Fue una musulmana observante quien abrió el camino a la canonización de Daniele Comboni, el apóstol de África. Se llama -pues vive todavía- Lubna Abdel Aziz. Tiene 38 años, cinco hijos y vive en Jartum. Desde 1986 está unida a Khedir El Mubarak, funcionario del régimen de Omar al Bashir y general del ejército gubernamental de Sudán, uno de los Estados africanos donde actualmente está en vigor la sharía, la ley islamica. Una ley que ha contribuido a que se desencadenaran sangrientas guerras civiles y que ha marcado profundamente las laceraciones existentes entre el norte arabizado y el sur de este martirizado país. Pero Jartum, la capital de Sudán, es también el centro de la obra de uno de los más grandes misioneros de la historia reciente de la Iglesia. Aquí, la noche del 10 de octubre de 1881, expiró, abatido por las fiebres y las penalidades, tras una vida totalmente entregada a los pueblos africanos, Daniele Comboni, el mutran es sudan, “padre de los negros”, como todos lo llamaban, el primer obispo de Jartum. El primero que fundó, en estas tierras lejanas y difíciles, puntos estables de misión, abriendo las puertas a la evangelización del continente. El primero también que, con mucha audacia para aquella época, consiguió que entraran mujeres consagradas en África central. Y no sólo tuvo el valor de denunciar duramente ante los poderosos de media Europa el innoble tráfico de esclavos, luchando para rescatarlos y darles una formación, sino que ni siquiera dudó un instante, demostrando inteligente realismo, en entablar amistad con los jefes turcos, los grandes pachás y los muftís de estos lugares. Sus restos mortales siguen esparcidos bajo el edificio que hoy es la sede del gobierno de Jartum, donde antiguamente surgía la antigua misión católica que él fundó. Su imagen, con el turbante árabe a la cabeza, campea hoy en las escuelas de los misioneros combonianos, a las que asisten en su mayoría musulmanes, así como también en el hospital de Jartum, administrado por las hermanas combonianas pías madres de la negritud: el Saint Mary’s Hospital.
Precisamente aquí, en el Saint Mary’s Hospital, Lubna Abdel Aziz entró el 11 de noviembre de 1997. Estaba esperando su primer hijo y tenían que hacerle la cesárea. La operación se hizo a las 7,30. El niño nació, pero la mujer, la noche de aquel mismo día, estaba agonizando. «Gravísimas hemorragias causadas por placenta previa», dice el informe médico, por lo que la mujer fue sometida a otras dos operaciones para intentar detener las fuertes pérdidas de sangre. Pero inmediatamente después de la segunda intervención los médicos se dieron cuenta de que la sangre no coagulaba, y que de nada servían las numerosas transfusiones a que era sometida la paciente. En términos técnicos, como atestiguan las relaciones clínicas, «se había formado una CID (coagulación intravasal diseminada) y fibrinolisis con consiguiente shock hipovolémico irreversible, colapso cardíaco y edema pulmonar». En síntesis, no había nada qué hacer. Los médicos, por tanto; sentenciaron: «Pronóstico infausto quoad vitam en breve plazo». La rigurosa documentación clínica consta en las actas sometidas al examen de la consulta médica de la Congregación, que fue llamada para que se definiera sobre el caso. En la Positio, además de los informes y los testimonios de los médicos interesados, se registran también los interrogatorios y los testimonios de las hermanas que habían asistido a la paciente como enfermeras.
Sor Maria Bianca Benatelli, responsable del sector de maternidad del hospital, lo cuenta así: «A las dos de la tarde la mujer fue llevada de nuevo al quirófano para eliminar la causa de la hemorragia. Pero a las cinco volvió a empeorar. Salía sangre por todas partes… era como agua, no se coagulaba. En la urgencia se le suministró sangre no fresca, que no se había analizado para comprobar si estaba infectada con el virus HIV. El marido, que no tenía dificultad en conseguir todo lo necesario para las transfusiones, consiguió incluso encontrar dos frascos de fibrinógeno, fármaco necesario para permitir la coagulación, pero fue insuficiente. Los médicos al final se reunieron alrededor de la paciente, y el doctor Tadros, sacudiendo la cabeza, dijo: “Hopeless”, sin esperanza».
