“Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo.” (Lc 4, 1-4)
El mundo y el demonio son pródigos en sugerirnos tentaciones que nos apartan del camino de Cristo, del camino del amor. Tentaciones que son siempre atractivas, pues de lo contrario sería muy fácil e incluso espontáneo rechazarlas.
Hay muchas tentaciones y, quizá, cada uno tiene las suyas particulares, lo mismo que se tienen determinadas virtudes. Con frecuencia, incluso, hay defectos que van unidos a las virtudes; las personas nerviosas suelen ser muy activas y las tranquilas tienden a ser perezosas; las personas que estallan con explosiones de mal genio, tienden a tener un buen corazón y a no guardar rencor, mientras que las que controlan mejor su carácter a veces pasan facturas más tarde. Por eso no hay que alarmarse por sufrir tentaciones, sino que hay que luchar para no caer en ellas, a la vez que se saca partido de la parte positiva de nuestra manera de ser, de la manera de ser de cada uno. No hay que olvidar aquella vieja máxima que expresa con sabiduría un principio básico de la moral católica: “Una cosa es sentir y otra consentir”, lo cual no significa que tengamos vía libre para jugar con fuego.
Pero hay una tentación que es frecuente hoy: la de trabajar hasta el agotamiento sin nutrirnos de motivaciones que nos ayuden a recuperar las fuerzas que gastamos en el trabajo. Hay mucha gente que se da y que un día descubre que está vacía. Darse es una forma de llenarse, ciertamente, pero eso sólo se produce cuando la entrega se hace por amor a Dios. No caer en la tentación del activismo es el objetivo de esta semana.