La hora de la Pasión se acercaba... Ahora bien, era necesario que en esta hora los discípulos no vacilaran en su espíritu; era preciso que los que un poco antes, por la palabra de Pedro habían confesado que Él era el Hijo de Dios (Mt 16,16) pudieran creer, viéndole clavado en la cruz como a un culpable, que era un simple hombre. Por eso él les ha consolidado a través de esta admirable visión.
Así, cuando le verán traicionado, agonizando, orando para que pase de él el cáliz de la muerte y llevado al patio del sumo sacerdote, se acordarán de la subida al Tabor y comprenderán que es él mismo quien se ha entregado a la muerte... Cuando verán los golpes y salivazos en su rostro, no se escandalizarán, sino que se acordarán de su resplandor más brillante que el sol. Cuando lo verán, burlado, vestido de manto de púrpura, se acordarán que a este mismo Jesús lo habían visto en el monte vestido de luz. Cuando le verán sobre el instrumento de suplicio, entre dos malhechores, sabrán que se manifestó entre Moisés y Elías como a su Señor. Cuando lo verán sepultado en tierra como a un muerto, pensarán en la nube luminosa que le recubrió.
Aquí tenéis un motivo de la Transfiguración. Y es posible que haya otro: el Señor exhortaba a sus discípulos a no querer ahorrar su propia vida; les decía: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). Pero parece difícil renunciar a sí mismo, tener la perspectiva de una muerte ignominiosa; por eso el Salvador muestra a sus discípulos de qué gloria van a ser dignos si imitan su Pasión. En efecto, la Transfiguración no es otra cosa que la manifestación adelantada del último día “en que los justos brillarán como el sol en la presencia de Dios” (Mt 13,43) (Teófanes de Ceramea. Homilía sobre la Transfiguración; PG 132, 1021s)
Teófanes nos señala una de las más profundas interpretaciones de la Transfiguración. Dios desea que sigamos los pasos de Cristo ¿Qué mejor que mostrarnos un breve momento el destino, para que comprendamos la necesidad de caminar. La Cuaresma es un poco como la subida al monte Tabor. Sin duda no dejó de ser cansada y aburrida. La recompensa de ver desde lo alto, todo el valle del Jordán, podría no terminar de convencer a Pedro, Andrés, Santiago y Juan, pero no dejaron de seguir al Señor aunque no entenderían del todo sus razones.
En lo alto del Tabor, les esperaba una visión tan maravillosa como formativa. Allí Cristo reveló su Gloria por unos momentos y vieron como Moisés y Elías estaban a su lado, dando sentido a todo lo que habían vivido y predisponiéndoles a encarar la terrible pasión del Señor. Moisés y Elías fueron profetas ligados a la peregrinación. El profeta Elías anduvo durante 40 días por el desierto, hasta el monte Horeb, donde se encontró con Dios. Moisés caminó durante 40 años guiando al pueblo hasta la Tierra Prometida. La Cuaresma son 40 días que nos predisponen a encontrarnos con el Señor resucitado en la Pascua. Pero Cristo ya nos ha dado una primicia de su presencia, nos brinda una Transfiguración cada vez que asistimos y aceptamos la Eucaristía. ¿Cómo no esperar llenos de gozo el momento en que podamos vivir la Gloria de Dios junto a Él?