que tiene que hacer. Simplemente eso, sin darle mucho valor. Por amor, por misericordia.
A veces en mi vida me identifico mucho con este hijo mayor que no conoce al Padre. Estoy cerca de Dios o por lo menos aparentemente estoy en el mismo lugar en el que Él está. Los demás me asocian a Él. El santuario, mi vida en torno a María, a las cosas de Dios. Pero entonces puedo sentir que quiero irme. Tal vez porque en la casa del Padre no me siento comprendido, ni querido, ni valorado en mis méritos. A veces estoy a su lado y Él no puede llegar a mí, porque yo no le dejo. Soy ese hijo mayor que sirve siempre, que no engaña nunca, que no es infiel. Pienso en esa frase de la Apocalipsis: «Estoy a la puerta y llamo. Si me abres entraré». Pienso que es Jesús que quiere llegar a mí. Y me llama, no desde fuera de mi puerta, sino desde dentro. Está dentro de mí. En mi alma. Mira lo que siento y lo que pienso. Pero yo estoy fuera de mí mismo. Allí mismo pero volcado en el mundo. Él me llama desde dentro, para compartir mi vida. Para estar conmigo. Y yo voy de un lado a otro perdido en mil detalles, pendiente de mil cosas. Sé que me espera dentro del alma y yo no sé ir. Me cuesta meterme dentro, tocar mi miedo y mi nostalgia, la soledad del alma, los deseos que no se cumplen, esos sentimientos que me turban. Y Él quiere estar conmigo. Pero tal vez yo no quiero estar con Él. Pienso que así era no sólo el hijo mayor, sino también el hijo pequeño antes de irse de casa. El Padre estaba a su lado pero el hijo no estaba con él. Vivían en la misma casa pero el Padre era impotente y no lograba tocar su corazón. Veía que su hijo, como yo tantas veces, tenía un muro en el alma. Dudaba. No confiaba. Si no, no hubiera llegado a pedir la herencia. Yo sé que tantas veces soy así. He crecido al lado de Dios, en su casa, con otros hermanos. Pero lo doy por evidente. No valoro la fe que tengo. No he escogido vivir donde vivo. No soy un converso. No he vuelto a casa, porque nunca me he ido. Pero no he hecho mío ese lugar. Y me quejo cuando otros viven de otra forma. Sé que Dios no puede forzar mi alma. No puede. Se siente atado ante mi dureza. Estoy lejos aunque parezca que estoy cerca. ¿No es verdad que a veces nos aburrimos en la casa del Padre? Estoy allí pero tengo un muro que me cierra. Veo lo negativo. Me quejo. No me siento querido por mi Padre. No hay fiesta por mi fidelidad. El hijo mayor es como el hijo pequeño antes de irse. Está en casa. Pero lejos en su corazón. Se cree con derecho a opinar. Con derecho a poseerlo todo. Juzga. Y le parece mal que su padre acoja. Que lo ponga a él al mismo nivel que al hijo infiel. Él se siente superior. Se siente perfecto. ¡Cuántas veces en la Iglesia nos sentimos mejores que los que no creen! Nos cuesta pensar que otros que han pecado, o que viven en pecado, puedan tener el mismo lugar que yo que cumplo tanto. El Padre deseaba la llegada del hijo. El hermano mayor no se alegra de su vuelta. Sólo piensa en él. En que a él no le hacen una fiesta. En que el otro se lo merece menos. Pienso que esa mirada es la que le hace estar tan lejos de su padre. No se ha ido, pero nunca ha conocido de verdad a su padre. Por eso le cuesta tanto volver. Porque sólo se puede volver cuando uno se ha roto en la vida, ha tocado el fondo del pozo, lo ha perdido todo. Cuando uno se siente necesitado y pobre. El hijo mayor no se siente pobre sino rico. Con derechos. Con control. Y le parece mal lo que hace su padre. No acepta su abrazo cuando viene a buscarlo para que entre en la fiesta. No cree en su misericordia. Quiere que se haga justicia. No necesita su abrazo. Está dolido. Me da miedo esa lejanía del corazón. Esa falta de misericordia, esa mirada tan crítica. Ojalá mi corazón siempre pueda romperse para volver a Dios. Siempre pueda alegrarse de lo bueno de mis hermanos. Ojalá nunca me sienta especial, ni mejor que nadie. Sin pecado, justificado. Ojalá no juzgue a otros y no los condene. A veces miro desde mi atalaya. Ojalá pueda siempre creer en el amor de Dios cada vez que vuelvo a casa. Cuando me arrodillo ante Él y le cuento todo. Ojalá nunca deje de creer en su abrazo. En su ternura. Ojalá yo pueda dar algo de ese amor gratuito, el mismo abrazo. Y vivir esa alegría del encuentro. Esa fiesta en la que todos tenemos un lugar. El mejor lugar. Me da paz pensar que siempre hay un lugar para mí en la casa del padre. Que pertenezco a un hogar. Quiero aprender a respetar a los otros, a aguardar, a perdonar, a mirar desde lejos, a creer en los demás como Dios cree en mí. Quiero repetir su abrazo a la puerta de mi vida, esperando, aguardando el regreso del que se ha alejado. Con nostalgia, con anhelo. Quiero celebrar siempre la alegría del perdón. Alegrarme con el que vuelve a casa. No juzgar, siempre perdonar. Quiero tener una mirada humilde sobre los demás. Quiero tener un corazón lleno de misericordia que no condene, que no se sienta mejor que nadie.
[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[2] H. Nouwen, El regreso del hijo pródigo
[3] J. Kentenich, Kentenich Reader I
[4] H. Nouwen, El regreso del hijo pródigo
[5] H. Nouwen, El regreso del hijo pródigo
[6] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 90
[7] Peter Wolf, La mirada misericordiosa del Padre, Textos escogidos del P. Kentenich, 122