En los años más duros de la crisis económica un señalado católico abrió un comedor social, al que acudían los más pobres y los parados sin subsidio a tomarse un plato de comida caliente en el almuerzo.
En el comedor había varios donantes anónimos que sostenían el servicio caritativo.
En esto apareció un preclaro católico de misa y miembro de un secreta asociación cristiana. Se entrevistó con el director del cotarro culinario y le dijo:
-Yo vendré a comer, aquí, y pagaré todo el mantenimiento del servicio.
El director asintió. El primer día el pagador absolutista apareció vestido de traje a medida, colonia de marca y zapatos de piel. Se sentó al lado de los pobres y los parados, los cuales tenían la costumbre de eructar, ventosear, fabricar gargajos, meterse los dedos entre los dientes y lamer el plato de potaje diario.
Tras aquel desmadre, en la cabeza del pulcro pagador, nació la idea de eliminar a los más pobres y parados peor educados y más jaleosos con sus aficiones humanas. Y dijo al director:
-Deseo que ponga en la calle a fulano, a zutano y a perengano. No voy a pagar a gentes de malas costumbres de urbanidad.
Como quien paga manda, el director obedeció como un perrillo.
Los donantes anónimos retiraron sus entregas. Los pobres y parados expulsados volvieron a comer de los contenedores de basura. El comedor acabó cerrando sus puertas por hacer caso de uno muy católico, absolutista, dictador y exclusivista.
Así ocurrirá con todos los que se ponen de rodillas ante los pagadores segregacionistas.
Tomás de la Torre Lendínez