Sin embargo, debo reconocer que a mí la mayoría me caen bastante bien. Y creo que es injusto decir que son un mal modelo para las niñas. Si de una acusación pública se tratara, estoy convencida de que las declaraciones en su defensa ante un tribunal serían unánimes:
"¡Somos el chivo expiatorio!".
La culpa de que las niñas crean que existe un príncipe azul y no sean capaces de encontrarlo es de la educación de "amores de barra" que reciben, no de que vean en la tele los Clásicos Disney.
Es más, si vamos más allá de lo superficial veremos que se trata, incluso, de dignos modelos a seguir.
Observad a Cenicienta. Una joven huérfana de noble linaje reducida a criada por su malvada madrastra y constantemente despreciada y humillada por sus hermanastras. ¿A nadie le parece admirable que en tales circunstancias sea capaz de mantenerse alegre y servicial, de hablar con cariño a semejantes arpías e, incluso, de perdonarlas? Eso sí que es belleza interior, eso sí que es fortaleza. Si luego viene o no un príncipe y se la lleva es lo de menos. Cenicienta es capaz de ser feliz en cualquier circunstancia. Quizás, precisamente por eso es capaz de encontrar un príncipe y de atraerle con su encanto. No porque sea guapa y su vestido deslumbrante, sino porque está llena de luz, de alegría y de paz interior.
Blancanieves tampoco se queda atrás. Una joven princesa llena de jovialidad que, cuando se entera de que su madrastra la quiere asesinar huye al bosque, se planta en casa ajena y, sin saber ni quién vive allí, se pone a organizar y recoger toda la casa con entusiasmo, buscando el modo de encontrarle el encanto a un trabajo tan poco apetecible y menos agradecido. Es el prototipo de la alegría en la cotidianeidad, de la entrega y la caridad incluso con aquellos a quienes ni siquiera conoce.
¿Y qué me decís de Bella? Una chica más bien friki, a la que casi podría decirse que acosan en el pueblo por ser la rarita que va siempre con un libro y solo se dedica a estudiar... Y, el día que hay un problema, que su padre la necesita porque una fiera le ha encerrado en una mazmorra, la tía se planta en un castillo encantado, se enfrenta con una bestia enfurecida y se cambia por su padre anciano para que éste pueda volver a casa. Y, no solo eso, sino que una vez asumida su condición de prisionera es capaz de mantener su dignidad y defender sus derechos frente a semejante monstruo y ponerlo firmes cada vez que se pasa de la raya.
Si me apuráis, aunque no está en la colección de las princesas, incluso la propia Wendy tiene su encanto. Una niña apenas adolescente, locamente enamorada de un mujeriego impresentable como es Peter Pan, que tiene las agallas de mandarle a la porra y volverse al lugar de dónde vino porque no se siente respetada y se da cuenta de que, por muy enamorada que esté, ese tipejo vanidoso no tiene ni idea de qué narices es querer a otra persona.
Puede que allí esté la gracia de las ´princesas´, en que sus vestidos, su porte, su elegancia, son solo una materialización de su belleza interior. Hoy las conocemos como mujeres que, simplemente, gozan de una posición privilegiada y unas ventajas que pocas chicas pueden tener. Pero las princesas de toda la vida no eran eso, eran -o pretendían ser- mujeres de una pieza, educadas para la excelencia, para ser un modelo de vida y de virtud. Sus privilegios no eran sino pesadas cargas que les hacían responsables de cada uno de sus actos ante a la sociedad.
Si me lo permitís, en contra de las múltiples críticas que reciben estas denostadas princesas, yo rompo una lanza en su defensa: las Princesas Disney molan. No busquemos a los culpables donde no están. La culpa de los desengaños amorosos no la tienen estas indefensas jovencitas ni sus finales felices. La culpa la tienen las mentiras que nos conducen a creer que la entrega del alma y del cuerpo no deben ir de la mano, que amor y sexualidad son realidades disociables. La culpa la tiene la imagen del amor como el enamoramiento semiadolescente que se acaba cuando uno de los dos -o los dos- ya no tiene ganas de fiesta. La culpa la tienen los anuncios de colonia y las pelis románticas en las que el chico que huye despavorido del compromiso y solo quiere sexo incondicional termina siendo un marido fiel que le jura amor eterno a la que ya le ha dado todo lo que le podía entregar. La culpa la tienen los preservativos, la píldora del día después, las revistas porno, el sexo ´libre´, el divorcio exprés, el ´nosotras parimos, nosotras decidimos´, y tantas otras aberraciones en torno al amor que han hecho creer a las niñas que el amor verdadero es encontrar a un tipo muy guapo y un pelín idiota que aparece por casualidad, en función de la suerte que se tenga, para darnos todo lo que necesitamos a cambio de contemplar todas las mañanas nuestra cara bonita.
El príncipe azul de las princesas Disney se puede entender, sin embargo, más allá de una imagen superficial, como el símbolo del amor puro, genuino, verdadero; aquel que pasa por encima de los obstáculos y de los defectos propios y ajenos, de las crisis, de las caídas, de los desencantos, y vuelve siempre, a fuerza de voluntad, -no del capricho ni del impulso-, a la persona a la que libre e irrevocablemente ha elegido amar.