La oración: ¿vacío o plenitud?
Es necesario seguir abriendo caminos en este camino de la oración. Y es que, en realidad, estamos llenos de prejuicios a la hora de encarar la oración personal. Estos actúan como obstáculos insidiosos, que nos impiden no sólo avanzar en la oración, sino incluso partir, ponernos en marcha deseando hacerla. He aquí algunos de esos prejuicios.
Orar es hablar con Dios, sí; pero ¿con quién habla el orante si no ve ni oye a Dios? ¿No se hablará a sí mismo en un inútil y enfermizo monólogo, pues con la oración se encastilla en su propio yo? Puede ocurrir. Alertados de esa trampa, podemos clarificar las cosas para no caer en ella, y sobre todo cotidianamente purificar y sanar nuestra comunicación con el Dios vivo y personal. Éste y todos los peligros deben servirnos de saludable depurador. No de abandono de la oración. Tengamos esto en cuenta: Dios nos ha hecho partícipes de su mismo ser personal; increíblemente cercano, -dentro, muy dentro de cada hombre o mujer-, puede por eso compartir con Él todo lo propio e íntimo: tanto lo próspero como lo adverso. Le intereso absolutamente a Dios. ¿Cómo no le voy a abrir los labios y el corazón en un diálogo personal, intimo y profundo entre Él y yo?
Orar no es una terapia psicológica, un esfuerzo de concentración para llegar a un vacío de mente y corazón. No es posible esa concentración, porque el hombre no está hecho para el vacío, sino para la plenitud. “No estáis vacías, hijas mías, no estáis vacías” (Santa Teresa a sus monjas). Su mente y su corazón están empapados de una Presencia Personal inaudita, de Verdad, de Vida y Amor. Belleza. Bien. Es su identidad más profunda. Sin ella el hombre no existe. Por tanto, estamos hecho de Plenitud personal y para la Plenitud personal: y esa es Dios-Amor en Jesucristo, su Palabra. La oración permite un encuentro máximo con Él sin fusión. Un encuentro interpersonal de amor que plenifica (=diviniza-cristifica) la mente y el corazón humano. La oración es entonces plenitud de ser humano-divino, y en ese sentido, capacidad, realización y hasta terapia. Ahí y así el hombre, la persona humana, está en su centro.
La oración es una búsqueda del verdadero rostro de Dios. ¡Qué paradoja! El hombre lo lleva dentro y no da con ese rostro que lo fascina y lo atrae permanente. Claro, Dios no es lo que nos imaginamos, ni lo que sentimos, ni las representaciones que nos hacemos de Él; ni siquiera es la paz y el gozo que experimentamos, o no; ni es la luz aue puede bañarnos ni la sensación de estar envueltos en el Él, etc. Todo eso, a lo sumo, puede ser un eco lejano de su presencia o ausencia, pero no se identifica con Él. Jamás. Dios “siempre es mayor” y está más allá. En la auténtica oración no nos fabricamos a un Dios a nuestro gusto. Yo soy el que soy. Y el que soy es Amor. Así nos enseña la Escritura Santa: su misma Palabra.
A este Dios, -¡gracias a Dios!-, sólo se llega por la fe y el amor. Y la oración es ejercicio puro de esa fe y ese amor. A este Dios, además, se le busca con simplicísima humildad, sin autosuficiencia. Y sabiendo que es Él quien tiene la iniciativa en la búsqueda y en el encuentro. Él quien nos busca primero y antes que nosotros mismos, para dársenos en un encuentro de amor.
Orar es querer acoger su amor, para amarle nosotros a Él y a los demás, desde nuestra pobreza. Su iniciativa nos pide renunciar a lo nuestro, a nuestros intereses y necesidades: entonces se nos regala un encuentro vivificador. Queramos y deseemos dejar a Dios se Dios. Seamos conscientes de que Dios no se deja atrapar ni manejar a nuestro antojo. ¡Suma libertad, la de Dios! Y también la nuestra, si nos encontramos con Él en despojo. Ahí y entonces, sin que sepamos cómo, se nos da Él en Plenitud.
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Es hora de ponerse a orar. Si no ahora mismo, en cuanto se pueda. No dejarlo. Es bueno seguir el texto que aquí ofrezco para ayudarse y utilizarlo durante varios días, como para ir aprendiendo. Sin que me encorsete de un modo absoluto.
1.- Retírate y concentra con serenidad todo tu ser: el cuerpo, con postura pacífica y sin tensiones; la mente y la imaginación, “flojas”, es decir, no te fijes ni resistas a lo que percibas con ellas, ni mires a tu cabeza, sino al corazón: con él, y por encima de todo, busca el rostro de Aquél a quien amas y a quien llamas. Tu corazón, la hondura de tu ser, oriéntalo hacia esa búsqueda. ¿Cómo? Con un acto de voluntad como éste o semejantes a éste: “Quiero a Aquél que me quiere, lo quiero ahora y en todo este encuentro íntimo de comunión amorosa”.
2.- Insiste serenamente en el paso anterior; es importante como todo inicio bien hecho. Y con actitud de fe y abandono, repite, además: “Sí…, estás aquí…, en mí… Yo quiero estar aquí…, contigo…, en mí. Sí… Quiero…” Repítelo cuanto sea necesario; pero no mecánicamente, sino como actos vitales de tu oración, que no es mecánica, hecha en fe y con paz.
3.- Pero desea ardientemente que sea el Espíritu el que ora en ti, no tú. Por eso, pídelo, y hazlo con insistencia espiritual, no material; es decir, con un convencimiento de fe pura de que eres Templo del Espíritu y Él quiere expresarse en nosotros al Padre con “gemidos inefables”. Por eso: “Padre, en el nombre de Jesús tu Hijo amado, dame tu Santo Espíritu”. Pídelo. Deséalo. Y actúa consecuentemente.
4.- Y ahora, tal vez es oportuno que cojas la Biblia como quien coje a Alguien, y besándola quizá para expresar tu veneración, lee en el Salmo 27 (26),8-9: Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”. Léelo una y otra vez. O también el Salmo 42 (41), 2-3: Mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo. Lee despacio. Son palabras importantes, que han de expresar tu profunda y auténtica actitud orante. Que respondan a la realidad que quieres vivir con renovada intensidad de presencia amorosa ahora mismo.
5.- Quédate cuanto puedas en un silencio íntimo y acogedor… Convencido de que tales deseos se están haciendo vida en ti… Y Dios, Plenitud de Vida y Amor es tu Dios, tu Plenitud, tu Vida y tu Amor. Dale gracias con un simple AMÉN CONSENTIDO. Tu vacío está colmado. Y vete ya a tus cosas. Así extenderás el Reino.
(Cuando tengas oportunidad vuelve a orar; tal vez dedicando un tiempo a cada uno de estos números por separado. Conviene volver una y otra vez. Así durante varios días, no uno solo).