Escribir sobre temática religiosa comporta un riesgo mucho mayor del que los lectores puedan pensar. Un riesgo que puede tornarse en peligrosa realidad sin que te des cuenta, y quizá en el momento más inoportuno. Y no hablo de peligro con doble sentido, ni empleo tan jugosa palabra para atraer la atención de los lectores. Hablo de un riesgo real para el alma.
Hablar día tras días de Dios y de sus obras; anunciar los milagros que se producen continuamente a nuestro alrededor; referir las bondades del cristianismo y la necesidad de hombres virtuosos; advertir de la maldad del pecado y de las acechanzas de Satán; comentar aspectos de la vida de la Iglesia; y esgrimir el Evangelio y el Catecismo como libros de cabecera, por más que pueda parecer contradictorio, supone el riesgo cierto de que uno quede, por así decirlo, inmunizado. Impermeabilizado ante Dios y sus proyectos entre los hombres. Acostumbrado a la Gracia. Poco o nada interesado en los asuntos importantes de la Iglesia, más allá de lo noticioso. Hastiado de la necesaria formación espiritual. Y, lo que es peor, pagado de ti mismo, como si ya tuvieses una sensata idea de todo y sólo te quedase pontificar.
Ahora es cuando deberían sonar las alarmas que me señalasen con un cristiano cuya fe se está enfriando. Guarde silencio: ¿escucha alguna? Espero que no. Porque, al contrario de lo que algunos rasgavestidos harían –y seguro que lo harían con razón–, sólo puedo dar gracias a Dios por esta temporadita de secano. El sábado, después de confesarme con Abraham, un sacerdote tan joven como santo, me di cuenta de que haber detectado el tufo de mi apatía sólo puede significar que no me he convertido en un “cristiano profesional”, acostumbrado a manejar cada situación; a tener el ojo crítico para escudriñar cada realidad de la Iglesia; y a vivir en un permanente estado de equilibrio acomodado. Vivir en Cristo tiene estas cosas: unas veces se está más caldeado que otras. Y escribir sobre Él no es algo ajeno a esas rachas. Lo importante, creo, es darse cuenta de que te estás encasquillando por dentro, aun cuando por fuera no se note. Y volver a encender al máximo los fogones. Olla que bulle, mosca que espanta. Belcebú, si no me equivoco, significa “señor de las moscas”.
José Antonio Méndez