Nehemías 8, 2-4a. 5-6. 8-10; 1 Corintios 12, 12-14. 27; Lucas 1, 14; 49 14-21
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar a los cautivos la libertad»
«Mi vida cobra sentido cuando le digo un sí alegre a mi vida como es hoy. Con sus renuncias y sus elecciones. Con sus límites y su horizonte. Sí a mis dificultades y sí a mis alegrías»
Obedecer al Señor no siempre es tan sencillo. El corazón se apega a sus propios deseos y no quiere otra cosa que vivir la felicidad plena aquí y ahora. A veces se aferra a proyectos que no calman la sed. Y sueña con descansar un día en un lugar en el que echar raíces. Mi corazón tantas veces vive inquieto. Y no siempre hace lo que Dios quiere. Se rebela, se niega. Porque lo que Dios me pide parece no coincidir con lo que yo deseo. Me gustaría saber obedecer siempre y ser más dócil al querer de Dios. Obedecer sin querer contentar así a los que me rodean, cumplir sus expectativas, responder a sus anhelos. Me gustaría saber aplacar con más facilidad mis apetencias y no dejarme llevar sólo por lo que más me interesa. No consiste mi vida espiritual en vivir en arrobamientos continuos, en desear estar a solas con Dios, lejos del ruido de la vida y de los hombres. La obediencia a Dios no siempre me pide estar en oración, solo y en silencio. Muchas veces me pedirá otras cosas aparentemente menos santas. Hoy escuchamos: «Hoy es un día consagrado a nuestro Dios: No hagáis duelo ni lloréis. Andad, comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene, pues es un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza». A veces Dios no nos pide sacrificios ni renuncias. No nos pide dejar de hacer algo para ser más austeros. A lo mejor me pide que cuide a los míos, que me alegre con ellos, que disfrute la vida hoy que mañana nadie sabe. Lo sabroso tanto como lo amargo, como nos dice Santa Teresa: «En lo que está la suma perfección no es en regalos interiores ni en grandes arrobamientos ni visiones ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios que ninguna cosa entendamos que quiere que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Dios». Que mi voluntad se amolde a la de Dios. Que no haga sino lo que le da alegría a Dios. Pero, ¿cómo saberlo? ¿Cómo ser capaz de escudriñar en el alma buscando sus más leves deseos? ¿Cómo no engañarme pensando que lo que a mí me gusta es lo que le gusta a Dios? No siempre tenemos certezas a la hora de tomar decisiones. ¿Qué desea Dios de mí? Me gustaría ser fiel a sus deseos. A los más leves. Decía el P. Kentenich: «El verdadero amor es el que no dice ‘es bastante’. La medida del amor es sin medida. Nuestra relación mutua debe sumergirnos cada vez más profundamente en esta medida sin medida, en lo eterno, en el Dios infinito»[1]. El amor es la única respuesta. Cuando amamos nunca decimos que es bastante. Siempre podemos dar más. Siempre queremos más. Porque el amor verdadero no tiene medida. Dice sí, y sigue dando. Las personas que nos aman deberían ayudarnos a amar siempre más. El amor a Jesús nos tendría que llevar a darnos sin medida. A obedecer sin medida. Pero no es tan sencillo. A lo mejor mi amor no es tan grande, ni tan profundo. Se lo digo a Jesús una y otra vez. Le digo que estoy aquí para hacer su voluntad. Y Él me escucha paciente. Pero luego me confundo y me empeño en hacer mi camino y no el suyo. Quiero contentar a los hombres más que a Él. Justifico mis decisiones. Pretendo que a Dios le gusten mis pasos, mis elecciones. O a los hombres que me miran y esperan alguna respuesta. Es verdad que Dios sabe lo que más me conviene. Pero yo no lo sé. No lo tengo claro. Sólo sé que me impresiona su fidelidad. Nunca me deja. Y eso que muchas veces no es su voluntad el camino que yo sigo. Y eso que además su camino no siempre es el más duro, ni el más exigente. A veces no me pide lo que no me gusta. No desea mi renuncia ni mi pérdida. Estoy hecho para amar y ser amado, así me ha creado. Mi vida cobra sentido cuando le digo un sí alegre a mi vida como es hoy. Con sus renuncias. Con sus elecciones. Con sus límites. Con su horizonte. Sí a mis dificultades y sí a mis alegrías. Un sí sincero a mi forma de ser, a mi vida como es. Es la obediencia diaria y constante. ¿Cuáles son esos síes que más me cuesta dar? ¿Dónde me pide Dios hoy que le diga que sí dócilmente? La obediencia que duele y pesa. Esa obediencia que alegra el alma y la hace más ligera. No quiero estar triste. El gozo en Dios es mi fortaleza. En Él descanso. El gozo en su presencia, con Él, a su lado. Nada temo.
