La Reforma protestante tuvo por autor a Martín Lutero. Es indiscutible el supremo protagonismo que le corresponde en la gran revolución religiosa del siglo XVI. Pero por excepcionales que fueran la personalidad del antiguo fraile agustino, parece claro que el éxito del reformador se debió también, en buena medida, a la concurrencia de toda una serie de circunstancias particularmente oportunas. Lutero tuvo el arte de hacerse intérprete de ideas y sentimientos muy extendidos entonces entre sus compatriotas y acertó a darles respuestas que satisfacían a las aspiraciones religiosas de algunos y a ambiciones políticas de otros. La propia rapidez con que se propagó el incendio de la Reforma es buen indicio de que el viento soplaba a su favor y la coyuntura era propicia.
 
Muchos de los gérmenes que facilitaron la revolución luterana venían operando desde largo tiempo atrás: las doctrinas conciliaristas, el democratismo eclesial, la filosofía nominalista, la presión tributaria de la Hacienda papal aviñonesa, el cisma de occidente. Factores de orden político, como los conflictos entre papas y emperadores o el auge de los nacionalismos eclesiásticos contribuyeron también a preparar la crisis religiosa. Y hubo, todavía, otras causas más, derivadas de la peculiar realidad alemana: la decadencia moral del clero y en especial del episcopado, marcado por una impronta señorial y el práctico monopolio de la nobleza; la debilidad del poder soberano, en un Imperio fragmentado en un sinfín de principados y ciudades; y sobre todo el resentimiento contra Roma.
 
Martín Lutero supo encarnar de modo admirable los sentimientos de muchos alemanes de su época. Pero ello no excluye la existencia de motivaciones de índole religiosa, que influyeron poderosamente en su itinerario interior y en su actuación externa. Desde que se hizo fraile, Lutero experimentaba una angustiosa ansiedad por asegurar su salvación. La Teología de Guillermo de Okham en la que se había formado, al tiempo que proclamaba el voluntarismo arbitrario de Dios, sostenía que la libre voluntad del hombre bastaba para cumplir la Ley divina y alcanzar así la bienaventuranza. Fray Martín sentía que esta doctrina chocaba violentamente con sus propias vivencias: él se consideraba incapaz de superar la concupiscencia con sus solas fuerzas y de alcanzar con sus obras la anhelada seguridad de salvación. La meditación del versículo 17 del capítulo primero de la Epístola a los Romanos «el justo vive de la fe» hizo salir a Lutero de su profunda crisis de angustia. Creyó entender que Dios misericordioso justificaba al hombre a través de la fe y a la luz de este principio le pareció que toda la Escritura cobraba un nuevo sentido.
 
La naturaleza humana según él habría quedado radicalmente corrompida por el pecado. Las obras del hombre de nada servirían para la salvación: ni el sacerdocio ministerial tendría razón de ser, ni la mayoría de los sacramentos, ni los votos monásticos, ni, sobre todo, el Papado. Lutero se forjó un concepto puramente interior de la Iglesia y rechazaba en ella todo elemento constitucional. La Iglesia no sería, por tanto, depositaria ni intérprete de la Revelación: la «sola Escritura» era, según él, única fuente de la Revelación y su interpretación correspondía a cada fiel en particular, directamente inspirado por Dios. Lutero no formuló esta doctrina de una sola vez, sino gradualmente, alejándose cada vez más de la ortodoxia católica.
 
La consolidación del luteranismo progresó tanto en el orden político como en el teológico: los príncipes y ciudades reformados constituyeron una liga confesional y Melanchton fijó la doctrina luterana en la «Confesión de Augsburgo» (1530). Un año antes, la dieta de Spira acordó tolerar la Reforma allí donde estaba ya implantada, pero prohibió extenderla a nuevos territorios. La protesta de cinco Estados y catorce ciudades acuñó una denominación religiosa de «protestantismo».
 
Cuando Lutero murió en 1546, la Reforma se había extendido a más de media Alemania. En 1546, también se abría el concilio de Trento, que Carlos V venía reclamando desde quince años antes. En 1547, el conflicto entre el emperador y los príncipes protestantes degeneró en lucha armada y Carlos V en Muhlberg obtuvo una completa victoria sobre la Liga de Smalkalda. Pero, más tarde, la traición de Mauricio de Sajonia obligó al emperador a otorgar por el tratado de Passau libertad religiosa a los luteranos (1552). En 1555, Carlos V, cansado y envejecido, hubo de sancionar la paz de Augsburgo, que otorgaba igualdad de derechos a católicos y luteranos, siendo los príncipes quienes decidirían la confesión a seguir en su territorio. La escisión religiosa de Alemania era ya un hecho consumado e irreversible.
 
