Recordábamos en nuestro anterior artículo que, si bien tendemos a relacionar los acontecimientos positivos o negativos con respectivas resoluciones de naturaleza moral, la experiencia demuestra que es mucho mayor la repercusión de las ideas equivocadas. Veamos hoy tres de ellas que fueron incorporadas al actual modelo de Estado español:
1. Una antropología inmanente que ignora la verdadera naturaleza humana.
2. Un concepto de nación puramente accidentalista.
3. La Constitución entendida como instrumento para la imposición de una determinada ideología.
Expongamos en primer lugar estos principios rectamente considerados:
1. La concepción política aristotélica, luego retomada por el Angélico, se fundamenta sobre una afirmación: “el hombre es social por naturaleza”, de ahí su definición como ser animado político-cívico-social (“zoon politikon”). Su más profunda naturaleza le lleva a vivir en una sociedad que no es algo ajeno al individuo, fruto de un acuerdo o convención con sus semejantes (como pretende el pactismo ilustrado) o algo subsistente por sí que determina el ser de los individuos (al modo de los estados totalitarios). La sociedad brota del hombre concreto al cual perfecciona y depara un medio vital necesario.
La Revelación añade dos datos trascendentes a este básico hallazgo de la razón humana:
a) Ese perfeccionamiento no puede excluir el orden sobrenatural y nunca será completo si carece de esta referencia. Es la consideración del hombre como portador de valores eternos (en expresión de José Antonio) o de «los valores personales del hombre como imagen de Dios» (Pío XII).
b) El hombre es por naturaleza sociable pero ello no impide que lleve en sí mismo fuertes impulsos antisociales. La naturaleza del hombre, buena al salir de las manos del Creador pero corrompida por el pecado y susceptible de reparación por la Redención, ganada objetivamente para todos los hombres pero no a todos ellos aplicada. Ya San Agustín subrayó el carácter dual y contradictorio del hombre: «No hay animal alguno tan discordioso por vicio y tan social por naturaleza como el hombre».
La sociabilidad espontánea no asegura por sí sola la permanencia de la sociedad. Ésta ha de ser asegurada por una estructura impuesta desde el poder contra los impulsos egoístas o antisociales. Se trata del Estado y del Derecho que a la luz de la doctrina católica puede definirse como «ordenación social imperada que estructura según justicia las relaciones humanas intersubjetivas en vías al bien común de la sociedad».
2. En cada ser humano y en su conjunto, distinguimos una esencia que permanece idéntica a sí misma con independencia de los cambios o accidentes. Ahora bien, de acuerdo con la concepción aristotélico-tomista, es posible una analogía que distingue en la sociedad-Nación los mismos elementos que existen en el hombre, fundamento de la sociabilidad; algunos de ellos están vinculados a la identidad y otros son accidentales. En esta concepción se reconoce que los primeros tienen una larga pervivencia en el tiempo y no son fácilmente reemplazables sin alterar la esencia del sujeto. En este sentido hay que entender afirmaciones como «la nación es una unidad histórica» (José Antonio Primo de Rivera, “Obras Completas”. I, Plataforma 2003, Madrid, 2007, p.363). Así, frente a las dos (y hasta tres) “Españas”, concebimos que difícilmente puede llamarse y ser España una nación despojada de aquellos elementos que históricamente la han constituido. Es ésta la tesis de Menéndez Pelayo en cuanto al catolicismo: «España, evangelizadora de la mitad del orbe, España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Arévacos y de los Vectones, o de los reyes de Taifas» (“Historia de los heterodoxos españoles”, II. Epílogo, Editora Nacional, Madrid, 1956, p.1194).
Los elementos accidentales tienen todo su valor en cuanto soporte de la identidad pero no pueden convertirse en referencia para la configuración definitiva del Estado como pretende la tesis romántica de nación: «El separatismo local es signo de decadencia, que surge cabalmente cuando se olvida que una Patria no es aquello inmediato, físico, que podemos percibir hasta en el estado más primitivo de espontaneidad. Que una Patria no es el sabor del agua de esta fuente, no es el color de la tierra de estos sotos: que una Patria es una misión en la historia, una misión en lo universal. La vida de todos los pueblos es una lucha trágica entre lo espontáneo y lo histórico. Los pueblos en estado primitivo saben percibir casi vegetalmente las características de la tierra. Los pueblos, cuando superan este estado primitivo, saben ya que lo que los configura no son las características terrenas, sino la misión que en lo universal los diferencia de los demás pueblos. Cuando se produce la época de decadencia de ese sentido de la misión universal, empiezan a florecer otra vez los separatismos, empieza otra vez la gente a volverse a su suelo, a su tierra, a su música, a su habla, y otra vez se pone en peligro esta gloriosa integridad, que fue la España de los grandes tiempos» (José Antonio Primo de Rivera, ob.cit., p.509).
3. La tercera idea que estamos considerando viene a actualizar la vieja cuestión que los clásicos denominaron de las “formas rectas de gobierno”. No puede olvidarse que Aristóteles propugna una coexistencia natural de instituciones y clases que representan las facultades del hombre y sus necesidades sociales aglutinadas por un poder rector. Así, sugiere un régimen mixto que sea democrático en las instituciones inferiores, aristocrático en la minoría directora y monárquico en el poder supremo.
En nuestros días esta cuestión plantea la necesidad de buscar estructuras políticas que garanticen la necesaria comunicación que debe existir entre el Estado (como poder superior e independiente que se constituye en árbitro y obliga a los grupos e individuos a vivir en concordia y paz) y las condiciones espirituales y sociales del pueblo constituido como Nación. La voluntad del Estado concretada en las leyes debe ser expresión de esta última realidad y esto solamente se consigue mediante un adecuado sistema de representación.
No será necesario mucho esfuerzo para demostrar que el texto constitucional vigente desde 1978 y, por tanto, el modelo de Estado formulado en él, lejos de haberse edificado de acuerdo con estos principios, resulta expresión completa de las ideas equivocadas que exponíamos con anterioridad.
1. La de 1978 no es una Constitución personalista: ha eliminado cualquier referencia a la existencia sobrenatural del hombre; no jerarquiza correctamente los distintos ámbitos en que se reconocen derechos, los cuales no reciben ninguna fundamentación extrínseca; no valora el bien moral como elemento que dignifica a la persona sino que permite la agresión al primero de los derechos de la persona y su presupuesto inexcusable, el derecho a la vida y a la incolumidad (cfr. Miguel Ayuso, “El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española”, Criterio Libros, Madrid, 2000, p.130ss).
2. Carece de cualquier referencia para la identidad española y apoya toda la estructura sobre un radical sistema de descentralización que repite a escala regional los graves errores del planteamiento global. Apenas se ha reparado en que la expresión “Estado de las Autonomías” encubre el sinsentido de un Estado incapaz de unificar a elementos que se presuponen dotados de capacidad de autodeterminación intrínseca. El sistema —tal como fue concebido y luego ha sido desarrollado en leyes como la controvertida LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico)— favorece la irreversible destrucción de España como entidad histórica, moral y jurídica.
3. Ignorando otras posibles soluciones, la Constitución de 1978 ha privilegiado como forma exclusiva de representación a los partidos políticos, y esto a todos los niveles: estatal, autonómico y municipal. Por otro lado, el proceso legislativo agrava aún más la situación al poner instituciones como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional bajo el capricho de las oligarquías partitocráticas. Lejos de arbitrar cauces para que una sana opinión pública intervenga en los asuntos que son de su competencia sin renunciar por ello a la misión rectora del Estado, la práctica política de los partidos ha generalizado el abstencionismo práctico (recuérdese la escasa participación en torno a consultas tan importantes como la del nuevo Estatuto de Cataluña, un ejemplo práctico de la aludida capacidad auto-normativa de las comunidades autónomas).
Al mismo tiempo las corrientes ideológicas más radicales (como el Partido Socialista y los regionalistas) utilizan el aparato del Estado y los numerosos mecanismos de corrupción generados, sobre todo, en el entorno de Autonomías y Ayuntamientos para adoctrinar a la sociedad y provocar la inversión de los valores hasta hace poco unánimemente profesados por los españoles. La educación para la ciudadanía, el laicismo, la memoria histórica, el llamado “matrimonio” de homosexuales, el aborto, las campañas pro-eutanasia, el fomento de la inmigración indiscriminada de elementos ajenos a nuestros referentes culturales, la violencia de las bandas ultraizquierdistas y del entorno de ETA… son otros tantos pasos que favorecen la segunda etapa de un proceso que Alfonso Guerra definió con la finura intelectual que le caracteriza («A España no la va a conocer ni la madre que la parió»). El mismo dirigente socialista señalaba el poder como instrumento para llevar a cabo una transformación del Estado y de la sociedad.