Quisiera aprender a confiar más en sus planes que en los míos. Me gustaría adherirme a sus deseos aunque tantas veces los caminos no estén claros. Esta semana hemos recordado un momento en la vida del P. Kentenich en el que tuvo que tomar una decisión que pocos comprendieron. Pudiendo librarse de tener que ir al campo de concentración de Dachau en 1942 por su limitación física, renunció a poner medios humanos y aceptó lo que Dios quisiera. Al final tuvo que pasar cuatro años en el campo de concentración. Fue una decisión poco comprendida por los que le querían y seguían. El mismo Padre recomendaba a todos usar los medios legítimos que nos pusiera Dios en la vida a la hora de tomar decisiones. Pero él, en esta ocasión, no lo hizo. Muchas veces me he preguntado qué le hizo ver que este era el camino. Lo descubrió durante la noche. En el silencio. En oración. Allí supo con dolor lo que Dios quería. Que no hiciera nada. Que se dejara hacer. La Familia de Schoenstatt se quedaba huérfana en un tiempo muy difícil. Él lo sabía. Ya durante esas semanas en la cárcel tal vez había comprendido que este tiempo iba a ser un tiempo sagrado de crecimiento en la santidad para él mismo y para sus hijos. Estaban entrelazados en un destino común. Comenzaba un tiempo que exigiría el heroísmo de la fe. Una fe honda y profunda. Les decía el P. Kentenich desde la prisión: «Cuidad que el corazón llegue a ser cada vez más puro, noble, fuerte y lleno de Dios, entonces le preparáis a Dios y también a mí un verdadero hogar. ¿Y a quién le va mejor en el mundo que a mí? ¿Quién tiene un lugar más bello que el mío, a pesar de la prisión?»[2]. Me impresionan siempre estas palabras dichas en un momento de tanta incertidumbre. La verdad es que quisiéramos vivir tan anclados en Dios, que se hicieran realidad las palabras de Nietzsche: «Construid vuestras casas en el Vesubio, entonces creedme: la fecundidad más grande y el gozo más grande del hombre consiste en vivir en peligro». Es una visión secularizada de la verdadera santidad. El hombre que tiene su corazón anclado en Dios no teme, no se pierde, no se desconcierta. Sabe que su vida descansa en Dios y no teme. O temiendo, no se hunde. O cayendo, se levanta porque sabe que Dios guía sus pasos. Así me gustaría vivir siempre, cada día, confiado, abandonado en sus manos seguras y firmes. Una persona rezaba: «Jesús, dame la esperanza que me falta. Dame la alegría que a veces no tengo. Te alabo por las personas que tanto me quieren. Te alabo por mi pobreza, por mi orgullo herido, por no ser capaz de pedir perdón cuando me equivoco. Perdón por no aceptar que no hago algunas cosas bien y rehuir las críticas. Por dejarme llevar por mi vanidad y mi ego. Te alabo porque siempre me rescatas con tu misericordia. Me levantas cuando caigo herido. Me abrazas cuando necesito que me abraces». Me gustaría mirar así a Dios, lleno de confianza, alabando, agradeciendo. Mirarlo como ese Dios que colma mi alma vacía y me levanta del suelo en el que caigo. Me gustaría amar a Dios con toda el alma y alegrarme por los caminos que traza ante mis ojos. Me gustaría obedecer sus más leves deseos y saber que no siempre los que me rodean van a comprender mis decisiones. Me gustaría saber alegrarme con su presencia salvadora en medio del camino. Sonreír cargando con la cruz por la vida. Quiero saber bien lo que me pide para no errar y luchar por causas que no ha pensado para mí. Quiero escuchar su voluntad y descifrar su voz oculta en medio de la noche. Quiero ser capaz de tomar decisiones. Aunque me cueste, aunque no me comprendan. Aunque me exijan un salto en el vacío. Pensaba en el poder de la flauta mágica, en la ópera de Mozart. Esa flauta es el símbolo de la virtud, de la fuerza creadora, que permite superar los obstáculos. Aparece como la ayuda para conquistar el verdadero amor en la vida. Las fieras obedecen la llamada de la flauta cautivadas por la voz de la música. Una flauta cuya música calma el corazón inquieto. El propio, el de los hombres que escuchan. En la vida hay momentos en los que nos hace falta encontrar esa flauta que calme el alma. Encontrar a personas que nos ayuden a tomar decisiones importantes. Porque en su corazón escuchamos el sonido de esa flauta que todo lo transforma y pacifica. Encontramos esa paz que viene de lo alto. Quiero aprender a meditar en lo más hondo del corazón escuchando la música que me calma. La paz no viene de fuera. Los demás no siempre comprenderán nuestros pasos. No estarán de acuerdo con lo que decidimos. A lo mejor tampoco podemos aferrarnos a una certeza. Caminamos en un claroscuro. Confiamos. En medio de las turbulencias de la vida queremos aprender a vivir seguros confiando en Dios. La santidad que anhelo me hace vivir anclado, inscrito, en el corazón abierto de Jesús.
