El proceso mediante el cual el Evangelio deviene en ideología es bastante conocido en el marco de la psicología de la religión, y tiene que ver con una acción conjunta de los afectos y las intelecciones. Lo que en un primer momento es sólo kerigma, predicación de un acontecimiento, puede transformarse imperceptiblemente en ideología cuando las emociones y las razones comienzan a fallar.

Porque digámoslo a las claras de una vez por todas: el Evangelio, y el cristianismo entero, no es sino un acontecimiento, un hecho, un suceso, una PERSONA. El individuo particular recibe la noticia, la buena nueva (“evangelio”) de que Dios se ha revelado definitivamente haciéndose hombre y tomando sobre sí mismo toda la miseria y limitación humana para morir con ella y después resucitar. Esta noticia provoca en el sujeto una reacción que es a la vez emocional e intelectiva, y exige una respuesta vital.

La respuesta es vital en la medida en que reclama al conjunto unitario que constituye el individuo humano una vez integradas todas sus capacidades. En la respuesta se activan las emociones y se activan las cogniciones en un acto unitario que realiza la voluntad desde la libertad. Pero a ese primer momento en el que se pronuncia el “sí, quiero”, el “fiat” mariano, sigue inevitablemente una posterior aridez en la que las emociones iniciales se van apagando y las razones se van oscureciendo.

Es entonces cuando surge el peligro de derivar el Evangelio hacia una ideología: el sujeto, que necesita asideros cuando las emociones y las razones se apagan, tiende a buscar un sucedáneo, un placebo que sustituya a la PERSONA por la cual se ha puesto en juego la vida entera, y es entonces cuando las parcialidades que aparecen contenidas en el propio anuncio se convierten en totalidades.

Son los momentos en los que Dios se oculta y parece ausente la ocasión propicia para los nuevos becerros de oro: se toman causas humanas como sustitutos del mismo Dios, bien sean vinculadas a la justicia social, bien a la caridad para con los pobres, bien relativas a la defensa de la vida humana, para que hagan la función del Dios ausente, función que tiene la virtualidad de reactivar las emociones al implicar al sujeto en una lucha concreta, y de recuperar las razones al arropar el vacío intelectivo con una serie de argumentos humanos y "científicos".

El peligro, por lo tanto, es el de absolutizar lo que no es más que un fragmento, una parcialidad, haciendo que la razón oscurecida por la noche espiritual se vuelva a llenar de algo que ya no es más que ideología, algo que combina de un modo satisfactorio para el individuo las emociones que suponen la entrega a una causa, emociones perfectamente equiparables a las de los que trabajan por el medio ambiente o por la protección de los pueblos indígenas, y las razones de tipo “académico” que vienen a llenar el vacío dejado por Dios en la noche de la fe.

Helder Cámara dijo en el pasado siglo que nuestra centuria exigiría sobre todo grandes místicos, hombres del desierto, y hoy conocemos cómo la Madre Teresa fue uno de ellos. Esto no quita ni un ápice de legitimidad a otro tipo de formas de vivir la buena nueva, más ideologizadas, a condición, como es evidente, de que no se conviertan en un absoluto, lo que no sería sino un nuevo becerro de oro llamado a ocupar el lugar que sólo a Dios corresponde.

Por esta razón, el cristianismo correctamente orientado es compatible con casi cualquier ideología humana salvo en el punto en el que niegue a Dios, punto en el cual el cristiano no puede de ninguna forma comulgar con la misma. Así, el cristiano cuyo centro es el seguimiento de Jesucristo puede hacerlo en el seno de las ideologías humanas siempre que no las admita como doctrinas, como dogmas de fe, pues ninguna de ellas lo es, sino como cauces hábiles para hacer presente esa vida en Cristo que es la única y radical exigencia contenida en el propio Evangelio.

En una próxima entrada veremos que el cristianismo es posible, por lo tanto, en el liberalismo y en el socialismo.