Una de esas cuestiones que con recurrente frecuencia salta a la palestra, es la del tratamiento a dar a las costumbres que importan a este país tantas personas como han llegado últimamente con la sana intención de labrarse un futuro en él. La última ocasión de dirimirla ocurrió ayer, con esa mujer que se negaba a declarar ante un juez de la Audiencia Nacional si ello le obligaba a exhibir el rostro y desprenderse de una prenda que ya no sé si era un burka, una jimar, las dos cosas o ninguna, pero que en todo caso, le cubría el cuerpo en su totalidad.
El problema es complejo, y reconozco no tener las cosas claras más allá de algunas ideas desparramadas.
La primera de ellas es que las costumbres de las distintas colectividades religiosas, nacionales o culturales que en el mundo son, mientras no atenten contra los derechos humanos recogidos en las declaraciones universales, son legítimas, y nadie tiene derecho a juzgarlas. Tal afirmación parecerá perogrulla, pero animo a Vds. a realizar un ejercicio introspectivo para comprobar que la de juzgar las cosas que se hacen en países de cultura diferente desde nuestro prisma occidental, es una tentación a la que sucumbimos con frecuencia harto superior a lo que creemos. Sólo a modo de ejemplo, permítanme poner sobre la mesa el tema del rol de la mujer en la sociedad, y ya verán como somos capaces de manifestarnos con bastante intransigencia.
Dicho planteamiento, sin embargo, más que conducir a la solución nos desvía de ella, porque a mi entender, el dilema que se plantea arriba no es el de la legitimidad de las costumbres vigentes en otras culturas, sino el del comportamiento que deben observar cuando están entre nosotros las personas que como resultado de una decisión libre y personal, se instalan, trabajan y viven con nosotros. Algo me dice que en ese terreno, sí nos asiste el derecho a plantear exigencias más rigurosas que puedan ir más allá del estricto campo de los derechos humanos y entrar en el de los usos, la buena vecindad, la igualdad, el escándalo, etc..
En lo relativo al caso que abre este artículo, y por lo que a mi respecta, reconozco que el espectáculo de una señora rigurosamente forrada de los pies a la cabeza a la que ni los ojos se le veían, saliendo de un tribunal español y paseándose con cierta altanería por las calles de Madrid, me produjo una sensación desconocida entre la duda y la zozobra.