Me gusta mirar a María y descansar en Ella. Poner mi corazón en el suyo y saber que estoy llamado a ser santo en sus manos. Recuerdo las palabras que el P. H. Walter nos dirigió el 18 de octubre del 2014 al celebrar nuestro jubileo: «Santidad significa saberse amado por Dios y pertenecerle a Él por completo. En el día a día miramos siempre hacia Él. Santidad significa elegir aquello que me permite crecer hacia una mayor madurez y ser testimonio eficaz en el mundo. En su cercanía uno es mejor persona. Nuestra santidad tiene un nombre: María. La fuerte y digna, sencilla y bondadosa que reparte amor, paz y alegría. Esta santidad nos conduce a la abundancia de la vida y a la libertad de los hijos de Dios. El camino con María es una pedagogía eficaz de la santidad que queremos hacer visible en el mundo». Una santidad con un nombre: María. Me parece bonito verlo así. Así como S. Pablo anunció toda su vida el misterio de Jesús. El Padre siempre quiso ser un anunciador del misterio de María. Ese misterio silencioso que tiene lugar dentro de las cuatro paredes de nuestro santuario. Oculta en lo secreto de nuestra capillita está María esperándonos. Nuestra santidad pasa por la alianza de amor. Por estar aliados, unidos con pasión a María. Quisiera ser más niño. Me gustaría estar más en sus manos. Confiar más en Ella. Dejar todos mis miedos y preocupaciones. Muchas veces no lo consigo y quiero llevar el timón de mi vida. María me mira en mi santuario. Vuelve su mirada hacia mí para que no me olvide, para que no deje de ser niño. A veces me olvido de lo más importante, de ser hijo. Un hijo dócil en manos de su padre. ¿Cómo puedo aprender a ser hijo? Decía el P. Kentenich: «Puedo explicar teóricamente el concepto, puedo preocuparme de que tengan vivencias supletorias. Pero es un proceso largo. Puedo llegar a posibilitar que la persona intuya con relativa claridad lo que quiere decir: hijo, padre, pero eso no se logra escuchando una conferencia sobre la paternidad y lo que significa ser hijo»[3]. Sólo las vivencias de filialidad son las que nos permiten ser hijos. Las experiencias en las que me confronto con mi pobreza y alzo las manos a Dios para que me acoja y abrace. Decía el P. Kentenich: «Falta un fuerte sentir de niño; el niño clama por su padre, no puede existir sin el Dios Padre personal. ¿Cómo se origina esa carencia en nosotros? No sólo nos falta sentido para la ternura sino también generosidad. El hijo no mide las cosas minuciosamente, no pregunta qué debe hacer. S. Francisco de Sales marcó el rumbo cuando dijo que en la nave real de Dios no hay galeotes, sino sólo remeros voluntarios. El esclavo sólo rema mientras el capataz empuña su látigo. El hijo en cambio trabaja porque puede trabajar. El hijo hace las alegrías de su padre, se porta bien porque sabe que así lo desea su progenitor. He aquí la actitud generosa, la de los santos, la del verdadero y genuino hijo de Dios»[4]. Me gusta ese espíritu generoso y desprendido. La vida en Dios no consiste en hacer grandes sacrificios rituales, en ofrecer ritos y gestos que quieren expresar nuestro amor. Va más allá. Se concreta el amor que profesamos en gestos generosos. El hijo nunca mide, no calcula. Da sin esperar recompensa. Lo da todo. No se siente ofendido si nadie le agradece por dar la vida. Si su entrega no es valorada por los demás. El niño, el hijo, se alegra de servir, de dar, de estar cerca de su padre. No para recibir la recompensa merecida. Sino para tocar su ternura y acariciar su presencia. Ese espíritu de hijo es el que quisiera tener en mi camino. Pero me falta y me siento pobre. Me siento adulto, como si ya no fuera ese niño confiado e inocente que mira su vida con pureza de corazón.
