Las ciudades no son un tipo de paisaje urbano estático. Existe un dinamismo que, movido por factores económicos, políticos, sociales y culturales, influye en la movilización y proyección de los desarrollos urbanísticos. La Iglesia Católica, presente a través de instituciones como hospitales, colegios y universidades, necesita situarse cerca de los núcleos de población, tomando en cuenta el contexto de los usuarios o, mejor dicho, destinatarios de la misión. La cuestión de fondo es que, en muchas partes, se está dando un fenómeno que plantea la reubicación de dichas obras, a menudo por el aumento del tráfico y los cambios en el uso de suelo. Muchas congregaciones y movimientos laicales, se preguntan, ¿qué hacer? Zonas que antes estaban llenas de familias jóvenes han quedado un tanto desiertas. Lejos de recuperar áreas céntricas, se abandonan edificios por el alto costo de mantenimiento y mejor se amplía la mancha urbana con sus inconvenientes ambientales y de comunicación vial.
En México, muchas de las instituciones educativas que tiene la Iglesia se remontan a la década de los cincuentas. Fue una época en la que hombres y mujeres decididos, con visión, supieron abrir espacios para formar a las nuevas generaciones, ocupándose también de las personas en situaciones de riesgo. El punto es que con el paso de los años, varias obras han quedado afectadas por el tráfico y otros desafíos. Cierto, el progreso es necesario, pero ¿qué hacer con un colegio que se ha quedado rodeado de edificios? No hay ningún motivo para cerrar. En vez de eso, tenemos que ser creativos, informándonos de las alternativas que existen y que implican aprender a trabajar en equipo, vinculándose con las personas y proyectos más adecuados. No se trata de reubicarlo todo, sino aquellos sectores que, en base a estudios, lo requieran. Evitar; especialmente, un tipo de histeria colectiva por el futuro de las obras, ya que son muchos los proyectos de reorganización que han tenido éxito y no necesariamente moviéndose. Por ejemplo, algunos ayuntamientos comienzan a mejorar la circulación, a través de una señalización inteligente, ampliando la distancia entre los retornos y generando un cambio en la cultura vial. Nos toca, como Iglesia, dialogar con las autoridades, pues toda obra social resulta a favor del bien común.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando no hay más remedio que reubicar? Primero, estudiar a fondo el asunto. Saber en dónde invertir y bajo qué condiciones. Ya lo decía Jesús, antes de lanzarse a construir hay que calcular si se podrá terminar. Después, constituir un patronato de personas probadas; es decir, que lo hagan con buena intención, sin buscar algo que pueda trastocar el objetivo. No debe ser un consejo muy numeroso, pues existe el riesgo de divagar, aunque evidentemente la consulta debe ser amplia, considerando a todos los involucrados. También resulta necesario valorar la ubicación y los accesos viales para facilitar el ingreso de las personas, así como las obligaciones en caso de tratarse de una donación. Otro aspecto, de tipo teológico, es dejar de pensar que la administración es algo tan mundano que más vale sacarlo de la jugada, pues incluso desde la primera comunidad cristiana, existió la figura del tesorero con sus altas y bajas, pero siempre en proceso de conversión y transparencia. De ahí que el Papa Francisco esté invirtiendo tanto tiempo en reformar las finanzas del Vaticano. No se trata de crear un emporio, sino de saber construir espacios de evangelización y cambio social en aras de humanizar a la sociedad. No podemos limitarnos a morir solo por el hecho de que cambie el fraccionamiento aledaño. Vale la pena ir planeando, mirando hacia el futuro.
Hay dos teorías urbanísticas. La primera, aboga por aprovechar los espacios ya existentes, mientras que la segunda sugiere ir a la periferia y, a través de una buena planeación, crecer. En ambos casos, hay que contemplar el cuidado del medio ambiente y la factibilidad del uso de suelo; sin embargo, una vez cubiertos los requisitos, es posible solucionar problemas como el crecimiento de la demanda estudiantil o, en su caso, la reubicación por poca practicidad de las instalaciones actuales. Como instituciones católicas, hay que valorar también el impacto en la calidad de vida de las personas en las zonas vecinas, pues no se trata de crecer de forma irresponsable.
