“En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos; haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen”. (Mt 23, 1-3)
Posiblemente, la única persona que no tiene solución es la que no se da cuenta del mal que padece. Eso no significa que los que son conscientes de que están enfermos puedan curarse, pero al menos tienen más posibilidades de lograrlo. Sócrates dejó claro, hace ya muchos años, que el principio de la sabiduría estaba en reconocer lo poco que se sabía, pues sólo desde ahí se podía ir aprendiendo. Pues bien, el principio de la santidad está en reconocerse pecador, pues sólo el que lo hace tiene la posibilidad de mejorar.
Lo que solemos hacer, en cambio, es echar la culpa de todo o de casi todo a los demás. Jesús, por el contrario, nos invita a ser severos con nosotros mismos e indulgentes con el prójimo. Es más urgente quitar la viga que hay en el propio ojo que la paja que hay en el ojo del vecino. E incluso aunque el prójimo tenga un defecto mayor que el tuyo y tengas el deber de advertirle de ello para ayudarle, no hay que olvidarse de mirar los propios defectos, pues puede suceder que el otro no nos quiera escuchar, mientras que nosotros mismos deberíamos ser los mejores de nuestros propios discípulos. Por lo tanto, no te excuses con los defectos de los demás para no hacer las cosas bien, aunque el que te dé mal ejemplo sea un superior tuyo. Es a Cristo a quien sigues, no lo olvides.