Seguro que han escuchado a personas decir que Dios repudia la justicia y al justo. Esto se debe a que se asimila la justicia al legalismo y al justo con el fariseo. Hay quienes dicen que Dios nos prefiere como pecadores indiferentes y dejados, que como justos preocupados por agradarle. Veamos lo que nos dice sobre ello San Juan Crisóstomo:
Si su justicia hubiera precedido a la penitencia, el universo hubiera sido aniquilado. Si Dios hubiera sido pronto al castigo, la Iglesia no hubiera conocido al apóstol Pablo; no hubiera recibido a un tal hombre en su seno. Es la misericordia de Dios la que transforma al perseguidor en apóstol; es ella la que cambia al lobo en pastor, y que hace de un publicano un evangelista (Mt 9,9). Es la misericordia de Dios la que, conmovida por nuestra suerte, nos ha transformado; es ella la que nos ha convertido.
Es viendo al comilón de ayer ponerse hoy a ayunar, al blasfemador de antaño hablar de Dios con respeto, al innoble de otras veces no abrir su boca si no es para alabar a Dios, que se puede admirar esta misericordia del Señor. Sí, hermanos, si Dios es bueno con todos los hombres, lo es particularmente con los pecadores.
¿Queréis vosotros mismos escuchar una cosa extraña desde el punto de vista de nuestras costumbres, pero una cosa verdadera desde el punto de vista de la piedad? Escuchad: Mientras que Dios se muestra exigente con los justos, con los pecadores no tiene más que clemencia y dulzura. ¡Qué rigor para con el justo! ¡Qué indulgencia para con el pecador! Esta es la novedad, el trastrueque que nos ofrece la conducta de Dios... Y ved porque: asustar al pecador, sobre todo al pecador obstinado, no serviría más que para privarle de toda confianza, hundirle en la desesperanza; halagar al justo, sería debilitar el vigor de su virtud, hacer que se relaje en su celo: ¡Dios es infinitamente bueno! Su temor es la salvaguarda del justo, y su clemencia hace regresar al pecador. (San Juan Crisóstomo. 7ª Homilía sobre la conversión)
¿Por qué Dios es indulgente con el pecador? No es porque ame el pecado y le dé igual el mal que hagamos. Dios es indulgente con el pecador porque si fuera riguroso “no serviría más que para privarle de toda confianza, hundirle en la desesperanza”. Dios nos tiende siempre la mano, porque desea que la tomemos y aceptemos el compromiso que conlleva. Pero no debemos olvidarnos que Dios ama también al justo y por eso le exige coherencia, humildad y perseverancia. Perseverancia en el camino hacia la santidad, no perseverancia en el pecado. Como dice San Juan Crisóstomo: “¡Dios es infinitamente bueno! Su temor es la salvaguarda del justo, y su clemencia hace regresar al pecador”.
El rigor que Dios tiene con el justo no proviene el odio y el repudio. Espera que no se complazca en sí mismo ni menosprecie a su hermano. Espera que el justo sea sal de la tierra y no una loza pesada para quien se acerque a él. El justo debería ser como un espejo que refleje la Luz de Dios. Luz que esperanza, perdón y cercanía. Ser riguroso con quien llega sufriendo las heridas de sus pecado, no hace más que generar odio. Dios quiere que se ayude al pecador sin que se actúe en complicidad con el pecado. El justo no puede alabar lo que ha causa tantas heridas y dolores en aquellos que se acercan a él. Debe señalar con caridad y en su momento, la necesidad de dar el paso diligente hacia el arrepentimiento y la humildad.
¿Qué diferencia al justo del fariseo? La humildad y la disposición hacia los demás. El justo se da cuenta de todo lo que le separa todavía de Dios, el fariseo sólo busca ser admirado por los demás. El justo se presta a dar ánimos, el fariseo teme que otro le robe el puesto. El justo se mira a sí mismo con exigencia, ayudando a andar a quienes necesitan de su apoyo. El fariseo se mira con indulgencia, mientras desprecia a todo el que se acerca a él.
La Iglesia actual, como la de siempre, posee rasgos de santidad mezclada con fariseísmos diversos. A veces es complicado discernir una actitud y otra por el mensaje que nos hacen llegar, pero se puede utilizar una prueba clarificadora: la humildad. Si los pecados ajenos se señalan desde los pecados de uno mismo, estamos más cerca del justo que del fariseo. Si se señalan los errores ajenos con prepotencia y soberbia, entonces nos arrastra el fariseísmo. Todos llevamos la misma naturaleza herida sobre nosotros. Los pecados pueden variar en intensidad y frecuencia, pero nadie está libre de pecar en lo mismo que señala en los demás.