LA FE AL ALCANCE DE LOS NIÑOS (14)
TEMA: CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS EL PERDÓN DE LOS PECADOS, LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y LA VIDA ETERNA
1) INTRODUCCIÓN (En especial para los Catequistas)
Siguiendo con la imagen de que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, podemos decir que así como en el cuerpo unos miembros influyen sobre los otros, lo mismo sucede en la Iglesia; la vida de Jesús pasa de unos miembros a otros.
La comunión de los santos significa que todos los miembros de la Iglesia, estén en el cielo, en el purgatorio o en la tierra, participamos de los méritos de Cristo, de la Virgen y de todos los cristianos.
Creemos en el perdón de todos los pecados, la gran obra de Jesús llevada a cabo por el Espíritu Santo con su gracia.
Y porque el Espíritu habita en nosotros, resucitaremos como Jesús, y quienes le hayan amado vivirán eternamente felices con Dios la vida eterna en el cielo. Quienes no le hayan amado irán a la condenación eterna.
Había una vez un colegio con muchos alumnos internos. Eran años de mucha hambre y se pasaba mucha necesidad en todas partes. También en el internado.
Escaseaban los alimentos y la comida era muy pobre. Los padres de los alumnos les mandaban a sus hijos algo para comer, como pan, galletas, un poco de fruta, en fin, lo que podían.
Unos padres eran más ricos que otros, y eso se notaba en lo que mandaban a sus hijos para que pudiesen alimentarse bien.
Los alumnos se traían al comedor lo que les mandaban sus padres y completaban su alimentación. Algunos eran tan pobres que sus padres no les podían mandar nada; comían lo que se daba en el comedor, mientras veían que sus compañeros más pudientes comían además lo de sus casas.
En algunas mesas, los alumnos más ricos, viendo que los compañeros pobres no recibían nada de sus casas y se quedaban con hambre, decidieron repartir entre todos lo que les mandaban de sus casas. Así lo hicieron y, como hermanos, compartieron todo lo que les mandaban los padres.
Eso es como la comunión de los santos. En la Iglesia, como en una familia, se comparten todas las gracias cuya fuente es Jesús, es decir, sus méritos infinitos, lo mismo que los méritos de la Virgen y los de todos los cristianos estén el cielo, en el purgatorio, o todavía en este mundo.
Había una vez un niño que siempre andaba sucio; olía que apestaba. Su madre lo lavaba, peinaba, lo vestía con un traje bonito y quedaba limpio.
Un buen día enfermó. Su sangre estaba infectada y había que cambiársela. Él le dijo a su madre que se la cambiase, pero su madre le contestó que eso no era como limpiarle la suciedad del cuerpo y que ella no podía hacerlo sino que debía hacerlo el médico, porque una cosa era limpiarle por fuera como hacía todos los días y otra, limpiarle por dentro.
Cuando hablamos del perdón de los pecados, no nos referimos a que una vez perdonados, quedemos por dentro con el alma igual, como quedaba el niño cuando su madre lo lavaba, sino que quedamos cambiados en el interior de nuestras almas como cuando el médico nos cura una enfermedad.
Jesús ha tenido tanto interés en que estuviésemos limpios por dentro, que les dio a sus apóstoles la facultad de perdonar los pecados por grandes e importantes que sean.
Un Niño: que se creía todo lo que oía por ahí, dijo que él, cuando muriese, se iba a convertir en un perro porque oyó decir que al morir, nuestras almas van a otros cuerpos y así van cambiando hasta que quedan purificados. Sus amigos lo tomaban a broma y le decían que no era eso lo que Jesús nos había enseñado. Que el hombre no se puede comparar con los animales.
Le explicaron que el hombre no se puede convertir en un animal; que moriría una sola vez; que al morir, el alma es juzgada por Dios y va al cielo o al infierno según hayan sido sus obras.
Al fin del mundo, Jesús volverá con gloria para juzgar a todos, vivos y muertos. Entonces resucitaremos todos con nuestros propios cuerpos y, en cuerpo y alma, iremos al cielo o al infierno, donde estaban las almas después de la muerte.
Érase una vez un hombre sencillo y pobre que vivía honradamente de su trabajo. Ganaba lo necesario para subsistir él y su familia.
Un buen día se encontró un pedrusco que le llamó la atención. Se lo llevó a casa y lo tenía allí como una piedra rara.