En la vida todos somos diferentes y tenemos talentos distintos. Todos tenemos un don que aportar a los hombres. Todos valemos. No valemos unos más que otros. Todos aportamos lo nuestro y es importante no guardarnos nuestro don. Por miedo, por temor al rechazo. Hoy escuchamos que no hay ni judíos, ni griegos, ni esclavos, ni libres. Esas palabras de S. Pablo son revolucionarias. Ni esclavos ni libres. No hay diferencias. ¡Qué importante es cuidar la unidad en la diversidad! Jesús acaba con la distancia entre los hombres porque vive en todos, en cada uno y para siempre. No hay distinciones. Cada carisma aporta lo propio y es importante. Entonces, ¿por qué nos empeñamos en marcar diferencias, en hacer distinciones, en aceptar y rechazar a nuestro antojo? A unos los consideramos mejores. A otros peores, de acuerdo con nuestros criterios. Y Jesús quiere hablarnos de la misericordia de Dios que llega a todos. Nos habla de la igualdad, de la unidad. El otro día leía: «El gozo de Dios es que los pobres y despreciados, los indeseables y pecadores puedan disfrutar junto a Él. Jesús lo está ya viviendo desde ahora. Por eso celebra con gozo cenas y comidas con los que la sociedad desprecia y margina. ¡Los que no han sido invitados por nadie, un día se sentarán a la mesa con Dios! Los pecadores son sus compañeros de mesa, los publicanos y prostitutas gozan de su amistad»[5]. Jesús no hace diferencias. Va con todos. Come con los pobres y los pecadores. Con los despreciados y los que no tienen nada que aportar. Para eso vino. Por eso dice S. Pablo que la Iglesia es un mismo cuerpo en el que todos los miembros importan: «Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro». Cada uno somos miembros de un mismo cuerpo. Cada uno formamos parte de Jesús. Con nuestro aporte, con nuestra originalidad. Me alegra volver a recordarlo hoy. Decía Jean Vanier: «Hay quien tiene el don de sentir inmediatamente y vivir el sufrimiento del otro; es el don de la compasión. Otros tienen el don de notar cuando algo va mal y pueden poner enseguida el dedo en la llaga: es el don de discernimiento. Otros tienen el don de la luz y ven claro en todo lo que atañe a las opciones fundamentales de la comunidad. Otros tienen el don de animar y crear una atmósfera propicia a la alegría, el descanso y al crecimiento profundo de cada uno. Otros tienen el don de discernir el bien de las personas y de sostenerlas. Otros tienen el de la acogida. Cada uno tiene su don y debe poder ejercerlo para bien y crecimiento de todos»[6]. Tengo algo que aportar. Puedo entregar mucho más. Puedo dar lo mío, lo que nadie más puede entregar en mi lugar. Pero muchas veces me veo compitiendo, queriendo dar más que otros o queriendo que mi aporte sea el más importante. O mirando en menos lo que yo hago. Me veo quitando valor a lo que los demás aportan. O queriendo que todos demos lo mismo, ni más, ni menos. Y me engaño a mí mismo justificando mis juicios. Construir comunidad significa respeto, aceptación del otro en su originalidad. Y me exige tener la capacidad de enaltecer a cada uno por lo que entrega. Hace poco me tocó escuchar un comentario negativo de una persona después de un encuentro muy emotivo y alegre. Me sorprendió y le dije: «Fíjate, por un momento pensé que tu comentario iba a ser enaltecedor. Me dio pena ver que no lo era». En realidad me sorprendió y me dio pena. Nos resulta más fácil criticar, desacreditar, incluso difamar a los demás para quedar nosotros por encima. Me da pena ver cómo nos cuesta integrar las diferencias, al original, al que no piensa como nosotros. Nos cuesta tanto hacer comentarios enaltecedores de las personas a las que amamos, de aquellos con los que compartimos el camino. Nos llenamos la boca con palabras con fuerza como comunión, unidad, aceptación, respeto. Pero luego no las vivimos en los detalles de nuestra vida. El amor se juega en lo concreto, no en bonitas palabras. El amor que integra y une. El amor que enaltece y acepta. El amor que comprende y quiere siempre.
