Todos tenemos la experiencia del dolor, del sufrimiento, de la preocupación, de la angustia, de la impotencia, de la frustración que nos produce ser testigos del dolor de alguien a quien amamos y no poder quitárselo ni aliviarlo siquiera un poco.
A veces ese sentimiento de frustración e impotencia nos hace llorar y mirar al Cielo, unas veces con confianza a pesar de no ver la intervención de Dios y otras enfadados porque no interviene. Lo importante es no dejar de levantar los ojos a Él, no dejar de dirigirnos a Él aunque sea con enfado, pues eso indica que aún creemos en Él, que no hemos perdido la fe ni la confianza en Él aunque nos cueste un Congo Belga seguir creyendo, esperando, confiando.
Esto de creer, esperar y confiar tiene su intríngulis porque la vida es complicada, tiene muchas curvas, cambios de rasante, semáforos, puntos ciegos, atascos… Nos falta la perspectiva que tiene Dios, que ve todo desde arriba y sabe exactamente en qué punto y momento se disolverá el atasco.
¡Qué liberación al soltar las cuerdas, cadenas, cordones umbilicales o lo que sea que nos tiene atados con miedo o angustia, en las manos de Dios! El sencillo gesto de abrir las manos y decir “cógelas tú, Señor”, es más que liberador porque llena de paz el corazón.
Pero por un lado ¿qué mérito tiene creer si tengo la certeza de que Dios cumplirá su palabra? Si creo que Dios hará eso que me ha dicho, si no lo dudo, ¿qué mérito tiene mi fe? Bueno, puede que el mérito esté en seguir creyendo y esperando aunque la respuesta a nuestra oración tarde en llegar y tengamos la sensación de ser tontos o ingenuos por seguir esperando y creyendo. Así creyó Abrahám, contra toda esperanza: “Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho” Rom 4, 18.
Puede que nuestra oración durante un tiempo sea “Sé que esta situación complicada se va a terminar. Sé que tú tienes tus planes, tus modos y tus tiempos. Sé que no permitirás que nos pase nada malo. Sé que cuando tú quieras manifestarás tu poder y tu misericordia. Confío en tu poder, confío en tu misericordia, confío en ti. Una palabra tuya bastará para sanarme.” Yo me atrevo a añadir: ¡pero dila ya, por favor!
Por otro lado puede que la pregunta que nos hagamos sea ¿por qué no siento paz al confiar, al abandonarme en Dios?, porque Jesús nos dice: "Paz a vosotros.”
Y bien podría añadir el Señor: No, en serio, paz a vosotros aunque llevéis en vuestro cuerpo las marcas de Cristo, las marcas de la cruz que son el dolor, el sufrimiento y todo lo que trae de serie.
Mira al Cirineo: el encuentro con la cruz, el miedo, el sufrimiento transformaron su vida. Al principio se resistió, ¡no te fastidia!, a nadie nos gusta sufrir ni que sufra nadie que amamos. Él no pudo largarse de allí. Al principio no aceptó esa cruz que no era suya, quería alejarse de ella pero por las circunstancias no pudo. Y con el paso del tiempo acabó queriendo ayudar a ese pobre hombre, queriendo aliviar su agonía, queriendo cargar toda la parte del peso que pudiera. Y aunque seguía teniendo miedo y seguía queriendo irse a su casa y dejar de sufrir y ver sufrir, ahora también quería aliviar al que sufría.
No creo que nos falte confianza en Dios, lo que nos pasa es que nos duele MUCHO el corazón cuando sufrimos o somos testigos impotentes del sufrimiento de quienes amamos.
Sí que hay algo que podemos hacer SIEMPRE: pedir como un pobre y dejar a Dios ser Dios, dejarle hacer su obra en nosotros. Y cuando nos preguntemos: “¿Dónde está tu misericordia, tu bondad? Sé que están pero no puedo verlas. Por favor muéstramelas”, el Señor nos dirá “Espera, confía, no te agobies, no tengas miedo; el miedo es una tentación, creer que estáis solos, sin Dios. Y yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Yo he vencido al mundo”
Hace pocos días una amiga me contó su conversación con un sacerdote: “Padre, dígame algo que fortalezca mi fe. Yo pido y pido y nada… Sé que Dios me escucha, que su misericordia y su bondad están ahí pero no puedo verlas. Y no quiero sentir este resto de desconfianza, de no poder soltarlo todo en sus manos y se lo pido todos los días. Pero hoy no puedo dejar de llorar”
El sacerdote le contestó: “No es fácil vivir la cruz. A mí me ayuda pensar que Dios está conmigo y me ayuda cuando sufro. Pero los momentos de dolor y soledad son inevitables. Qué suerte el poder acompañar a Cristo en la cruz y sentir un poco de la soledad que tuvo en Getsemaní”
Ella se quedó pensando que le había dado un ¡zas! en toda la boca y le dijo: “Visto así es otra cosa, le ha dado la vuelta a la tortilla totalmente. ¡Gracias!”
Precisamente el otro día estaba yo haciendo una tortilla de patata tamaño familiar y al darle la vuelta se me escurrió y se cayó sobre la vitrocerámica. Me dio un ataque de risa, la otra opción era enfadarme y jurar en arameo, ¡lo que me faltaba! Preferí reírme y recomponerla. Así que vamos a dejar que Dios sea Dios, que le dé la vuelta a todas nuestras tortillas y nos recomponga, no sólo no se notará el destrozo sino que todo tendrá mejor aspecto.
No te sientas mal si sientes que tu fe flaquea, que desconfías de Dios porque no eres capaz de entregarle esa punta de la cuerda con que sigues aferrándote a lo que te parece que es el control de la situación.
Tú suéltala y dile con convicción: Señor: ¡dale la vuelta a mi tortilla!