La Plegaria Eucarística: el corazón de la Eucaristía
La plegaría eucarística es el centro de la Eucaristía. El fin de esta plegaria es la trasformación del hombre en aquello que comulga; es el cambio del hombre que siendo pecador es llamado a ser cuerpo de Cristo, injertado en la Iglesia, en la comunión de los que son miembros de ella, y están designados a ser el cuerpo de Cristo, de cuya cabeza se han alimentado. La plegaria requiere un adentrarse a bucear la vida del Espíritu que se hace presente de un modo único en el sacramento eucarístico.
Por lo tanto paso a exponer los elementos centrales de esta rica oración, que tanta vida encierra.
Así, partiremos del diálogo invitatorio. El sacerdote comienza poniendo el centro del saludo en el Señor, para que se haga presente en ella. Por ello utiliza la fórmula: «el Señor esté con vosotros». Y el pueblo responde: «Y con tu Espíritu». La asamblea pide el Espíritu Santo porque sabe de la fragilidad del hombre. A continuación el celebrante prosigue: «Levantemos el corazón». Con ella se indica que toda la persona está orientada a Dios. Por ello, el pueblo responde con una acción de gracias a Dios, que se une a la acción de gracias del celebrante. La Eucaristía es una acción de gracias al Padre por el don del Hijo que se hace presente en el altar, gracias al poder del Espíritu Santo.
El hombre que reconoce su pequeñez en unión con otros hermanos, siente la necesidad de alabar a Dios por las maravillas que ha hecho en su vida. El hombre solamente así puede entonar un canto de alabanza a Dios. De este modo la liturgia nos introduce en el momento del Prefacio con el que se inicia la solemne oración de la plegaria. Este Prefacio nos presenta el misterio de Dios, que está haciéndose presente en la asamblea, que le aclama y da gracias. Y así la asamblea se une a toda la creación, y con los ángeles entona con gozo el Santo por el que reconoce la grandeza de su Dios.
A continuación del Prefacio, nos detendremos en lo que se ha llamado la primera epíclesis. Es una oración de intercesión para pedir que el Espíritu se haga presente en los dones ofrecidos en el altar, y se conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo.
En este sentido, la bendición sobre el pan y el vino que hace Jesús en la Pascua nos introduce en la institución. El pan y el vino de la Ultima Cena constituyen un anticipo de la entrega del Señor en la cruz. Por su palabra, ese pan se convierte en su mismo cuerpo. Y lo mismo el vino, que se convierte en su sangre, anticipo de su sangre derramada en la cruz. El sacerdote en la Eucaristía toma el pan y el vino, sobre los que ha pedido el Espíritu, y por sus palabras se convierten verdaderamente en el cuerpo y la sangre del Señor. Ahora un cuerpo resucitado y glorificado.
Seguidamente, nos encontramos con la anamnesis, en la que «la Iglesia en oración se adhiere al mandato de Jesús: «Haced esto en memoria de mía». En esta expresión se resume el deseo del Señor de que la Eucaristía se celebre todos los días. No es solo un recuerdo de lo que hizo, sino que verdaderamente se actualiza la entrega de Cristo, en su cuerpo y en su sangre, para el bien de todos.
A continuación de las palabras de la primera epíclesis y del memorial, el celebrante aclama: «este es el misterio de muestra fe». El misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, que se actualiza en cada celebración, constituye el núcleo central de la vida de todo bautizado y de toda la Iglesia... Por ello la respuesta del pueblo, confirma que el misterio pascual es el mensaje que la Iglesia quiere dar al mundo. Y que el deseo anhelante de la asamblea es que el Señor venga de modo definitivo, para poder vivir en la Pascua definitiva y cumplida para siempre. Por ello la asamblea responde: anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven Señor Jesús.
Después, la plegaria continúa con la acción de gracias de la asamblea al Señor, por ser llamada a su servicio; para pasar a la segunda epíclesis. El celebrante unido en oración a la asamblea, pide una nueva intercesión del Espíritu. Así el mayor fruto de esta oración es la comunión, la unidad por la que el pueblo reunido para la celebración de los misterios se convierte en el cuerpo eclesial, cuya cabeza es Cristo.
En este sentido, podemos considerar las intercesiones que a continuación se realizan: por el Papa, los Obispos, los sacerdotes y por todos los fieles. La plegaria continúa con una oración por todos los difuntos, como nos lo muestra el canon romano. De este modo, en la intercesión por todo el pueblo de Dios, traemos la memoria de todos aquellos que han pasado por el trance de la muerte. Y pedimos para ellos, que pasen a gozar de la Iglesia celeste en la que canten las alabanzas a Dios por toda la eternidad. También en la celebración del sacramento nos sentimos unidos a los hermanos que están contemplando la gloria de Dios, y gracias a su presencia espiritual nos sentimos confortados, por la comunión de los santos. Así en la Eucaristía se une la Iglesia celeste, purgante y militante, que espera la venida del Señor en la parusía, para ser la Jerusalén celeste (cf. Ap 21, 2), transfigurada por la resurrección del Señor.
Para finalizar la plegaria el celebrante concluye con la solemne doxología final. Toda Eucaristía constituye una oración que se dirige al Padre por medio del Hijo en la unidad del Espíritu. La respuesta del pueblo termina con un Amén como confirmación y asentimiento con la mente, la boca y el corazón de que la alabanza a la Trinidad constituye el centro de su existencia.
Belén Sotos Rodríguez