El Espíritu Santo es el que actúa en nuestra vida diaria uniendo, cambiando el corazón. Es el que mueve mi alma a dar, a amar más. Miro hoy la escena en la que el Espíritu viene sobre Jesús: «En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan». El Espíritu viene sobre Él y lo envía. Lo unge. Lo salva. Necesito renovarme siempre de nuevo en la fuerza del Espíritu para ser más de Dios. La fama de Jesús se extiende en la fuerza del Espíritu. A veces me cuesta creer en la fuerza del Espíritu. Creo más en mis talentos, en mis dones, en lo que yo hago bien. Me cuesta descentrarme. Lo hago todo y luego, cuando ya no puedo más, cuando fracaso, le digo a Dios que haga algo. No veo su poder multiplicador en mi vida. No soy tan obediente a la fuerza del Espíritu. Decía Pablo D´Ors: «Si el gesto es el dominio del cuerpo y la palabra el de la mente, el silencio es el campo del Espíritu. Gracia a Él empezamos de alguna manera a parecernos a quienes realmente somos». Jesús profundizó en su alma en el silencio de Nazaret durante treinta años. Aprendió a conocerse y comenzó a parecerse más a sí mismo en la fuerza del Espíritu. En el desierto lleno de silencios buscó la voz de Dios. La encontró en el momento en el que el agua caía sobre su cabeza. Esa voz poderosa de su Padre diciéndole cuánto lo amaba. Lleno del Espíritu comenzó a hablar del reino de Dios y a hacer milagros. Su fama se extendió rápidamente. Hoy vuelve a su hogar lleno de la voz de su Padre. Algo ha cambiado. Ya no es el mismo. Lo reconocen, pero no conocen su alma. Todo es diferente. Ahora se mueve en la fuerza del Espíritu. No tiene fama gracias a su poder humano. Sino por lo que obra en la fuerza del Espíritu. A veces nos queremos apropiar del poder de Dios. Pensamos que somos nosotros. Que son nuestros dones humanos. Pensamos que Dios nos ha elegido porque somos muy sanos, muy buenos, muy talentosos. Creemos que nos ha llamado porque no estamos heridos. Pero nos confundimos. El poder de la música de una flauta se encuentra en sus muchos agujeros. A través de las heridas de la flauta salen bellas melodías. Sin esos agujeros no habría música. Me gusta la imagen de la flauta. A través de mis agujeros se manifiesta el poder de Dios. A través de mi impotencia surge su fuerza. A través de mis silencios brotan sus palabras. En mis manos rotas Él acaricia. En mis pies cansados Él corre. Y yo me empeño en hablar, en hacer, en estar, en ser más. Y olvido la fuerza del Espíritu sobre mí. Quiero invocar más su presencia en mi vida. Quiero vivir más su novedad, su fuego, su vida. Quiero vivir en Jesús, más que en mí mismo. Y cuanto más me deje moldear por el Espíritu más me pareceré a quien realmente soy. Porque el Espíritu me quita las máscaras, la roca que me cubre y acaba con las apariencias. El Espíritu saca a la luz lo más verdadero y auténtico de mí que se esconde en mi interior. El Espíritu pacifica mi alma inquieta. El Espíritu me enciende y me enamora desde lo más hondo. El Espíritu calma en parte mi sed de infinito, sólo en parte, para que no deje de buscar, de anhelar. El Espíritu me conduce a las moradas más hondas de mi alma. Allí donde soy más yo mismo. El Espíritu me desvela mis mentiras y me hace comprender cuáles son los caminos errados que sigo. El Espíritu me hace valorar mi vida en su riqueza. Me hace alegrarme en las derrotas y vivir con paz las pérdidas. El Espíritu me lleva a alabar a Dios por todo lo que hace en mi vida. El Espíritu realiza milagros con mis palabras y hace que mis actos de amor tengan vida eterna. El Espíritu me lleva a pacificar y a unir. A integrar y a enaltecer. El Espíritu me permite confiar en Dios más que en mis propias fuerzas. El Espíritu me