Con todas mis inquietudes y dudas me puse en manos de un sacerdote de plena confianza, que llegó a ser mi director espiritual. Cada semana le iba contando mis aventuras cotidianas. Lo necesitaba, me hacía bien. Desde entonces he procurado no dejar este medio tan extraordinario que Dios me brinda de ponerme en manos de un “experto” para que trate de la salud de mi alma.
Durante ese tiempo de preparación de lo que habría de ser mi “entrenamiento” serio para llegar a algún día al sacerdocio, recé y pensé mucho. Me devoraba los buenos libros que caían en mis manos. Comprendía que Dios se vale de las personas y de los medios para hacerme oír su voz.
Tuve momentos difíciles, pero me propuse escuchar siempre lo que me dictaba el corazón, para lo cual procuré hacer silencio y escuchar la voz interior. Me di cuenta que el problema de muchos cristianos, y de gran parte de la humanidad, es la falta de silencio. Hay mucho ruido en nuestras vidas, y no dejamos al alma escuchar la voz de Dios. Y en ese silencio en el que fui entrando, descubrí cosas delicadas, incisivas, que hasta entonces no había conocido. Empecé por conocerme a mí mismo. Mis virtudes, mis defectos, mis cualidades, mis posibilidades… Todo lo que Dios había depositado en mí por alguna razón que conocería más tarde.
El autor consideraba que hasta entonces todo lo hacía bien, porque así se lo decían sus amigos. Pero cayó en la cuenta de que no lo conocían de verdad, que ni el mismo se conocía, y descubrió que le faltaba ver la verdad de su vida desde la humildad. Afirma:
Me resultaba muy difícil ver con claridad toda mi persona. Y me obsesionaba este pensamiento: ¿Será verdad que soy como piensan los demás? ¿Es posible que ya haya alcanzado mi meta, que haya dado al máximo en el proyecto de mi vida? Y me debatía en esa lucha interior por aclarar mis ideas y mis dudas, por ver con nitidez el pensamiento de Dios.
Leyó en una de las páginas del libro que tanto bien le hacía: Me desperté un día con el convencimiento de que estaba viviendo en un lugar tenebroso, y de que el término “extinción” era el más apropiado, en el lenguaje de la psicología, para expresar la muerte espiritual. Y en esa situación empecé a orar: “Señor, muéstrame adónde quieres que vaya y te seguiré. Pero háblame con claridad, sin ambigüedades”. Y Dios me respondió. (Nouwen)
Y comencé a rezar tal y como había leído. Pronto me respondió el Señor con mi amigo de siempre, que me dijo con las palabras de Cristo a sus Apóstoles: “Hombre de peca fe, ¿por qué dudas?”. Y me llené de paz. Esta experiencia, que la tuve que repetir muchas veces en la vida, me sirvió para salir siempre del atolladero en que nos mete con frecuencia el enemigo.
¿Por qué habría de quejarme si había en el mundo tanta gente sufriendo, sin recursos, sin futuro humano, si yo lo tenía casi todo? Entonces le día gracias a Dios por el regalo de la vida, de mi espiritualidad, de mi vocación, de la confianza que El había depositado en mí.
La carta sigue en ese mismo tono de búsqueda, pero se trasluce al final una paz y una serenidad que, sin duda, es el futuro de una vida en constante ascensión hacia las alturas de la santidad. Y uno no puede menos que recordar el testimonio de tantos santos que no lo han tenido fácil en el intento de ser fieles, pero que tuvieron la gracia de Dios, y el merito propio, de llegar a la meta.
Cierro el legajo de cartas y me propongo seguir leyendo ese historial de un alma de Dios, de un sacerdote que, sin duda, pudo dar mucha gloria a Dios. Seguiremos
Juan García Inza