Verano de 1939. A medida que escala la montaña de la santidad la subida requerirá un mayor esfuerzo por parte de Carlos María. Pródigamente dotado por la naturaleza, lleno de rebosante fuerza juvenil, que vuela por las esferas del espíritu, y a quien está abierta una brillante carrera como director espiritual de jóvenes, Carlos María enferma, hasta tal punto que no puede seguir estudiando. Una pleuresía contraída a raíz del Servicio de Trabajo, que hasta entonces permanece oculta, brota con gran virulencia afectando a los dos pulmones. Es un proceso específico de tuberculosis, que se encuentra en estado muy avanzado. El estudiante debe interrumpir sus estudios e irse a un sanatorio de la Selva Negra; los médicos no se muestran muy optimistas.
Con tanta desesperación como confianza, Carlos María encuentra de nuevo el camino hacia su Madre. Se siente tomado totalmente por el secreto de María en Schoenstatt, quien no cede en su empeño de llevarle a una comunidad más profunda con Cristo, en la vida y en el amor. ¿No pertenece a esta comunidad también el dolor?
Todos los trabajos, todos los esfuerzos, el cumplimiento del deber y la oración, eran ofrendas que hacía a la Madre de Dios, en la capilla, para que desde allí Ella enviara torrentes de gracias para su propia santificación y para la salvación de la juventud alemana. Nunca había comprendido como ahora en la enfermedad el gran poder que hay oculto en el sacrificio, cuando es ofrecido voluntaria y alegremente. Con gran confianza, y lleno de fe, entrega su cheque en blanco[1] a la Madre y Reina de Schoenstatt. Lo suscribe con sangre de su corazón y confía a la Madre de Dios cualquier exigencia que Ella le ponga. Su voluntad debe decidir: la muerte o la vida, la salud o la enfermedad, sacerdote o no. Él reza: Madre Celestial, yo lo pongo todo en tus manos. Y nuevamente: Si Tú ves que voy a ser un mal sacerdote, déjame morir antes.
Con esta entrega Carlos María sube por las gradas del sacrificio heróico, mientras el drama continúa su curso y tiende hacia el punto culminante.
Finalmente, el oxígeno que introducen artificialmente en sus pulmones y la cura de reposo parecen fortalecerlo. Vuelve la alegría y comienza a sentirse mejor.
Noviembre de 1939. El 8 de noviembre Hitler había escapado de un atentado en una cervecería de Múnich[2]. Leisner abrigó inmediatamente la sospecha de que el propio Führer había preparado la explosión de las bombas, y se le escapó la observación irreflexiva:
-¡Lástima que el Führer no haya estado allí!
Inmediatamente denunciado por alguno de los que se encontraban presentes, fue detenido y conducido a la prisión de Friburgo.
En aquellas celdas estrechas el miedo atenazaba a sus prisioneros en la espera -siempre cruel- de un futuro incierto, que con toda seguridad les llevaría a un campo de concentración. Ya estaba acostumbrado a la Gestapo, él era famoso entre la juventud alemana. No era vanagloriarse. Había trabajado duramente para llevar a Cristo a toda esa cantidad de jóvenes que le tenían por guía. Ahora nada ni nadie podía llegar hasta él. Sin Biblia, sin Breviario y sin materiales para escribir, en un helado calabozo, cuya puerta cierran fuertes cerrojos... solo. Carlos María se encuentra de nuevo en un desfiladero sin salida.
Pasan los días y, por fin, llega la luz allí donde todo es oscuridad. La luz que había buscado durante años comenzaba a iluminar aquel lóbrego lugar: la gracia de una profunda oración interior se derrama sobre él. Arrodillado ante el Padre Celestial, reza como un niño que tartamudea:
“Padre nuestro..., hágase tu voluntad...”. Dios es insuperable Maestro en la dirección espiritual. Las tenazas de la angustia se abren, y brota un caudal de lágrimas aliviadoras. Dios quería oír el "Fiat" de Leisner.
