Al Padre Jose Ramón lo conocí en dos ocasiones muy distantes y muy distintas.
La primera fue allá por el año 1962. El era director del colegio mayor de la Universidad
de Deusto y yo era un maestrillo en ciernes que acababa de terminar la Filosofía en
Loyola y fue destinado a cuidar de una planta en el colegio mayor de Deusto al tiempo
que dedicaba también su tiempo a confeccionar planes contables para la Universidad. Si
algo me queda de aquellos dos años, fue la falta de sueño (que todavía arrastro)  a la que
nos obligaban las “noches en blanco” de estudios de los alumnos. La segunda ocasión
fue en la antigua casa profesa, después Residencia de San Ignacio en Bilbao en la calle  Ayala donde
convivimos, pared con pared, durante más de 14 años.   

Son dos etapas muy distintas pero con un denominador común. Jose Ramón Martínez de Lejarza, a mi juicio,
no cambió demasiado de una etapa a la siguiente.
 
Siempre fue un jesuita de carácter fuerte que se supo ganar la amistad, primero con los
alumnos del colegio mayor, y después de los compañeros en la residencia. Carácter
fuerte en verdad lo tuvo pero siempre matizado por la nobleza de comportamiento que
cultivaba con una educación exquisita.
 
De forma muy especial no puedo olvidar la amistad estrecha que siempre,
durante los 14 años en la residencia, tuvo conmigo. Era de un carácter duro, a veces
nada fácil para convivir con la gente. Pero nunca conservó amargura contra nadie. Tenía
una gran capacidad de olvido y sabía poner en práctica esa capacidad con mucha facilidad.
 
Hay una serie de rasgos que describe, a mi juicio, su persona. Nunca se
desprendió de la historia familiar. Eran diez hermanos (dos de ellos religiosos) y su
habitación era un paradigma de lo que fue su recuerdo familiar. Fotografías, recuerdos
familiares, historias de una familia que vivió siempre de forma muy cercana y unida. 
Me llama la atención, ahora, después de tantos años de distancia, la amistad que
creó y cultivó con tantos alumnos del colegio mayor de Deusto: cultivó hasta el extremo
bodas, aniversarios, bautizos… de los antiguos alumnos ¡Y cómo disfrutaba cuando les
ayudaba en sus actividades religiosas! Tenía una memoria privilegiada para las
personas.
 
 Yo conviví con él dos años pero muchas de las caras de entonces pasaron sin
dejar huella en mi persona. En José Ramón nunca fue así. Con frecuencia me hablaba de
las personas del colegio mayor ¿Pero cómo no te puedes acordar de aquél? Para él
todos estaban presentes en su memoria.
 
Los ministerios y sus trabajos apostólicos los conocí más de oídas. Contaba sus
historias de la “mili” de capellán castrense. Y las contaban con gracejo y siempre sin
amargura. Aunque motivos para amargarse, posiblemente tampoco le faltaron. 
No puedo omitir el gran servicio que siempre prestó a la Iglesia diocesana de
Bilbao. La parroquia de San Vicente Mártir de Abando tiene para con José Ramón una
gran obligación de gratitud por lo mucho, muchísimo, que allí dedicó de su vida a favor
de aquella feligresía.   
 
Personalmente conmigo siempre hizo muy buenas migas. Decía que era de los
pocos “maestrillos” (¡qué exageración!) que le fueron fieles mientras estuvo en el
colegio mayor. Posiblemente exageraba, pero si él lo pensaba así es mejor dejarlo. 
En más de una ocasión me invitaba a dar un paseo con él en el coche. No porque
se aburriese y necesitase compañía pues sabia vivir perfectamente solo, sino porque me
veía aburrido a mí en la “cueva” de mi cuarto” a falta de un poco de aire nuevo. El
último viaje que hice con él fue a la Universidad de Deusto. Estaba preparando su nueva
habitación con verdadero cariño, capricho y esmero y quería comunicar a los demás la
alegría que sentía en el que iba a ser su nuevo cuarto y que, por desgracia, nunca pudo
usar. 
 
Su enfermedad fue rápida. Ingreso urgente en el Hospital de Basurto, dificultad
para aceptar la tranquilidad necesaria para el reposo. Traslado a la enfermería de Deusto
e inmediatamente viaje a Loyola de donde ya no volvió ¿Qué enfermedad tuvo? Más
allá del diagnóstico facultativo, lo cierto es que, casi sin darse cuente, Dios se lo llevó
como había vivido, con paz. Yo hablé con él dos días antes de su fallecimiento. Por el
móvil no puede explanarme demasiado pero pronto me di cuente de que la cosa era
seria. Hasta que hace un par de días me sorprendieron con la noticia de su fallecimiento. 
 
¿Ha sufrido? Yo me atrevería a decir que no demasiado. Es algo así como un
globo que se fue desinflando hasta que se quedó sin aire. Y así fue como se encontró
con Dios la noche de San Ignacio en Loyola. Vacío por dentro pero con el corazón lleno
de Dios.
 
Como nació en la calle Banco de España de Bilbao, calle muy próxima a la casa
natal de don Miguel Unamuno, me parece oportuno para terminar esta necrología
adaptar el epitafio de este otro bilbaíno en el cementerio de Salamanca, versos tomados
de su poema “Salmo III” y que, a mi juicio, encajan perfectamente en la persona de José
Ramón:
 
“Acógelo en tu pecho
Oh, Padre Eterno
Dulce hogar
Pues viene cansado de tanto bregar”
 
¡Que así sea!
 
José M.ª Fernández de Aguirre Urtaran
Bilbao, 2.08.2014