Esta es la belleza
“Ésta es la belleza de la consagración: es la alegría, la alegría…”, dice el Papa Francisco el 8 de julio de 2013 en un encuentro con seminaristas, novicios y novicias. Y les dice el Papa: “¡No hay santidad en la tristeza!” ¡Así de claro y así de categórico! La tristeza es absolutamente incompatible con la santidad. “No estéis tristes como
“La alegría no es un adorno superfluo, es exigencia y fundamento de la vida humana.” Acabamos de decir hace un momento que la alegría es Jesús y Él es exigencia y fundamento de mi vida y ahí está mi alegría.
“En el mundo -dice el Documento- con frecuencia viene a faltar la alegría. No estamos llamados a realizar gestos épicos ni a proclamar palabras altisonantes, sino a testimoniar la alegría que proviene de la certeza de sabernos amados y de la confianza de ser salvados.”
¡Qué bonito es para nosotros oír esto en el magisterio ordinario de la Iglesia! Estamos llamados a testimoniar la alegría que proviene de la certeza de sabernos amados y de la confianza de ser salvados. Justamente eso es la esencia, la raíz de nuestro carisma, gritar al mundo eso: ¡que somos amados!
Sigo con el Documento: “nuestra memoria breve y nuestra experiencia frágil nos impiden a menudo alcanzar la ‘tierra de la alegría’ donde poder gustar el reflejo de Dios. Tenemos mil motivos para permanecer en la alegría, la cual se nutre en la escucha creyente y perseverante de la Palabra de Jesús: ‘para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado (Jn 15, 11-20)…”
La tristeza y el miedo deben dejar paso a la alegría: ‘festejad… gozad… alegraos’, dice el profeta (Is 66, 10). Es una invitación a la alegría. Todo cristiano –dice el Papa Francisco- sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podemos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él…”
¿Por qué? Porque la ternura de Dios nos desarma, nos deja al descubierto, deja patente nuestra fragilidad y eso nos da mucho miedo. Preferimos permanecer en nuestra armadura, con todo perfectamente controlado, a quedarnos a la intemperie. Y la ternura de Dios nos deja totalmente vulnerables y a la intemperie, como un niño en brazos de su madre.