Casi tres meses permaneció en Friburgo. Tras las primeras semanas de exclusión total, se le permitió recibir cartas y algún paquete, e incluso su madre pudo visitarlo. Él escribe:
Dejémoslo todo tranquilamente en las manos del Padre Celestial y de nuestra querida Madre Tres Veces Admirable... y de la Gestapo. Ellos se las arreglarán.
Ese mismo año Conrado Gröber, Arzobispo de Friburgo (Brisgovia) compuso una oración conmovedora, destinada a implorar la conservación de la fidelidad a la fe:
"Muchos se apartan hoy de Ti, ¡oh, Divino Salvador!, como si fueras una luz apagada o próxima a extinguirse, un rey lastimado, sin pueblo, o un extranjero importuno en el país, o muy temible enemigo proscrito. ¡Oh, Señor! En Tu infinita misericordia, perdona a todos aquellos que, aunque tal vez en secreto permanezcan a Tu lado, ya no Te confiesan públicamente. Perdona también a aquellos otros que antes fueron Tus amigos y comensales de Tu Mesa, pero que ahora se mezclan con Tus enemigos mortales y gritan, con los escribas y fariseos: "¡Crucifícale!". Resiste a cuantos pretenden arrebatarte la juventud, a Ti, el Amigo de los niños, y aplica a sus conciencias Tu palabra admonitora... En cambio, nosotros, Señor, creemos inquebrantablemente en Ti y queremos servirte con fidelidad y hasta el sacrificio, luchando por Ti hasta la muerte, aunque nos castigue el mundo con sus poderosos medios. Eso es, sólo, como un martillo que nos templa y aguza cual acero inflexible. Y cuando se nos calumnia y se nos deshonra, en nuestros oídos, a través del clamor del odio, resuena Tu palabra promisora: "Bienaventurados seréis cuando los hombres os injurien"... Tú sabes, ¡oh, Omnisciente!, la hora en que Tu voz divina acallará las calamidades de la borrasca. También ahora, como en otro tiempo, en Tu dignidad de Rey, preguntas: "¿También vosotros queréis abandonarme?" Porque Tú no atas ni obligas a los hombres... Pero nosotros, como Pedro, contestamos con juramento santo y común: "¡Oh, Señor! ¿A quién acudiríamos? Sólo Tú tienes palabras de Vida Eterna"[3].
"Creemos inquebrantablemente en Ti". A pesar de todo, no le faltan al joven prisionero tentaciones: ¡Tú eres el culpable de tus cadenas! gritaba ofuscada su mente. Había llegado a dudar de si verdaderamente su camino era el sacerdocio. ¿No era demasiada exigencia todo lo que había dejado a un lado? ¿No debería llevar una vida más fácil, sin tantas renuncias?
Aquellos días de prisión eran sencillamente los últimos "martillazos" que templaban y aguzaban el alma de Carlos María, para convertirlo en un poderoso acero inflexible. El Leisner de Dachau se forjó con cada uno de los "golpes de gracia" que había ido recibiendo a lo largo de estos años. "¡Queremos servirte con fidelidad y hasta el sacrificio!".
[1] Cheque en blanco o poder en blanco. Con este término se quiere expresar una disposición de apertura total al querer divino.
[2] Según los historiadores, las tentativas de derrocar el régimen nazi, matando o destituyendo al Führer, fueron diez desde 1938. En esta ocasión nos referimos al atentado del 8 de noviembre de 1939, en el cual un militante comunista trató de hacer volar a Hitler y a otros dirigentes del partido, en la célebre cervecería Bürger Bräukeller de Múnich, mientras celebraban el acceso al poder del Führer; pero fracasó en su intento. Fallecieron siete miembros de la guardia de las SS y 63 personas resultaron heridas. Los servicios de seguridad atribuyeron al espionaje británico la organización y financiación del atentado.
[3] Recogida en la obra de TESTIS FIDELIS, El cristianismo en el Tercer Reich (Buenos Aires 1941).