Cuando nos acercamos a la vida de los santos, casi siempre cometemos el mismo error o los mismos errores. Nos fijamos más en los frutos que en la raíz que los produjo. Así fácilmente perdemos la esperanza de llegar a la santidad.
Si nos fijamos en la raíz, quedamos confortados. Siempre hay una llamada de gracia con posibilidad de respuesta, también gratuita y la respuesta humana que acepta el querer de Dios. Al frente de todos los seguidores de Jesús, está la Virgen Madre: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra”.
La fuerza para evangelizar surge del don del Espíritu santo, que no es un don cobardía, sino de valentía. Digo evangelizar, no organizar una acción sociológica. En Pedro tenemos un ejemplo clarísimo. Fiado de sí, le asusta una criada y niega a Jesús. Después de Pentecostés, habla a cinco mil hombres barbudos y no tiene miedo.
“La parresía es sello del Espíritu, testimonio de autenticidad del anuncio. Es feliz seguridad que nos lleva a vanagloriarnos del Evangelio que anunciamos, es confianza inquebrantable en la fidelidad del Testigo Fiel, que nos da la seguridad de que nada “podrá separarnos del amor de Dios”.
La decisión por Jesús está en la base de nuestra santidad, recibido el don de Dios. A nosotros nos dice Jesús: “No tengáis miedo. Estoy con vosotros”. San Benito lo dijo con palabras sencillas y amorosas: “No anteponer nada al amor de Cristo” y la Madre teresa de Jesús nos dice que nos mantengamos firmes, aunque se hunda el mundo. “Estas palabras nos permiten caminar y servir con esa actitud llena de coraje que suscitaba el espíritu Santo en los Apóstoles y los llevaba a anunciar a Jesucristo. Audacia, entusiasmo, para hablar con libertad, fervor apostólico, todo eso se incluye en el vocablo parresía; palabra con la que la Biblia expresa también la libertad de una existencia que está abierta, porque se encuentra disponible para Dios y para los demás… El beato Pablo VI mencionaba, entre los obstáculos de la evangelización, precisamente la carencia de parresía: la falta de fervor, tanto más grave, cuanto que viene de dentro”.
Sin la fuerza del Espíritu quedamos paralizados en la orilla del mar. No salimos de nuestra comodidad. “Pero el Señor nos llama para navegar mar adentro y arrojar las redes en aguas más profundas. Nos invita a gastar nuestra vida en su servicio. Aferrados a él nos animamos a poner todos nuestros carismas al servicio de los otros. Ojalá nos sintamos apremiados por su mor y podamos decir con San Pablo: ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!“
Para no ceder en el camino emprendido, hay que volver una y otra vez a la fuente. Cuando los apóstoles sintieron la tentación de dejarse paralizar por los temores y peligros, se pusieron se pusieron a orar juntos pidiendo la parresía: “Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía”. Y la respuesta fue que “al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios”.