«¿Cómo y cuándo comenzó a rezar por la curación de la paciente?», se le preguntó a la hermana durante su declaración en el proceso.«La mujer repetía: “Ayúdenme”. Sentí entonces mucha compasión por aquella madre que se iba dejando en el mundo a cinco críos pequeños», afirma la monja. «Si hubiera sido cristiana habría llamado a un sacerdote para que le diera los sacramentos, habría rezado junto a la mujer diciéndole que se encomendara al corazón de Jesús, que pidiera ayuda a algún santo… pero era musulmana. En ese momento me acordé de monseñor Comboni. Era también el único nombre que podía decirle a la mujer. Aquí en Sudán le conocen todos, incluso los islámicos. Me encomendé a él poniendo en sus brazos a aquella madre: “Mira, ahora sólo tú puedes hacer algo… ya no hay nada que hacer, no podemos hacer nada más… Pero tú sí que puedes… ¡ayúdala! Es sudanesa, una de tu tierra, una musulmana. Les has hecho tanto bien a todos ellos… ¿no les amabas tanto?… ¿No tienen acaso un lugar especial en tu corazón? ¡Sálvala, no la dejes morir!”. Junto a mí estaba sor Orlanda, me giré y le dije: “¿Tú tienes fe? Vamos a rezar a Comboni para que salve a esta pobre madre”. Fui entonces apresuradamente a coger su imagen y mientras regresaba a la habitación le pedía a Comboni también que me diera palabras adecuadas para decírselas a la mujer. Me acerqué a ella, le dije: “Lubna, los médicos dicen que tus condiciones, por desgracia, son graves… Lubna, tú quizá conoces a Comboni… si no te importa quisiéramos pedirle que se encargue de tu caso”. Ella preguntó: ¿Comboni no es el que hizo todas las escuelas de Jartum?”. “Sí”, le respondí, “pero es también amigo de Dios, y como está más cerca de él puede hacer más que todos nosotros. ¿Quieres que te deje aquí su foto?”. “Sí”, dijo. Estaba su madre a los pies de la cama, también musulmana, que asintió. Coloqué entonces la imagen de Comboni bajo su almohada. Con la cara vuelta hacia su cabeza, para que la mirara. Y mientras ponía la foto, lo miraba y para mis adentros me decía: “A ver si te portas bien”».
Sor Silvana Orlanda La Marra, una de las otras enfermeras presentes, dice en el proceso: «La mujer perdió el conocimiento. Los latidos del corazón se hicieron imperceptibles. Entró su marido con uno de sus hijos de la mano. Los médicos le habían explicado la situación desesperada de su mujer. Se quedó en silencio. Luego tomó a su hijo en brazos, se acercó a mí y me dijo: “Hermana, rece usted también a su Dios por la madre de este niño”». La hermana respondió, con mucho tacto: «Si usted nos lo permite quisiéramos hacerlo a través de Comboni». «El marido», sigue diciendo la monja, «sabía quién era y no hubo necesidad de añadir nada más. Dijo solo: “Sí. Fue un gran hombre aquí”». Todas las misioneras comenzaron entonces a rezar para pedir la curación de la mujer mediante la intercesión de Daniele Comboni. También el médico católico que había operado a la señora Lubna y tres médicos obstétricos coptos fueron con la monja a la capilla del hospital.
A pesar de que se temía lo peor, la mujer sobrevivió aquella noche. Por la mañana los médicos se asombraron al verla todavía viva, y ni siquiera cuando, en aquellas condiciones extremas e irreversibles, fue operada por tercera vez, murió. Todo lo contrario. Ante los ojos estupefactos de los médicos, la mujer volvió en sí y en brevísimo tiempo se recuperó, hasta el punto de que al cabo de pocos días se le dio el alta, completamente curada. Dos médicos musulmanes examinaron después a la mujer, y su informe se incluyeron en las actas del proceso.«Todos decían», recuerda sor Bianca Garascia, la superiora, «”¿cómo es posible que esa mujer ya muerta haya vuelto a la vida?”. Todos decían que se trataba de un caso inexplicable y prodigioso». «Cuando vi que Lubna se había restablecido completamente», sigue diciendo sor Maria Bianca Benatelli, le dije: «Dios te quiere, Comboni te ha ayudado. Hemos rezado mucho por ti porque eres madre de cinco niños y nadie mejor que tú puede cuidarlos».
«Curación repentina, completa y duradera, sin secuelas de ningún tipo, científicamente inexplicable», reconoció unánimemente la consulta médica el 11 de abril de 2002. Y el 6 de septiembre del mismo año, la consulta de los teólogos reconoció unánimemente la curación milagrosa por intercesión del beato Daniele Comboni. El caso excepcional de este milagro ocurrido a una persona de fe musulmana parece ser el único que le ha llegado a la Congregación para las causas de los santos. En la publicación del decreto, el promotor de la fe de la Congregación quiso también subrayar «lo providencialmente significativo y elocuente que puede ser tan extraordinario acontecimiento en el momento actual, ahora que tan difíciles son las relaciones entre países islámicos y occidentales».