Calvino (1509?1564), nacido en Noyon y pasado a la Reforma desde joven, abrió nuevos caminos al protestantismo. Dotado de una mente más lógica y rigurosa que la de Lutero, Calvino llevó hasta sus últimas consecuencias las premisas fundamentales de la doctrina protestante. La «teología de la consolación» luterana era, a su juicio, del todo insuficiente. La insanable corrupción del hombre y el absoluto voluntarismo divino debían conducir fatalmente a la doctrina calvinista de la predestinación. Dios trascendente e incomprensible, según su arbitrio insondable, predestinaría a los hombres al cielo o al infierno, regalaría «a unos la salvación y a otros la condenación». La verdadera Iglesia sería la congregación de los predestinados y de ahí su naturaleza interior e invisible. Pero existiría también una Iglesia visible, la compuesta por el conjunto de los fieles incorporados a ella por el bautismo y participantes en la Cena eucarística, los dos únicos sacramentos admitidos por Calvino. En todo caso, la misma corrupción de la naturaleza humana exigía según el reformador que el hombre hubiera de ser sometido a una vida de estricta moralidad, sobria y laboriosa. Esta existencia sería bendecida por Dios con la prosperidad en los negocios temporales, señal del favor divino y verdadero signo de predestinación.
 
El protestantismo calvinista tuvo una fuerza expansiva superior al Luteranismo casi reducido a Alemania y Escandinavia y su influencia resultó decisiva para los destinos cristianos de Europa. En el centro y este europeos, el Calvinismo se introdujo profundamente en Hungría y Bohemia y ganó a parte de la aristocracia polaca. En los Países Bajos, Guillermo de Orange el Taciturno fue el caudillo protestante en la lucha contra Felipe II y los católicos, y consiguió consolidar como un reducto calvinista las Provincias Unidas del Norte, la futura Holanda. En Escocia, el Calvinismo tomó la forma de presbiterianismo: el fanático Juan Knox fue el verdadero dueño del país. Calvinista fue también el protestantismo que mayor importancia alcanzó en Francia.
 
Los reyes franceses de los primeros tiempos de la Reforma dieron la pauta de una singular política religiosa. Desde la época de Francisco I, Francia fue la constante aliada de los príncipes protestantes alemanes que luchaban contra Carlos I, y también del emperador turco, que amenazaba las fronteras orientales del Imperio. Esta misma línea se mantuvo en el siglo XVII, en la decisiva prueba de la Guerra de los Treinta Años. Pero en la política interior, los reyes franceses se mostraron de ordinario fieles católicos y tanto Francisco I como Enrique II procedieron con rigor frente a sus súbditos protestantes. El Calvinismo, sin embargo, penetró en Francia, hizo numerosos adeptos entre la aristocracia y no tardaron en formarse dos grandes partidos enfrentados entre sí. Las Guerras de Religión asolaron a Francia durante casi tres décadas.
 
La historia de la Reforma en Inglaterra siguió una trayectoria peculiar y obedeció, más quizá que en ningún otro país, a las directrices de la realeza. El «Anglicanismo» tal como ya se dijo no fue invención de Enrique VIII. Bajo la monarquía Tudor del siglo XV, la Iglesia de Inglaterra era ya en cierto sentido «anglicana» y Enrique VIII halló en la legislación eclesiástica de sus predecesores un instrumento válido para su política de sojuzgamiento religioso. Este príncipe fue defensor del Catolicismo en los albores de la Reforma y escribió contra Lutero una «Defensa de los siete sacramentos», que le valió del papa León X el título de Defensor fidei. Fue la negativa papal a conceder a Enrique el divorcio de Catalina de Aragón, para casarse con Ana Bolena, la razón que le llevó al repudio del Primado romano y al cisma. Porque fue un cisma y no protestantismo la Reforma en Inglaterra mientras vivió Enrique VIII. El rey se proclamó a sí mismo «Cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra» y exigió el reconocimiento jurado de su supremacía eclesiástica. La gran mayoría de los hombres de Iglesia se sometió a la voluntad del rey. Pero hubo excepciones admirables, como los mártires cartujos y sobre todo dos personajes insignes, que no claudicaron y murieron por la fe: San Juan Fisher, obispo de Rochester, y Santo Tomás Moro, gran Canciller del reino.
 
El protestantismo de inspiración calvinista se introdujo en Inglaterra durante el reinado de Eduardo VI (15471553). Su sucesora María Tudor hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón reprimió la herejía e intentó la restauración católica. Pero esta restauración no duró más allá de los breves años en que ocupó el trono (15531558). A su muerte, sin hijos, la corona pasó a Isabel hija de Enrique VIII y Ana Bolena. El largo reinado de Isabel I (15581603) decidió la suerte del Cristianismo inglés. Se guardaron formas externas de la tradición católica como la Jerarquía eclesiástica con sus obispos y sus cabildos catedralicios, aunque sin clero célibe ni vida monástica. Se prohibió la celebración de la Misa, y un Anglicanismo protestantizado, con elementos luteranos y calvinistas, se impuso como doctrina oficial de la Iglesia de Inglaterra.