Le visitó un amigo y, al ver el pedrusco, se quedó de una pieza. ¿Sabes lo que es eso? le preguntó. Pues sí, un piedra bonita que me llamó la atención y la traje. Nada de piedra bonita; eso es un diamante y creo que no debe haber en todo el mundo otro tan grande como éste; claro, habrá que tallarlo y una vez tallado, será una preciosidad. Tienes el mejor diamante. Guárdalo bien porque vale una fortuna.
El buen hombre buscó un tallador y quedó un diamante precioso que llamaba la atención de cuantos lo veían. Lo valoraron y, efectivamente valía muchísimo. Lo cual llenó de satisfacción al hombre que lo había encontrado. Estaba feliz.
Hay unas condiciones para alcanzar la felicidad ante algo que tenemos delante: que sea algo importante, que conozcamos su valor, que sea nuestro; es así como disfrutamos de las cosas. Comparemos cielo y diamante:
1a.Niño: El valor del diamante.
1b.Niño: La perfección de Dios es infinita; todos los bienes del mundo (no ya un diamante) son nada comparados con la perfección de quien los ha creado.
2a.Niño: Ser consciente de su valor.
2b.Niño: El conocimiento de Dios será perfecto a imitación del que Él tiene de sí mismo. Seremos conscientes de la infinita perfección de Dios.
3a.Niño: Poseerlo como propio.
3b.Niño: La posesión de Dios será perfecta porque lo poseeremos por el amor como Dios se posee a sí mismo.
4a.Niño: Contemplarlo en su propia belleza.
4b.Niño: Contemplaremos a Dios, viéndolo tal como es, tal como Él se contempla a sí mismo. Lo poseeremos como Él se posee y gozaremos de Él como Él goza de sí mismo.
En esto consiste el cielo: conocer, amar, poseer a Dios por el amor y gozar de Él por toda la eternidad. ¿Hay goce comparable a éste? En absoluto.
Como dice Jesús en la parábola del tesoro escondido y de la piedra preciosa, bien vale la pena vender todo y comprar la piedra y el campo donde está escondido el tesoro.
Había una vez una familia con dos hijos pequeños; al morir la madre, el mayor tenía unos siete años y el menor, unos cuatro.
Después del entierro, el párroco va a visitarlos y encuentra a los tres acompañados por unas vecinas que les estaban consolando y animando.
Al entrar el sacerdote, el hermanito más pequeño corre hacia él, diciéndole al abrazarle: Padre, yo soy más valiente que mi hermano. ¿Por qué? le pregunta el párroco. Porque él llora y yo no. En ese momento les saltaron las lágrimas al párroco y a las vecinas que allí estaban.
La desgracia de los dos niños era la misma. El mayor ya se daba cuenta de que había perdido a su madre para siempre. El pequeño no era consciente de ello y como no lloraba y veía a su hermano llorar, decía que era más valiente.
El principal tormento del condenado en el infierno consiste en ser consciente de haber perdido, y para siempre, a Dios, fuente de felicidad y destino último del hombre; algo así como si un trocito de hierro fuese atraído por un poderosísimo imán, pero está impedido de ir a su encuentro porque está atado. Mientras uno vive en este mundo, aunque haya perdido a Dios por el pecado mortal, no es consciente de lo que supone haberlo perdido.
Un buen día se celebraba una boda de postín. Entre los invitados estaba lo mejor de la sociedad. Los invitados acudían vestidos de gala, con trajes de última moda, elegantes y valiosos.
Poco antes de la hora del banquete, una señora, también elegantemente vestida, viendo que se le hacía tarde, sale de su casa muy aprisa, tropieza al salir y se da de bruces dentro de un gran charco que había en la calle. Se puso hecha una lástima.
Algunos amigos que lo habían presenciado, viendo que no había tiempo para limpiarse y ponerse otro traje, la animaban a que fuese al banquete con el traje manchado.
Desde luego que no les hizo caso. ¿Cómo iba a presentarse con el traje manchado? Estaría muy incómoda en medio de todos los invitados.
Estaba cerca la sala del banquete y enterados los novios del caso, salieron y le rogaron que entrase, pero tampoco quiso entrar. No quería ser objeto de la mirada de todos los comensales. No se decidió a entrar. Sólo entraría cuando estuviese limpia.
Algo parecido sucede en el Purgatorio. Sólo quienes estén perfectamente limpios de pecado y de las consecuencias del mismo estarán a gusto en el cielo. Si no estuviesen totalmente purificados, estarían incómodos ante la santidad y belleza de Dios y de los santos.
José Gea