«Lubna y su marido no fueron llamados en la investigación diocesana super asserto miro que tuvo lugar en Jartum en mayo de 2001», explica el padre Arnaldo Baritussio, postulador de la causa. «El tribunal no ha considerado oportuno llamarlos a declarar tanto porque los testimonios técnicos y la documentación del caso han sido considerados más que suficientes, como también porque, siendo musulmanes observantes, se ha preferido evitar llamarlos por motivos de delicadez y prudencia. Sabemos que después del hecho fueron en peregrinación a La Meca», sigue diciendo el postulador, «pero sabemos también que siguen manteniendo excelentes relaciones con las hermanas, hacia las cuales se han mostrado muy agradecidos». Sor Assunta Sciota, que ha trabajado 44 años en el Saint Mary’s Hospital, y estaba presente cuando estuvo internada Lubna, confirma: «Nos hemos hecho amigos. Ya desde el primer momento tanto Lubna como su marido no hacían más que darnos las gracias por lo que había pasado. Son musulmanes practicantes, pero no fanáticos». «De todos modos, hay que decir que en Jartum», sigue diciendo, «las relaciones comunes entre la gente cristiana y la islámica son buenas, las monjas especialmente gozamos de gran respeto por parte de los musulmanes. El respeto es recíproco. Este hospital existe desde comienzos del siglo XX. En 44 años de trabajo aquí, nunca he tenido problemas con ellos. Y no son pocas las veces que me han dicho que prefieren nuestro hospital al suyo porque “aquí es como estar en casa”».
El apóstol de África llegó por primera vez a Sudán, entonces dominio egipcio, en 1858. Volvió desde El Cairo en 1873. Subiendo el Nilo y por el desierto, entre peligros, fiebres mortales y adversidades climáticas, llegó a Jartum tras un viaje que duró casi tres meses. Con él estaban también las cinco primeras misioneras europeas que ponían pie en estas tierras. Ningún sacerdote hasta entonces había osado llevarlas consigo. Fue necesario todo el temperamento de Comboni para conseguirlo, con su clara y convencida intuición de que sin ellas era «impensable insertarse en aquellas poblaciones».
«Ayer el gran muftí, jefe del islamismo en Sudán, vino a felicitarme por haber llevado a las monjas a Jartum», escribía Comboni al cardenal prefecto de Propaganda Fide, Alessandro Barnabò. «En cuanto a su incomparable presencia aquí, os diré lo que he constatado tras una larga experiencia. Cuando las monjas visitan los harem, ya sea ejerciendo la caridad o para bautizar a los niños in articulo mortis, o también por urbanidad y para mantener buenas relaciones con las mujeres de los grandes, la fe católica sale siempre ganando, entre otras cosas porque el buen ejemplo y la conducta de las hermanas es una elocuentísima lección para los musulmanes, que se quedan siempre admirados. Y tan grande es el respeto que se ganan y la estima por el bien que hacen», sigue diciendo, «que incluso aceptan que alguna se convierta. Buena prueba de ello es, como ya os he dicho, la solidísima conversión de la jovenmusulmana que en el santo bautismo quiso tomar el nombre de Victoria». En otra carta informaba de lo siguiente: «Su excelencia Ismail Pashá, gobernador general, que extiende su mando hasta el nacimiento del Nilo, vino a visitarme para ofrecerme su amistad y todo su apoyo para realizar mis deseos con respecto a la misión católica. Es un turco instruido, astuto y embaucador, pero sumamente benévolo para con la misión. Me regaló su barco de vapor para ir por el Nilo Blanco y poder así viajar más fácilmente hacia el sur. También mi posición frente a las autoridades, como obispo y provicario apostólico, no podía ser mejor. Me encuentro actualmente en una excelente situación aquí en Sudán».
El día de su primera misa en Jartum, asistieron, además de los misioneros y los cristianos, muchos musulmanes. La capilla estaba repleta, así como también los pórticos y el patio de la misión. Hablando en árabe se había querido dirigir a todos: «Yo regreso entre vosotros para nunca más dejar de ser vuestro completamente y consagrado para el mayor bien vuestro para siempre. Estad seguros de que mi alma siente por vosotros un amor ilimitado. Yo hago causa común con todos y cada uno de vosotros, y el día más feliz de mi vida será aquél en que pueda dar mi vida por vosotros». Ese día llegó ocho años más tarde, como consecuencia de la fiebre negra y por la inminente tragedia de la guerra mahdista (una de las peores que recuerde Sudán). A sus misioneros, ante el peligro que se avecinaba, les había escrito: «Todos dicen: “El dedo de Dios está aquí”. Esto me confunde, y veo que Él se sirve siempre de los débiles para las empresas más difíciles… Toda nuestra confianza está en Aquel que usa misericordia. No tengáis temor… Cuando estemos en el Paraíso, entonces con nuestras incesantes oraciones daremos la lata a Jesús y María, y le rezaremos hasta que, por amor o a la fuerza, se vea obligado a hacer milagros».