En cambio, lo que digo lo tienen todo todos y cada uno en particular. ¿Acaso habéis dividido entre vosotros las sílabas de mis palabras? ¿Acaso os lleváis cada uno una palabra de este largo sermón? Cada uno de vosotros lo oyó en su totalidad. Pero esté atento a cómo lo oyó; yo soy sólo quien os lo da, no quien os pedirá cuentas. Si no lo doy y me reservo el dinero, el Evangelio me aterroriza. Podría decir: «¿Por qué tengo yo que hastiar a los hombres y decir a los malvados: No obréis mal, vivid así, obrad de esta otra forma, dejad de hacer eso?» ¿Quién me manda a mí ser un peso para los hombres? Se me ha indicado ya cómo debo vivir; viviré como me han mandado y como me han ordenado. Me responsabilizo de lo que yo he recibido; ¿por qué voy a tener que dar cuenta de los demás? El Evangelio me aterroriza. En efecto, nadie me superaría en ansias de vivir en esa seguridad plena de la contemplación, libre de preocupaciones temporales; nada hay mejor, nada más dulce, que escrutar el divino tesoro sin ruido alguno; es cosa dulce y buena; en cambio, el predicar, argüir, corregir, edificar, el preocuparte de cada uno, es una gran carga, un gran peso y una gran fatiga. (San Agustín. Sermón 339, 4)
San Agustín siente sobre sí el peso de ser Obispo. Un peso que le lleva a preocuparse por todos y dar a cada cual aquello que necesita. A los que van por el camino recto, les da ánimos. A quienes ve que se desvían, les señala que deben retornar a la senda primitiva. Es muy ilustrativo que San Agustín hable del peso de la división, las malas interpretaciones, el ruido que generamos cuando perdemos la unidad con la Vid que es Cristo. Su tiempo no era muy diferente al que vivimos ahora. Estaba lleno de tendencias opuestas, desconfianzas, traiciones, envidias y egoísmos. Hasta este gran sabio y santo Padre de la Iglesia, se siente cansado y desespera de vez en cuando.
Recordemos que Cristo nos llama a Él cuando sintamos este cansancio sobre nosotros: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30). Vivimos momentos recios, en los que Cristo es el único punto inmóvil que nos permite sostenernos y afianzarnos en la fe. Cuando el ruido eclesial es tan fuerte, sólo en Cristo se encuentra el silencio que tanto ansiamos. Sólo Él tiene Palabras de Vida Eterna (Jn 6, 68). Él es la Vid, nosotros los sarmientos; el que permanece en Él, y vive en Él, dará mucho fruto; porque separados de la Vid no podemos hacer nada (Jn 5, 15). Esperamos el Espíritu Santo, el consolador que Cristo nos envía para seguir delante.
Vivimos momentos en los que la negación de nosotros mismos es la única forma de seguir adelante. Cuando todo lo que podemos hacer produce división y lo que no hacemos la propicia también, es que el Maligno nos ha impuesto sus condiciones. Nos ha cegado para impedirnos ver la Voluntad de Dios. Nos ha fatigado, para que solo contemos con fuerzas humanas para seguir adelante. Nos ha confundido para que sólo veamos la salida en la rendición.
Las Palabras de Cristo son la tabla de salvación: “Venid a mi”, “Aprended de mi”, “ser manos y humildes”. La Voluntad de Dios es inexorable, por lo que nunca deberíamos desesperar, sino confiar. El Buen Pastor da su vida por las ovejas. “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.” (Mt 5, 12). Aunque haya prelados que nos denigren como integristas, fundamentalistas y rigoristas, más vale amar a Cristo antes que buscar que nos halaguen las lenguas del mundo. Es Voluntad de Dios que seamos testigos de Su Nombre en estos momentos de desconcierto.