El reportaje publicado en Newsweek hace unos días sobre las calumnias que tuvieron que sufrir tres sacerdotes y un profesor de parte de un monaguillo en Philadelphia, me ha estremecido. Y no sólo por el hecho de que cuatro vidas hayan quedado destrozadas para siempre -uno de los sacerdotes, incluso, murió en la cárcel, después de múltiples vejaciones-, sino por la impunidad con que se calumnia a miembros de la Iglesia, la espontaneidad con que los medios de comunicación colaboran con esas acusaciones sin asegurarse de su autenticidad, y la facilidad con que eso sucede una y otra vez.
Los hechos se remontan a 2011, cuando un joven de 22 años dijo que había sido violado repetidamente por dos sacerdotes y un profesor. Los tres acusados fueron condenados sin más pruebas que la palabra del acusador. Incluso fue condenado el vicario episcopal para el clero, por no haber impedido las supuestas violaciones. El acusador se embolsó nada menos que 5 millones de dólares. Dos de los condenados, un sacerdote y el profesor, siguen en la cárcel, mientras que el otro sacerdote murió en ella. Nadie se tomó la molestia de averiguar si era fiable el acusador -ha estado en 23 instalaciones de rehabilitación de drogas o similares; dijo ser surfista y paramédico, así como tener una hernia de disco en la columna, todo ello falso; ha sido condenado 6 veces por tráfico de drogas y un robo menor-. No importó tampoco, a la hora de condenar a los supuestos culpables, que el acusador hubiera cambiado nueves veces de versión. Ni siquiera se ha revisado la sentencia después de que el supuesto violado haya reconocido haber mentido.
Si quieres hacerte millonario en Estados Unidos, sin que te importe mandar a la cárcel o al cementerio a personas inocentes, lo tienes fácil: invéntate una calumnia contra un sacerdote. Por supuesto que, por desgracia, muchas de las acusaciones contra miembros del clero son ciertas, pero otras no -hay que recordar la que llevó a la muerte al cardenal Bernardin, de Chicago-. Para discernir unas de otras, convendría que se aplicara aquel viejo principio de que nadie es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. Sin la presunción de inocencia, no sólo seguirán siendo condenados inocentes, sino que el propio sistema judicial quedará gravemente dañado. Hoy, contra la Iglesia y los eclesiásticos, lo que hay es presunción de culpabilidad.
Los hechos se remontan a 2011, cuando un joven de 22 años dijo que había sido violado repetidamente por dos sacerdotes y un profesor. Los tres acusados fueron condenados sin más pruebas que la palabra del acusador. Incluso fue condenado el vicario episcopal para el clero, por no haber impedido las supuestas violaciones. El acusador se embolsó nada menos que 5 millones de dólares. Dos de los condenados, un sacerdote y el profesor, siguen en la cárcel, mientras que el otro sacerdote murió en ella. Nadie se tomó la molestia de averiguar si era fiable el acusador -ha estado en 23 instalaciones de rehabilitación de drogas o similares; dijo ser surfista y paramédico, así como tener una hernia de disco en la columna, todo ello falso; ha sido condenado 6 veces por tráfico de drogas y un robo menor-. No importó tampoco, a la hora de condenar a los supuestos culpables, que el acusador hubiera cambiado nueves veces de versión. Ni siquiera se ha revisado la sentencia después de que el supuesto violado haya reconocido haber mentido.
Si quieres hacerte millonario en Estados Unidos, sin que te importe mandar a la cárcel o al cementerio a personas inocentes, lo tienes fácil: invéntate una calumnia contra un sacerdote. Por supuesto que, por desgracia, muchas de las acusaciones contra miembros del clero son ciertas, pero otras no -hay que recordar la que llevó a la muerte al cardenal Bernardin, de Chicago-. Para discernir unas de otras, convendría que se aplicara aquel viejo principio de que nadie es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. Sin la presunción de inocencia, no sólo seguirán siendo condenados inocentes, sino que el propio sistema judicial quedará gravemente dañado. Hoy, contra la Iglesia y los eclesiásticos, lo que hay es presunción de culpabilidad.