permite escribir, con renglones torcidos, la recta historia de mi vida. El Espíritu me hace creer más en mis talentos, en mis dones y me hace ser generoso con ellos, sin temor a perderlos. El Espíritu no me deja tranquilo y hace que mi alma inquieta busque siempre a Dios. Quiero pedir que el Espíritu cambie mi vida cada día. El otro día leía: «Deberíamos dar gracias a Dios porque actúa en nosotros, porque rompe nuestra dureza con su espíritu, que quiere transformar constantemente nuestro corazón»[7]. El Espíritu quiere cambiarlo todo en mí. Y si me dejo, hará grandes milagros con mi vida. Decía el Papa Francisco: «¿Argumento y maquino yo solo, rumiando una y otra vez mi defensa, o me confío al Espíritu Santo que me enseña lo que tengo que decir en cada ocasión? ¿Me preocupo y me angustio excesivamente o, como Pablo, encuentro descanso diciendo: - Sé en Quién me he confiado?». En el Espíritu descanso, confío, me abandono. Y cuando me centro en mis fuerzas, me pierdo. El Espíritu Santo me ayuda a vaciarme de mis propias fuerzas, para aprender a confiar sólo en Dios. Es un misterio. Es un don.
Hoy Jesús llega a su casa, a su sinagoga, a su gente: «Fue a Nazaret, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: - El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor. Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él: - Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír». Jesús vuelve a Nazaret. Al lugar donde se había criado. Vuelve a su hogar después del desierto. Vuelve con la fuerza del Espíritu. Algo había sucedido en lo más hondo de su alma. Llega el momento de dar todo lo que se ha hecho roca en su corazón. Vuelve a su sinagoga. Donde habría ido tantas veces con su padre y su madre. No es fácil mostrarse a los que ya tienen una idea determinada de él. Lo habían visto crecer. Siempre pienso que soy mucho más, infinitamente más que la idea que los demás tienen de mí. Y los demás, a quienes a veces juzgo y encasillo, son mucho más que mi idea de ellos. A Jesús le pasaba lo mismo. Era mucho más que el hijo del carpintero. Muchos más que aquel joven que habían conocido torpemente. Hoy Jesús vuelve del desierto. Llega a su hogar con fuego en su corazón. Sólo después de saberse profundamente amado por su Padre, puede comenzar su camino hacia fuera. Jesús ya sabe quién es. Quiere mostrar quién es a los hombres. Y hoy les descubre su tarea, su misión, lo que es y lo que sueña, a todos sus amigos y familiares. A aquellos que han escuchado ya de su fama. Ya sabe quién es y lo que está llamado a ser. Ser y misión van siempre de la mano. Yo me entrego desde lo que soy. No desde lo que debería ser. Y sé que si no regalo lo que soy, se pierde. Jesús comienza un camino nuevo que sale de Nazaret, de su hogar, desde los suyos. Un camino que comienza en su corazón de hijo. Tiene un tesoro escondido en el alma. El reino de Dios comienza en Él. Ahora comienza a desgastarse, a darse. El otro día leía: «Se consagró totalmente a algo que se fue apoderando de su corazón cada vez con más fuerza. Él lo llamaba el ‘reino de Dios’. Fue la pasión de su vida, la causa a la que se entregó en cuerpo y alma»[8]. Se ha consagrado a su misión. Hoy comienza. También yo tengo que empezar caminos nuevos y busco mi misión. Jesús me comprende. Él lo vivió. Jesús muestra hoy quién es de verdad. Delante de sus familiares, de los que le vieron jugar y rezar. Trabajar con su padre y crecer. Jesús sabe a quién pertenece, sabe que no está solo. Que es el hijo obediente enviado no desde sí mismo, sino por su Padre. Desde el principio de su vida pública fue su Padre su hogar, su descanso. No estaba solo. Cada día volvía a Él después de sanar y dejarse el alma hecha