El I domingo de Cuaresma nos ha presentado la breve narración de las tentaciones en Marcos. El Espíritu empuja al Señor al combate y la lucha. En el desierto se enfrenta con el enemigo, el diablo, que quiere destruir al Hijo de Dios, y a todo hombre. El Señor vence al demonio con la Palabra de Dios, con la Escritura. No dialoga con él. Solo le rechaza en el nombre de Dios porque sabe que no tiene poder sobre él.
Así, Jesús es llevado al desierto con vistas a la misión: el anuncio del reino de Dios que se cumple en Él mismo. Por ello, proclama la conversión del hombre para que pueda vivir como hijo de Dios.
También, el hombre vive muchas veces en un desierto, donde se encuentra con la tentación del enemigo. Para vencerlo ha de ayudarse de la Palabra de Dios, sin dialogar con él. Toda persona puede vencer al mal y al demonio apoyada en el poder de Dios. El hombre puede salir victorioso porque se sabe hijo de Dios. En este sentido, la persona es llamada por el Señor a una misión: anunciar y hacer presente el reino de Dios en su vida. La liturgia después de señalarlos la victoria de Cristo sobre el enemigo, en el II domingo de Cuaresma nos introduce en el pasaje de la Transfiguración. La Cuaresma es un tiempo de preparación para el misterio pascual, de la muerte y resurrección del Señor. Y en este camino, el Señor quiere darnos ánimo. El quiere transfigurarse delante de los Apóstoles como anticipo de la resurrección y para sostener su fe ante su pasión y muerte. De la misma manera, Cristo se nos hace presente en nuestra vida, para alentarnos a continuar en medio de las dificultades. Él es el resucitado que ha triunfado en el mundo.
De este modo, Dios-Padre nos invita a escuchar su voz que nos dice que nosotros somos sus hijos amados. Jesús es el Hijo amado pero nosotros en él somos hijos llamados a vivir de la vida nueva que nos trae el Señor. Él quiere transformar nuestras vidas para que a través de ellas se manifieste su rostro a los hombres.
De este modo, para ser reflejo del Señor en el día a día tenemos que dejarnos hacer por Dios. Dejar que el habite dentro de nosotros porque somos templo suyos. En este sentido, el III domingo de Cuaresma nos presenta a Jesús como el Templo en que el Espíritu viene habitar. El Espíritu también quiere hacer en nosotros su propia casa. Por eso, el Señor nos llama a quitar de nosotros todo aquello que impida que él more dentro de nosotros. Él quiere que vivamos para él, y por ello, viene a darnos una existencia nueva. La Cuaresma es el tiempo de preparación a la Pascua, donde el Hijo de Dios resucita para que nosotros podamos vivir como hijos de Dios en plenitud. Así, el IV Domingo de Cuaresma nos señala el diálogo de Jesús con Nicodemo. El dialogo se inicia presentado el misterio pascual de la muerte y resurrección del Hijo de Dios, por el cual, da al hombre esa vida nueva, que este desea. El anhelo de vida eterna del hombre viene colmado por la entrega del Hijo que ama al hombre y quiere su salvación. Pero esa entrega del Hijo pide del hombre una respuesta: las obras hechas según la voluntad de Dios. Por tanto, el que obra de esta manera quiere unirse a Dios, para que su vida refleje la verdad que de Él viene. De esta forma, el V Domingo de Cuaresma también nos habla del misterio de la entrega del Hijo de Dios, en la cruz. Por esa donación de la vida será glorificado por el Padre. Pero la ofrenda del Señor nos muestra un camino de cruz y de muerte para poder dar el fruto adecuado. Así también a nosotros se nos invita a vivir un camino de cruz para dar fruto. El fruto de la Pascua es el Hijo resucitado que se ha derramado, para darnos la vida eterna. El hombre llegará a ella si en verdad también entrega su vida. La cruz es el camino para ganar la vida eterna, y la resurrección del Hijo de Dios, la meta definitiva de todo hombre. Así en la resurrección, el hombre será glorificado.
Belén Sotos Rodríguez