“¿Te pesan tus pecados?”, preguntó el Abad Gastón, a un soldado moribundo. “No”, respondió “¿Pero te pesa que no te pesen?”, insistió el Abad. “Si”, aclaró de inmediato.

Este diálogo, que aparece en la novela A cada uno un denario de Bruce Marshall, ejemplifica lo que el Papa Francisco llama esa “pequeña grieta” que muchas personas dejan abiertas para acoger el don de la fe y el recibir el poder curativo que tiene el amor de Dios.

“El nombre de Dios es misericordia”, es el primer libro del actual pontífice, publicado el pasado 12 de enero (Editorial Planeta, 157 páginas). Es el fruto de una entrevista con el periodista Andrea Tornielli, cuyo eje central es el Año de la Misericordia, el cual fue inaugurado en Roma y en todas diócesis del mundo el pasado 8 de diciembre y que se extiende hasta el 22 de noviembre del presente año.

 

¿Se puede hablar hoy de pecado?

El término “pecado”, que pareciera estar empolvándose en muchos libros medievales, tiene hoy una tremenda actualidad. Por ello el Papa lo menciona en repetidas ocasiones en su libro. Él mismo se considera como un pecador (no es la primera vez que lo hace ni el primer papa en reconocerlo públicamente).

Y aclara que la palabra “pecado” no puede reducirse al simple hecho de transgredir una ley. Por eso no debe ser entendido como una mancha que se borra de nuestra alma como quien va a una tintorería (entendiendo por tintorería el sacramento de la confesión). Más bien, lo compara con una herida cuya primera víctima es uno mismo y por ello necesita ser curada. Posiblemente va a doler en el proceso pero es la única forma para que cicatrice y se sane.

Y para curar esas heridas, el Papa invita a los creyentes a ser “pastores” más que “doctores de la ley”, para salir a las periferias y compartir el don de la fe. “La Iglesia condena el pecado (…) pero al mismo tiempo abraza al pecador que se conoce como tal”, dice.

Y advierte los peligros de dos falsas miradas que tienen muchas personas frente al pecado: La primera (aclara que ya lo había dicho su predecesor Pío XII) es la pérdida de conciencia de pecado. El hecho de que ni las personas ni las sociedades sean capaces de examinarse con sinceridad, reconocer sus caídas y luchar por cambiarlas. Por ello la humanidad arrastra “heridas profundas” como son las enfermedades sociales, la pobreza, la exclusión y el relativismo, es decir, creer que “todo parece igual. Todo parece lo mismo”. Al drama planteado por Pío XII, advierte el Papa, se le suma el de considerar algunos pecados como incurables. “Necesitamos misericordia”, dice.

El término “pecado” lo diferencia de la palabra “corrupción”, el cual, no es un acto sino un estado permanente de quien se cierra en la soberbia de no reconocer sus faltas, de no dejarse cuestionar por nadie (ni siquiera por su propia conciencia). ¿Cómo llamó Jesús a este tipo de personas?, nada menos que “sepulcros blanqueados”. La corrupción les hace perder “la custodia por la verdad, el bien y la belleza” y también “el asombro frente a la salvación que les ha sido dada”.  Por ello exclama el Papa: “¡Pecadores sí, corruptos no!”

¿Y dónde queda entonces la justicia? Podrá preguntarse el lector. La misericordia “la engloba y la supera”, porque allí se experimenta el amor “que es la base de toda justicia”. Cuando falta la misericordia el hombre podría caer en una actitud justiciera que conduce casi siempre al deseo de venganza y “alimentar un espiral de conflicto sin fin”.

“El nombre de Dios es misericordia” es un libro ideal para leer en estos tiempos convulsionados en los que el ser humano, como la mujer adúltera, casi a punto de ser apedreada por los fariseos (Jn 8, 111) necesita escuchar y acoger las palabras de Jesús: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”.

Publicado originalmente en www.elcolombiano.com