Carmelitas Samaritanas: esa es nuestra vocación, nuestra misión, lo que somos. Lo que queremos ser. Lo que debemos ser. Lo que Jesucristo quiere que seamos y la Iglesia necesita que seamos. ¡Carmelitas Samaritanas! Esposas de Cristo en el Carmelo, en este Carmelo “nuevo” concretamente, y ¿qué eso? ¿Qué es el Carmelo Samaritano? ¿Qué tiene que ser este Carmelo recién brotado? ¿Qué es lo que Jesús quiere, lo que Jesús espera de esta comunidad?
Este Carmelo tiene que tender a ser una lámpara viva que se consuma en honor del Corazón de Jesucristo, que lo alumbre. Éste Carmelo tiene que ser como una doble genuflexión, honda, profunda, que testimonia la grandeza del Creador, que lo adora. Tiene que ser como una jaculatoria, como un canto de alabanza inacabable, perenne, interminable… como el que vamos a cantar después en la Gloria, alabando a la Trinidad.
Este Carmelo tiene que ser -ante todo- testimonio de unidad, ejemplo de unidad, UT UNUM SINT, que sean uno. Es el deseo supremo de Jesús en la última cena: que los suyos, sus íntimos, sus apóstoles, nosotras sus esposas, seamos completamente uno para que el mundo crea.
Este Carmelo tiene que ser también, como el publicano en el Evangelio, que se inclina con sincera humildad, golpeándose el pecho y pidiendo misericordia, para sí y para el mundo entero. “¡Oh Dios ten misericordia de mí que soy un pecador!”, repetía el publicano. Nosotras, en comunidad, tenemos que ser ese publicano, consciente de la propia pobreza, que pide misericordia para sí y para la humanidad entera.
Este Carmelo es, tiene que ser -nuestra Santa Madre quería que fuera- un cielo anticipado antes de que la vida haya terminado, un tiempo robado a la eternidad.
Este Carmelo tiene que ser un Moisés en lo alto del monte, rogando por todos los que pelean en la llanura. Tenemos que estar ahí orando, rogando, pidiendo, con los brazos en alto, como Moisés. Tenemos que ser también, como Juan el Bautista, que iba delante del Señor preparándole el camino, anunciándole.
Y por último… tenemos que llegar a ser Jesús mismo. ¡Jesús! Jesús que llora y se lamenta por las gentes de Jerusalén que no amaban, que no eran capaces de amar, ni de acoger el don de Dios. Tenemos que ser Jesús mismo, que por ellos llora, y por ellos muere.
Todo esto son pequeños matices, diversas caras, de la misma misión: la de estar ahí con Él, la de ser de Él, pertenecerle a Él. Y también la de ser amor, ser Jesús, ser completamente Él. Menguando para que El crezca, para que venga su reino.
Las Carmelitas Samaritanas… ¿qué somos? ¿qué tenemos que ser cada una? Tenemos que ser sencillamente la esposa fiel, entregada, amante de Jesucristo. Tenemos que ser mujeres llenas, plenas, plenas de vida. Que dan vida, porque viven para el que es la Vida. Tenemos que ser aquellas que hacemos de los hijos de Adán, hijos del Padre. Engendrar continuamente almas a la vida de la Gracia, a la vida de Dios. Aumentar sin fin el número de los hijos de Dios.
Tenemos que ser aquellas que vamos presurosas al encuentro de Jesús, al encuentro del Señor. Tenemos que unirnos a Cristo en sus vigilias de oración, en sus momentos de intimidad con el Padre, a Jesucristo que ahí -en la Eucaristía- está orando al Padre como un puente entre Dios y los hombres. Tenemos que estar adheridas a Él. Vivir con el alma arrodillada, junto a Él, para rogar al Padre, para alabar al Padre. Y para ser crucificadas con Él. Vivir como Él: con los brazos abiertos entre el cielo y la tierra, acogiendo a todos esos hijos que hemos engendrado y entrándolosa la gloria. Si es necesario… metiéndolos en el cielo a empujones. Y clamando con Jesús: “Padre perdónales, porque no saben lo que hacen.”
Tenemos que ser ese grito de perdón al Padre. Tenemos que cargar, como Jesús, sobre nosotras el pecado del mundo, llevándolo al patíbulo, llevándolo a la Cruz. Empaparnos en la Sangre y el Agua del Costado y lavar todo ese pecado. Y ofrecerle al Padre hijos regenerados, nuevos, vivos, resucitados para siempre… hijos en el Hijo Primogénito. Esa es nuestra misión: ¡Dame almas y quítame todo! ¡¡Dame almas y quítame todo!!
Tenemos que ser las que, abrazadas a Él, clavadas y traspasadas con Él, suframos su sed, esa sed acuciante, abrasadora… ¡¡Ojalá!! ¡ojalá que esa sed nos consuma! Y al mismo tiempo tenemos que ser el agua que calme esa sed. Ser la gota de agua fresca, transparente, que en los labios de Jesús, suaviza un poco el tormento de su sed, alivia un poco esa sed.
Todo eso y mucho más -pero no quiero seguir ya- es lo que tiene que ser este Carmelo, pero sobre todo… unas manos que sostienen una patena y se elevan a Dios ofreciendo la humanidad. Creo que eso es lo más importante, la idea más fuerte, la más central: esas manos elevando en una patena la humanidad entera. Tenemos que tirar de toda la humanidad hacia arriba, y elevarla al Padre. A un mundo pagano, olvidado de Dios, alejado de Él, que le ignora, tenemos que ponerlo en esa patena y no cansarnos nunca de ofrecerlo, de elevar las manos y arrastrar hacia el cielo a la humanidad.