El relato de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles presenta el «nuevo curso» que la obra de Dios inició con la resurrección de Cristo, obra que implica al hombre, a la historia y al cosmos. Del Hijo de Dios muerto, resucitado y vuelto al Padre brota ahora sobre la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo. Y ¿qué produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios? Donde hay laceraciones y divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia. Este es el efecto de la obra de Dios: la unidad; por eso, la unidad es el signo de reconocimiento, la «tarjeta de visita» de la Iglesia a lo largo de su historia universal. Desde el principio, desde el día de Pentecostés, habla todas las lenguas. La Iglesia universal precede a las Iglesias particulares, y estas deben conformarse siempre a ella, según un criterio de unidad y de universalidad. […]
De esto, queridos hermanos, deriva un criterio práctico de discernimiento para la vida cristiana: cuando una persona, o una comunidad, se cierra en su modo de pensar y de actuar, es signo de que se ha alejado del Espíritu Santo. El camino de los cristianos y de las Iglesias particulares siempre debe confrontarse con el de la Iglesia una y católica, y armonizarse con él. Esto no significa que la unidad creada por el Espíritu Santo sea una especie de igualitarismo. Al contrario, este es más bien el modelo de Babel, es decir, la imposición de una cultura de la unidad que podríamos definir «técnica». La Biblia, de hecho, nos dice (cf. Gn 11, 1-9) que en Babel todos hablaban una sola lengua. En cambio, en Pentecostés, los Apóstoles hablan lenguas distintas de modo que cada uno comprenda el mensaje en su propio idioma. La unidad del Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión. (Benedicto XVI. Homilía del 23 de mayo de 2010)
Benedicto XVI nos señala algunos puntos clave. ¿Cuándo actuamos en contra de la unidad? “… las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en conflicto entre sí”. Cuando dejamos de ser comunidad y empezamos a competir y disputar entre nosotros es evidente que la unidad ha dejado de existir. Igual que el sistema de engranajes visto en la entrada anterior, cada comunidad está compuesta por personas diferentes, con dones, carismas y sensibilidades particulares, pero que tienen que estar unidos para que la Voluntad de Dios se transmita a través de nosotros. La unidad no es homogeneidad, como nos gusta a veces interpretar. La homogenización “es más bien el modelo de Babel, es decir, la imposición de una cultura de la unidad que podríamos definir «técnica»” Si todos los engranajes fuesen iguales, el sistema sería mucho menos eficiente, ya que cada persona aporta algo que las demás no tienen. Lo que nos diferencia es riqueza y por lo tanto, no debería llevarnos a generar apartados y grupitos. Más bien todo lo contrario, lo que nos diferencia debe ser puesto en común para el bien de todos. La diferencia que se dona a los demás, debe ser agradecida como lo que es: un don de Dios. Un talento que busca multiplicarse cuando se comparte.
Un ejemplo práctico. Cuando hay una persona especialmente dotada para la caridad y el compromiso social, la comunidad ha recibido un don especial. Puede encargarse de organizar y motivar a los demás. Seguro que si esta motivación se hace con caridad y desprendimiento, muchas personas menos capacitadas, se beneficiarán de la labor de quien es capaz de mover a los demás según la Voluntad de Dios. Ahora, si esta persona con carisma caritativo busca rodearse de similares y pretende que toda la comunidad se transforme en una ONG solidaria, empezaremos a tener problemas. Dios nos regala estos dones especiales para compartirlos, no para imponerlos.
Los dones que Dios nos ha dado deben ser, a su vez, donados a los demás, no utilizarlos para crear guetos y grupitos. Una persona a la que Dios ha dado el don de la oración y la interiorización, puede contagiar este “movimiento” a los demás, de forma que los menos capacitados para orar e interiorizar, puedan acceder a este regalo del Señor. Una persona dotada del don del entendimiento, puede formar a las demás personas, de forma que todos encuentren sentido a la fe, la esperanza y la caridad que poseen y desarrollan.
Ahora, para que esto funcione son necesarias dos cosas: humildad y fidelidad. “La unidad del Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión”, siempre que seamos fieles y humildes. Humildad frente a los hermanos para no creernos el ombligo del mundo por los dones recibidos. Fidelidad a Cristo, la Tradición y la Iglesia, para no deformar las enseñanzas de Cristo para adaptarlas a nuestros carismas. Si hacemos esto estaríamos imponiendo nuestro evangelio personal o sesgando el Evangelio, a beneficio de nuestro carisma personal.Cuando una persona dice que el evangelio no son los Evangelios al completo, hay que empezar a tener cuidado, porque la unidad no tardará en saltar destrozada en pedazos.