“Le dijo su madre: ‘Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados’. Él les contestó: ‘¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?’. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad”. (Lc 2, 46-51)

El relato de la pérdida de Jesús en el Templo nos sitúa ante un conflicto generacional en el seno de la Sagrada Familia, un problema siempre existente en cualquiera de nuestras familias. Pero, sobre todo, nos sitúa ante la solución. Tras la presentación del problema -el niño Jesús se separa de sus padres sin avisarles y éstos se llevan un susto enorme-, el Evangelio nos dice qué hay que hacer. Primero: el diálogo sereno; la Virgen no se nos muestra airada, sino tranquila y dialogante; antes de juzgar quiere oír una explicación del por qué de un comportamiento tan extraño en una criatura siempre dócil como era Jesús. Éste les da una respuesta que no les convence del todo. La conclusión es que se restablece la armonía y el niño vuelve a unirse a sus padres “siguiendo bajo su autoridad”.

Por lo tanto, ¿qué tenemos que hacer cuando hay problemas en casa?. Lo primero: dialogar, escuchar, darle al otro la oportunidad de que se explique, oír sus razones, ponerse en su lugar, comprender sus circunstancias de edad o de cansancio. Lo segundo fijar los límites entre lo que es tolerable en base a la legítima libertad, sin lo cual la familia sería un infierno y no un hogar, y lo que rompe la unidad y convierte la familia en una pensión barata. Tercero: aplicar las consecuencias sin miedo y establecer la autoridad sin caer en el autoritarismo, sabiendo que ese es el servicio que hay que prestar. Tan malo es que en una casa no exista orden como que impere la tiranía. Hoy lo más frecuente es que la educación sea tan permisiva que, cuando los padres quieren poner remedio, se encuentran con que es demasiado tarde.