En resumen, no debemos desesperar o irnos al extremo de cerrar ante algún cambio significativo en la ciudad, sino sabernos posicionar en el buen sentido de la palabra, poniendo especial énfasis en la necesidad de estar cerca, abiertos a las personas, pues las instituciones de inspiración cristiana, lejos de ser cosa del pasado, constituyen una respuesta a los problemas de nuestro tiempo. Aprendamos de la creatividad, audacia e inteligencia de tantos fundadores y fundadoras que han sido declarados santos o están en proceso de serlo. Ellos no se dejaron amedrentar por los retos. Supieron avanzar y sumar a muchos.
En México, muchas de las instituciones educativas que tiene la Iglesia se remontan a la década de los cincuentas. Fue una época en la que hombres y mujeres decididos, con visión, supieron abrir espacios para formar a las nuevas generaciones, ocupándose también de las personas en situaciones de riesgo. El punto es que con el paso de los años, varias obras han quedado afectadas por el tráfico y otros desafíos. Cierto, el progreso es necesario, pero ¿qué hacer con un colegio que se ha quedado rodeado de edificios? No hay ningún motivo para cerrar. En vez de eso, tenemos que ser creativos, informándonos de las alternativas que existen y que implican aprender a trabajar en equipo, vinculándose con las personas y proyectos más adecuados. No se trata de reubicarlo todo, sino aquellos sectores que, en base a estudios, lo requieran. Evitar; especialmente, un tipo de histeria colectiva por el futuro de las obras, ya que son muchos los proyectos de reorganización que han tenido éxito y no necesariamente moviéndose. Por ejemplo, algunos ayuntamientos comienzan a mejorar la circulación, a través de una señalización inteligente, ampliando la distancia entre los retornos y generando un cambio en la cultura vial. Nos toca, como Iglesia, dialogar con las autoridades, pues toda obra social resulta a favor del bien común.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando no hay más remedio que reubicar? Primero, estudiar a fondo el asunto. Saber en dónde invertir y bajo qué condiciones. Ya lo decía Jesús, antes de lanzarse a construir hay que calcular si se podrá terminar. Después, constituir un patronato de personas probadas; es decir, que lo hagan con buena intención, sin buscar algo que pueda trastocar el objetivo. No debe ser un consejo muy numeroso, pues existe el riesgo de divagar, aunque evidentemente la consulta debe ser amplia, considerando a todos los involucrados. También resulta necesario valorar la ubicación y los accesos viales para facilitar el ingreso de las personas, así como las obligaciones en caso de tratarse de una donación. Otro aspecto, de tipo teológico, es dejar de pensar que la administración es algo tan mundano que más vale sacarlo de la jugada, pues incluso desde la primera comunidad cristiana, existió la figura del tesorero con sus altas y bajas, pero siempre en proceso de conversión y transparencia. De ahí que el Papa Francisco esté invirtiendo tanto tiempo en reformar las finanzas del Vaticano. No se trata de crear un emporio, sino de saber construir espacios de evangelización y cambio social en aras de humanizar a la sociedad. No podemos limitarnos a morir solo por el hecho de que cambie el fraccionamiento aledaño. Vale la pena ir planeando, mirando hacia el futuro.
Hay dos teorías urbanísticas. La primera, aboga por aprovechar los espacios ya existentes, mientras que la segunda sugiere ir a la periferia y, a través de una buena planeación, crecer. En ambos casos, hay que contemplar el cuidado del medio ambiente y la factibilidad del uso de suelo; sin embargo, una vez cubiertos los requisitos, es posible solucionar problemas como el crecimiento de la demanda estudiantil o, en su caso, la reubicación por poca practicidad de las instalaciones actuales. Como instituciones católicas, hay que valorar también el impacto en la calidad de vida de las personas en las zonas vecinas, pues no se trata de crecer de forma irresponsable.
En resumen, no debemos desesperar o irnos al extremo de cerrar ante algún cambio significativo en la ciudad, sino sabernos posicionar en el buen sentido de la palabra, poniendo especial énfasis en la necesidad de estar cerca, abiertos a las personas, pues las instituciones de inspiración cristiana, lejos de ser cosa del pasado, constituyen una respuesta a los problemas de nuestro tiempo. Aprendamos de la creatividad, audacia e inteligencia de tantos fundadores y fundadoras que han sido declarados santos o están en proceso de serlo. Ellos no se dejaron amedrentar por los retos. Supieron avanzar y sumar a muchos.