jirones en los hombres. Su Padre está con Él. Muchas veces siento que me disperso, respondiendo expectativas, yendo de un lado al otro. Pero pertenezco a Dios. Estoy consagrado a Él. Él es quien me envía. Me puedo mover como un barco en el mar revuelto, pero mi ancla está en Él, y sólo Él hace que mi vida sea nueva cada día. Sólo Él da sentido a lo que hago. Jesús sabe quién es y comienza su camino hacia los hombres, para darse hasta la última gota. Ha descubierto su misión. Para esto ha venido al mundo: para dar la buena noticia a los pobres, para dar la vista a los ciegos, para anunciar la liberad a los cautivos, para liberar a los oprimidos. Ese es el horizonte de Jesús. A lo que dedicó su vida. A sanar, a liberar, a dar la buena noticia de que Dios está cerca y nos ama. Su objetivo no es ganar seguidores. Sus entrañas de misericordia se conmueven ante los más pobres, ante los que no tienen nada, ante los que están atados por dentro y por fuera. Pasó haciendo el bien. Amando sin escoger. Tocando el corazón de los más pobres. Lo hará acercándose. Haciéndose presente. Compartiendo el camino, la vida, la mesa. Tocando al que nadie toca. Llamando al que todos olvidan. Es la señal de Jesús. Él sana sin pedir condiciones previas. Ama, acoge, y confía en que esa persona, por su amor, cambie. ¡Cuánto tengo que aprender de Él! Es una misión cansada. Ser todo para los demás.
¡Cuántas veces en la vida nos hemos planteado quiénes somos en realidad! Hemos tratado de descubrir cuál es nuestra misión original en la vida. Cuál es nuestra forma de vivir y de amar. Miro a Jesús hoy. ¡Cuántas preguntas se habría hecho en su corazón durante sus años de Nazaret! ¡Cuánto silencio! Ha descubierto en oración, mirando su vida, para qué ha venido al mundo. Hoy lo cuenta por primera vez. Dice la Escritura que todos los ojos estaban fijos en Él. Él habla. Durante todo su camino en la tierra hará vida esas palabras. Le escucho y pienso en su misión. Se acabó el hogar tranquilo y la paz de los días cotidianos. Su vida ya no es suya. Le pertenece a los hombres, es para los demás. Al decirlo en alto es como un sello. Como un sí de entrega para siempre. Está consagrado a su Padre, a los hombres. Dedicó su vida a cumplir esa misión. Y cuando estuviese desalentado, cansado y triste. Cuando fracasara o se sintiese solo e incomprendido. Volvería a su monte, a su mar, a la soledad. Volvería a aquella vivencia del desierto, cuando supo que era hijo, que era amado y escogido por Dios. Volvería para ser abrazado de nuevo por su Padre. Hoy me planteo si yo sé cuál es mi misión. Siempre pienso que por muy dura que sea la vida, si sabemos cuál es el sentido que nos mueve, todo es más fácil. A veces vivo, dejo pasar los días, respondo expectativas de los demás, voy a reuniones, vivo hacia fuera. No vivo dentro, sino fuera de mí. Sin saber quién soy. No sé bien por qué hago las cosas. Quiero vivir desde Dios. Quiero estar con Jesús, haga lo que haga en mi vida. Él es mi centro y mi ancla. Quiero que las olas del exterior respondan a oleajes hondos en mi océano interior. Quiero que todo lo que soy y vivo en mi alma se manifieste, como en Jesús, en frutos de amor. Sin Él no sé hacerlo, me busco a mí mismo. Quiero como Él amar sin medir. Sanar sin condiciones. Y buscar su abrazo al final del día después de haberme partido.
[1] J. Kentenich, Cartas del Carmelo
[2] J. Kentenich, Cartas del Carmelo
[3] J. Kentenich, Hacia la cima
[4] J. Kentenich, Niños ante Dios
[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[6] Jean Vanier, La comunidad, lugar de perdón y fiesta
[7] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 76
[8] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica