"Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano". (Jn 10, 27-29)

 

Normalmente los hombres consideran que Dios les está cercano, les ama, cuando escucha su voz, cuando atiende a sus súplicas. Para la mayoría, el milagro es el certificado, la prueba del amor de Dios. De ahí las crisis de fe -de una fe poco formada, ciertamente- cuando aparentemente Dios no escucha nuestras súplicas. Deberíamos, sin embargo, ser coherentes con nuestros propios criterios y aplicarlos a nuestra relación con Dios. Si así lo hiciéramos nos preguntaríamos: ¿Estoy escuchando yo la voz de Dios? ¿Estoy atendiendo a los gritos de socorro que me lanza Dios desde su dolor, desde su necesidad? ¿No estaré dándole motivos sobrados para creer que no le quiero? Porque, además, si los planes de Dios a veces se escapan a nuestra inteligencia, no le ocurre lo mismo a Dios con los nuestros; es decir, que Dios no nos pide cosas que no podamos hacer, sino que sólo solicita de nosotros la ayuda que sí le podemos dar.

Dios es un buen Señor y tiene derecho a encontrar buenos vasallos, buenos criados, buenos amigos, buenos discípulos. Él ha dado la vida por sus ovejas, por nosotros. ¿Qué más podía hacer? ¿Podía haber manifestación de amor mayor, podía hacer un milagro más beneficioso para el género humano que salvarle de sus pecados y abrirle las puertas de la vida eterna?. Por eso tiene derecho a encontrar en nosotros una respuesta equivalente. Debemos oír su voz y seguirle, porque sólo si lo hacemos puede completar en nosotros la obra que ya inició; sólo entonces podrá darnos la vida eterna prometida. Debemos ser las buenas ovejas que tiene derecho a encontrar tan buen pastor.